Paseo junto al mar...

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Paseo junto al mar en una tarde nublada que anuncia tormenta. Mis pies descalzos sobre la arena mojada y en mi bolso un paraguas. Me gustan estas contradicciones.

La playa está casi desierta, a excepción de algún turista despistado que remolonea en busca del último rayo de sol y aquellos pocos paseantes que como yo no pueden resistirse a la belleza de un mar inquieto.

Paseo con la única compañía de mí misma. Ella. Yo. Y aquel peñón en alta mar que se hace llamar isla. Es curioso como me acompaña a lo largo de toda la playa de Levante, mires cuando mires ella parece siempre a la misma distancia, burlona, casi como si pudiera alcanzarla si me diera por nadar en línea recta.

¿Cómo me voy a sentir sola? ¿Con la compañía de un islote entero y el galimatías de mis pensamientos?

Sobre mi cabeza planean las gaviotas. Parecen inquietas. Probablemente huelen allá en lo alto, cerca de las nubes, la lluvia que aún no ha caído.

¿A qué huelen las nubes?- les pregunto. Un graznido es mi única respuesta.

Alzo la vista un instante y las contemplo, hacer piruetas imposibles al ras de las olas. Un pensamiento furtivo cruza mi mente. Me gustaría volar con ellas.

Me conformo con continuar mi paseo por la orilla. Durante unos minutos una de esas blancas compañeras me precede, después bate las alas y escapa. La isla continúa anclada en el horizonte, la mires desde donde la mires siempre a la distancia en línea recta de tus ojos.

No dejo huellas de mi paso. Las olas las devoran de un lengüetazo y bañan mis pies con su agua templada. En la lejanía una niña juega con su espuma.

Las olas rompen con ferocidad comedida contra los muros de piedra del acantilado, coronando en una ducha blanca el espectáculo para los curiosos que se han reunido en el mirador del Castillo.

En realidad no es un castillo, es una plaza en el lugar donde una vez hubo un castillo. Ahora no queda nada, incluso las ruinas fueron derruidas. Solo conserva el nombre, un recuerdo de un pasado lejano que probablemente significa más bien poco para las decenas de turistas que lo pisan a diario. Es una parada obligada, un mirador en lo alto de un pequeño acantilado, estratégicamente situado entre dos playas. Es curioso pensar que una vez miraba al mar flanqueado por dos playas salvajes, pensar que esta ciudad de rascacielos que nunca duerme una vez contó con menos de diez habitantes. Es curioso. Ahora puedes encontrar más turistas a diario que habitantes una vez tuvo.

Creo que cuando termine mi paseo yo también subiré al Castillo, a asomarme al mirador y dejar bañar la imaginación con la lluvia de espuma.

La playa se acerca a su fin. Termina abruptamente en la piedra desnuda del acantilado. La acaricio suavemente a modo de despedida. Ahora no son gaviotas sino palomas blancas las que me sobrevuelan.

Cuando me marcho llevo conmigo el sabor del mar en la piel y el beso del viento en el pelo revuelto. La isla vigilante observa mi partida

Divagando por la vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora