Capítulo 1

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― Hoy estás más radiante que nunca, Soledad —el hombre en cama no se limitó a solo admirarla, necesitaba decírselo.

― Calla, Óscar —la mujer de cabellos castaños le acomodó las almohadas—, ahorra energías.

― ¿Para qué se supone que lo hago? Mi condena no tiene libertad o salida para gastar esas dichosas energías en algo que no sea esta cama.

― No hables así. ¿Por qué de repente ya estás resignado?

― Porque es la verdad, mi Soledad. Después de tantos años, tendría que llegar el momento de resignarme.

― Pues serás terco, porque yo no me resigno aún. Tú luchas cada día y yo lucho contigo.

― Eres una buena muchacha... Siempre lo has sido.

― Iré por tu medicina, Óscar.

Y es que así empezaba otro día para la mujer enfermera en la residencia Landa.

Soledad era quien lograba hacer tragar todas las pastillitas de colores para cada mal en el cansado Óscar. El hombre que una vez fue tan vívido y de alma juvenil, el cáncer se lo comía y cada vez perdía las ganas de querer vivir, mas siempre aparecía su único amor y de pronto cambiaba de opinión.

― Un día todo esto será completamente tuyo, Soledad —le comentó el hombre mayor en silla de ruedas y atrás la esposa, iba empujándolo por los jardines—. Creo que te he enseñado muy bien a administrar las cosas que verdaderamente importan en la corporación Imperio y más en esta propiedad, y estoy seguro que serán pan comido las demás.

― No tienes que darme todo, Óscar, estamos hablando de las cosechas de toda una vida.

― Alguien tiene que encargarse cuando yo no esté.

― ¿Pero por qué yo?

― ¿Es que acaso no piensas quedarte aquí una vez haya partido yo, Soledad?

― Este es mi único hogar —no contestó enseguida—, no me iría, pero... sabes que jamás te pediría más de lo que me corresponde.

― Es que todo te corresponde, ¿cuándo lo entenderás?

― Ya una vez lo hablamos...

― Y creo que fui claro. Espero que ya se te haya quitado esa idea de la cabeza —ella suspiró.

― ¿Qué quieres que te diga? Lo único que sé es que de aquí no me iré.

― Así está excelente, Soledad. ¿Sabes? Creo que es el momento propicio para darte esta noticia.

― ¿De qué hablas, Óscar?

― No quiero que te quedes sola cuando ya no esté, y yo necesito un heredero. Adoptaremos, Sol —ella encendió la mirada.

― ¿Cómo dices?

― Lo que oíste. Y lo haremos lo más pronto posible. Deseo ver crecer lo más que pueda a esa criatura.

― Óscar...

― Las doncellas de servicio te ayudarán y contrataremos a una nodriza de profesión. Será bien recibido y tendrá tantos privilegios como si fuera de nuestra sangre.

― No sé si estoy lista para ser madre...

― Ya aprenderás.

― Pero...

― No hay lugar para ningún pero —afirmó el hombre de cabellos plateados entre mezclados con otros oscuros, no en vano contaba sus setenta años—. No previne de joven y no hay especies mías que sembrar en ti, y yo no voy a permitir que engendres un hijo de alguien más cuando en cambio, podemos darle hogar a uno desamparado.

― Me lo pudiste haber consultado antes.

― Es que no hay nada que consultar, adoptaremos y se acabó el asunto. Es más, le encargué ciertas averiguaciones a mi único sobrino. Creo que alguna vez ya se conocieron. Él vendrá este fin de semana a Madrid y yo mismo le dije que podría quedarse con nosotros todo el tiempo que necesite.

― ¿Qué vendrá a hacer a Madrid?

― Recientemente compró gran parte de las acciones de la corporación y viene a ponerse al día en aquellos negocios. Trátalo bien y sé servicial.

Cada día se había vuelto una cárcel para Soledad Rey, no veía la hora para huir de todo aquello, pero es que no tenía nada aparte de lo que Óscar pretendía dejarle, a duras penas terminó sus estudios de enfermería a los veinticinco años y jamás pudo ejercer como tal con todas las de la ley, sino siendo solo enfermera particular para el moribundo marido, y ahora él quería un niño... ¡apenas se cuidaba a ella misma!, ¿cómo criaría a un niño?

Se sintió impotente y desesperada, cada vez llegaba más al límite.

Era sábado por la tarde cuando un auto deportivo en negro se enfiló en las entradas de la residencia Landa. Un joven moreno de poco más de treinta años salió del asiento del conductor quitando sus gafas de sol. Entregó las llaves a uno de los dos sirvientes para que sacara sus pertenencias de la cajuela y el otro lo estacionara mejor.

― ¡Sobrino! —Óscar abrió los brazos desde su silla de ruedas ubicada en el pórtico. El joven lo acogió en un abrazo.

― ¿Cómo estás, tío?

― No mejor que tú, pero sobreviviendo. Mira, ¿recuerdas a mi mujer, Soledad?

― Claro... La que estudiaba enfermería, ¿no?

― Soy titulada ahora.

― Oh, por supuesto.

― Soledad, él es mi sobrino Santiago —él la besó en la mejilla.

― Sí recuerdo, Óscar —dijo ella.

― Bueno, entremos —terció el marido—, hay mucho de qué hablar.

Soledad empujó la silla de ruedas mientras uno de los hombres de servicio entró detrás del recién llegado, cargando dos maletas. Óscar dio orden a una de las doncellas para que guiara al hombre a la habitación que ocuparía.

― Agradezco que me recibas en tu casa, tío —y se dejó caer en un sofá de la espaciosa sala.

― Sabes que siempre serás bienvenido. ¿Cómo están tus padres? —Soledad dejó quieta la silla en el lugar y ella tomó asiento en el sofá frente al joven.

― Viviendo y respirando por el negocio de exportación.

― No se podría esperar menos, pero me alegro que tú hayas decidido cambiar de ambiente.

― Te dije que desde hacía mucho que quería comprar acciones en Imperio.

― Pues es mejor, así todo queda en familia, ¿no te parece, amor? —miró a la mujer. Ella solo sonrió.

La mujer del tío ÓscarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora