Capítulo 11

5.7K 476 16
                                    

Transcurrieron casi dos meses desde que Santiago había escuchado a Soledad hablando en voz alta en la cocina sobre Marcos.

Lo visitó y él mismo se encargó de que tuviera la mejor atención posible, más de la que ya tenía. Y es que aun siendo Marcos su mejor amigo, respetó el deseo de no buscarlo una vez que se hubiera ido a su anhelado viaje por el mundo, por lo mismo, jamás se imaginó que en todos estos años, en vez de recorrer numerosas patrias, había estado postrado en una cama.

Comprendió todo y empezó a escuchar más a la hermana.

Soledad se había casado profesando un falso amor ante Óscar, y por desesperación ante su familia.

En su interior, algo se removía inquieto y le era inevitable no perseguirla.

En ambos se había despertado algo que se volvía insostenible.

Una noche, discutieron de nuevo, pero algo cambiaría totalmente.

― ¿Cómo te lo hago entender de una vez? —reclamó la mujer arrinconada en una pared exterior de la casa, frente a la piscina.

― ¿Tú de verdad me crees tonto?

― Yo estoy casada, Santiago —agachó la mirada.

― Pero tú no lo amas.

― Te he dicho que sí.

― Tu mirada me dice lo contrario.

― ¿Y qué?, ¿en qué diablos te afecta a ti si lo amo o no? Ya deberías dejarme en paz.

― Me gustas —confesó al fin, dejándola pasmada en un sepulcral silencio nocturno—, y sé que yo a ti también. No puedes ocultarlo.

― No es cierto.

― ¿Segura?

― Estás confundido. Es verdad que nos hemos acercado en estas últimas semanas a raíz de todo el asunto de mi hermano pero... nunca te di pie a algo más.

― Di lo que quieras, nada va a cambiar el hecho de que hay cierta tensión entre tú y yo.

― ¿Pero es que no tienes vergüenza? Yo estoy casada con Óscar.

― Y puedes repetírmelo mil veces y aun así no me importará —ella encendió la mirada.

― ¿Cómo dices?

― No me importa, Sol. De verdad que no...

Él le buscó la boca de a poco y ella no se lo impidió. No quiso. Incógnitamente era lo que llevaba deseando desde hacía varias noches.

― No... —ella se alejó—, por favor no...

Entró a la mansión con paso apresurado y se encerró en su habitación.

Al día siguiente, temprano, Soledad tomó una ducha, como era usual.

Pensaba tanto en la contrariedad de lo que empezaba a sentir...

Algo no andaba bien.

Es que tan solo con recordar aquel beso, aquel gesto prohibido de la noche anterior, se estremecía.

Ella no lo buscó, pero tampoco lo evitó. Fue un momento ansiado por ambos.

El sobrino político apenas si había logrado dormir y se detuvo al pasar por la habitación de la enfermera. La puerta estaba entre abierta y una figura escandalosamente provocativa a la vista le impidió seguir su paso en definitiva.

Ahí estaba ella, terminando de rodear su cuerpo con una toalla al nivel de su pecho luego de salir de la ducha. Sus castaños cabellos aún estilaban agua y se ondulaban un poco por la acentuada humedad. Tomó otra toalla y empezó a frotar mechones de cabellos mientras su mente divagaba una y otra vez por lo sucedido. No podía olvidarlo.

Para Santiago verla así, fue como sentir una ráfaga de deseos. No era ningún hombre de hierro.

Ni él mismo entendía cómo era que de un momento a otro empezó a sentir atracción hacia la mujer de su tío. ¡La mujer de su tío!

Ella dejó caer la toalla, quitándole todo el aliento al incógnito hombre, el mismo que esquivó la mirada y avanzó por su propio camino. Estaría al borde de la locura si seguía dándole cuerda a lo que se suponía que no debía. Él mismo luchaba por lo que no correspondía sentir.

Partió antes de acompañar al matrimonio Landa a desayunar. No podía ni verla a los ojos luego del apasionante beso anterior. Prefirió alejarse, con rumbo a la oficina y pensar un poco más.

― El ingeniero Gilbert llegará esta noche a Madrid —suspiró el hombre de traje, sentado al otro lado del escritorio—. Sabemos que será tedioso, pero es importante ir a cenar para darle la bienvenida —frunció el ceño—. Santiago, ¿me estás escuchando?

― Sí, sí, claro —respondió algo aturdido—. ¿Por qué no le dices a Juan Diego que te acompañe? Yo saludaré al ingeniero mañana cuando venga a la corporación.

― Como quieras, pero sabes que preguntará por ti de todas formas.

― Tengo otras cosas que hacer, Javier.

― No lo dudo —bufó el amigo y colega—. Por cierto, llamó Madeleine —sonrió malicioso—, y reclamó por tu abandono.

― Y tú, como siempre tan feliz de recordármelo, ¿no?

― Vamos, hombre. Trato de cambiarte el humor hoy, nada más.

― Solo lo empeoras.

― Me pregunto cómo consiguió el número de estas oficinas, que yo sepa no eres de los que suele dejar una tarjeta con un número de despedida a cada damisela por las mañanas —rió.

― Le he dejado claras las cosas a Madeleine, y si ella insiste, ya no es mi problema, por mí puede llamar tanto como le plazca, pero no le daré respuesta alguna. Deberías saber que solo lo hace para fastidiarme.

― Ni estando en Valencia te deja tranquilo, ¿no? —volvió a carcajear—. En todo caso, deja de amargarte por lo mismo o... por lo que sea que te tenga distraído, en veinte minutos tenemos la reunión de socios, así que te necesito concentrado —se levantó con rumbo a la salida—. Nos vemos luego.

En realidad Madeleine ocupaba el último lugar en su pensamiento. Y es que casi olvidó que en esa reunión estaría Soledad.

No encontró paz en el salón de reuniones estando ella presente. Y lo que más lo mataba era que ella ni siquiera volteaba a verlo.

La mujer del tío ÓscarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora