Capítulo 6

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Llegamos a casa alrededor de las cinco de la mañana. Esperamos en el puerto hasta que el cargamento se encontró listo; Sergey me enseñó cómo supervisar a los hombres que trabajaban para nosotros, a verificar que toda la droga estuviese completa. En sí no fue algo difícil de hacer.

Con posterioridad, nos vimos partir las embarcaciones; los semisumergibles eran perfectos, tenían varias tonalidades de azul para camuflarse entre el azul del mar y fuese más difícil para las autoridades verlos.

Sergey también me presentó a sus hombres de confianza. Ellos poco a poco me conocían. Mi padre me estaba otorgando de a poco su negocio, dejando recaer su confianza sobre mí y no pensaba defraudarlo y no porque me interesase demasiado lo que pensara de mí, sino que quería el poder y control absoluto de todo lo que él tenía.

Ahora estaba cansado, con sueño, caminaba y arrastraba los pies directamente hacia mi habitación donde Anka debía seguir despierta; esa niña testaruda no dormía hasta que yo me encontraba en la cama, a su lado.

Sonreí.

Al llegar a mi habitación, abrí la puerta y entré cerrándola despacio, con la esperanza de que ella estuviese dormida, pero no fue así.

Anka estaba sentada sobre la cama, el libro descansaba sobre sus muslos cruzados, uno encima del otro, haciéndola ver pequeña.

—Al fin llegas —susurró. Sus ojos se veían cansados, casi a punto de cerrarse.

—Deberías estar dormida, Anka. No puedes esperarme siempre —acoté mientras me quitaba la ropa.

—Te esperaré toda la vida. —Se recostó sobre la cama.

Esperó con paciencia a que fuera a donde ella. Su cabello quedó esparcido por la almohada, su mano debajo de su mejilla y el libro a su lado, a la espera a que yo lo tomase.

—Anka... —murmuré y negué con una sonrisa. A veces sus palabras me descolocaban, no podía acostumbrarme a ser querido por ella.

Me quedé en bóxer y fui a la cama. Resistí el frío sutil de la habitación; en Anka no había malicia ni morbo al verme solo cubierto por aquella prenda, ni en mí tampoco, al menos no con ella.

Hice a un lado las sábanas y me metí en la cama; tomé el libro y me di cuenta que era uno de poemas.

—¿Por qué has cambiado de libro? —Me acomodé para comenzar la lectura.

—Porque quiero que me leas esos poemas, parecen ser oscuros —contestó. Arrastró las palabras.

—¿Por qué te gustan si son oscuros? —cuestioné. Abrí el libro, recibí de lleno aquel olor característico de ellos al cual me estaba acostumbrado y cada vez que percibía su aroma, instintivamente pensaba en Anka.

—Porque me recuerdan a ti. Tú eres como esos poemas oscuros y sombríos, pero se esconden entre sus letras cosas hermosas, difíciles de entender para quien solo busca belleza en las cosas normales y banales, y no ve algo especial en una simple roca que muy en el fondo puede esconder un precioso diamante —mencionó cada palabra con sutileza y calma, cada una de ellas brotaban de sus labios con facilidad. Tal parecía que la que hablaba no era una niña, sino una mujer adulta.

—¿Eso soy para ti? —susurré? incrédulo.

—Sí. Porque puedes estar dañado por fuera —dijo. Extendió su brazo y tocó la punta de sus dedos las cicatrices profundas de mi pecho que se alzaban como bordes sobre mi escasa piel tersa—, y quizá también por dentro, pero muy en el fondo de ti hay alguien bueno, alguien que incluso al estar en medio de tanta maldad, alberga algo de bondad, la misma que te incitó a salvarme.

Sádico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora