Capítulo 12

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― Toma asiento, por favor —Santiago invitó a la mujer a su oficina, luego de la reunión.

― ¿Para qué querías verme? —ambos tomaron asiento en un sofá de cuero negro.

― Solo... —suspiró—quería hablar contigo.

― Santiago...

― Escucha...

― Fue un error... —susurró Soledad escondiendo la mirada—. Yo... —y negaba varias veces con la cabeza.

― Divórciate.

― ¿Cómo puedes pedirme algo así? —lo miró.

― No tendrás que preocuparte por tu familia —la mujer escondió el rostro entre sus manos—. Marcos estará bien, yo puedo cubrir los gastos. Se pueden anular los papeles de la adopción que ya firmaste, y...

― Ya no digas nada más —lo interrumpió—. Al parecer estás más confundido que yo. Santiago, solo fue un beso, ¿de acuerdo? Y me siento muy mal por ello... Todo esto que me dices me suena familiar... He estado presa con los Landa por tantos años que si salgo no es para meterme con otro de los mismos. Ya no soporto esto... aunque mi familia me necesita.

― Puedo darte una vida mejor de la que has tenido en los últimos doce años. Sol, eres joven y muy, muy bella... —confesó un tanto nervioso—, podrás ejercer tu profesión como siempre quisiste y poco a poco ya no dependerás de nadie.

― ¿Por qué quieres hacer todo esto?, ¿por qué darme libertad?

― Porque te creo. Me has contando tantas veces lo que has hecho y lo que has dejado de hacer por tu familia. Me conmueves.

― A veces me pregunto, ¿si no te hubieras enterado que Marcos es mi hermano, hubieras cambiado tanto tu trato conmigo? Porque eres tan distinto desde que lo supiste, desde aquel momento en que dijiste que querías ayudarme...

― No puedo negar que no influyó. Marcos era como mi hermano. Y precisamente por lo mal que te he tratado siento que estoy en deuda contigo. Solo quería acabar contigo, Soledad. Vivía en mi burbuja de ambición...

― Ni que lo digas...

― Por eso trato de ayudarte, porque ahora te conozco un poco mejor. Me has convencido y sin querer... empecé a encariñarme contigo... y...

― Santiago, basta. No me divorciaré. Podrás creer en mí, pero... yo no creo en ti...

Y es que desconfiaba mucho. Nada le garantizaba su pleno bienestar. Las cosas no podían ser tan sencillas, no le cabía en la cabeza. Los Landa no hacen nada de buen corazón, eso ella bien lo sabía. Siempre había algo que dar a cambio, ¿por qué Santiago sería la excepción?, ¿por qué él no le pediría algo después?

Salió de las oficinas y pidió al chofer que la llevara de vuelta a casa.

No aprendió a conducir. Óscar no se lo permitió, no quería que ella se preocupara de automotores cuando podía tener buena comodidad de servicio en transporte.

Santiago volvió a su escritorio. Quizás ella tenía razón. Su confusión a raíz de aquel beso aumentó. ¿Qué era lo que de verdad sentía por ella: compasión, atracción?, ¿podría ser algo más?

― ¿Te encuentras bien, querida mía? —preguntó el enfermo acomodado en su cama.

― ¿Cómo dices?

― Te noto distraída, Soledad.

― ¿Qué? —sonrió, y era muy pocas las veces que lo hacía—. No seas paranoico. Estoy muy bien.

― Esta mañana fuiste a Imperio, ¿no es así?

― Sí, Óscar. Esa reunión era importante.

― ¿Cómo te va en la corporación?

― Sabes que no es el tipo de lugar al que pertenezco, pero estoy aprendiendo algunas cosas.

― Y seguirás aprendiendo más, estoy seguro.

― Óscar... —le dijo pensativa.

― Dime, bella Soledad.

― ¿Por qué nunca me has dejado leer tu testamento?

― ¿Por qué la pregunta?

― Es solo curiosidad.

― Es muy personal. Lo sabes

― Pero sé que hay cláusulas que se relacionan conmigo.

― Por supuesto. Los detalles los sabrás a su debido tiempo. Cuando yo ya no esté...

― No digas eso. Pero no es a lo que me refiero, y es que tampoco sé cómo explicarlo.

― Encuentra las palabras, querida.

― Tú no me dejarías desamparada, ¿verdad? Tú... sabes que eres todo lo que tengo.

― Eres parte de la familia Landa, por tanto jamás te faltará nada.

― ¿Y si dejara de serlo?

― ¿Por qué piensas de esa forma?, ¿acaso no deseas ser una Landa más?

― No fue lo que quise decir —se asustó.

― Bella mía —le besó ambas manos—, yo te prometí amor eterno en aquel altar, de hecho, ambos nos prometimos eso. Así debe ser entonces.

― Eterno... —susurró.

― Claro que sí. Lo que tú y yo sentimos no se compara a nada.

Ella solo atinó a forzar una sonrisa tras asentir.

― Descansa, Óscar —lo besó en la frente. Como todas las noches.


La mujer del tío ÓscarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora