Capítulo 9

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Lo primero que hice fue atar las manos de Iván detrás de su espalda y luego sus pies. No me molesté en moverlo de lugar. La sangre de Anka seguía fresca en el suelo, alguien tendría que limpiar sí o sí.

Cuando terminé, me incorporé y lo miré con odio absoluto. Nunca en mi corta vida había odiado a alguien como lo odiaba a él. Arruinó mi vida aún más de lo que ya estaba. Me quitó a Anka, a la única oportunidad que yo tenía para ser bueno; después de ella no habría nadie más. Ya no. No estaba dispuesto a pasar por el mismo dolor dos veces, no lo soportaría.

Me hallaba serio, tranquilo. Sin embargo, la tristeza inundaba mi pecho, mi corazón estaba hecho trizas. Mi cuerpo dolía mucho, se tambaleaba de tanto en tanto que creía que en cualquier momento me precipitaría contra el suelo.

Me obligué a mantenerme en pie, debía terminar con Iván y nadie me detendría. Bien podía encerrarlo, permitir que lo violaran como lo hizo conmigo, pero no podría verlo para castigarlo día con día, ¿por qué? Porque al mirarlo automáticamente el recuerdo de Anka aparecería. Y no se trataba del que yo quería rememorar, porque era el más cruel, doloroso y último momento que vivió.

No.

Yo deseaba pensarla bien. Recordarla sonriente, con sus mejillas sonrojadas y llenas de vida; con su voz dulce y cantarina con la que entonaba una susurrante melodía, mientras deslizaba el cepillo por las hebras rubias de su espeso cabello, estando sentada frente al tocador. En mi cabeza, pensaría en que ella se encontraba bien, que pude lograr mi cometido y enviarla lejos de aquí; que vivía contenta con una buena familia y por qué no, hasta inventarle un hermano.

Sí, quizás aquellos pensamientos eran locos, dementes, producto del dolor que me consumía y del daño que el hombre que comenzaba a despertar en el suelo, me provocaba.

—¿Qué demonios? —Murmuró y se movió, buscó la forma de liberarse de las ataduras.

—Al fin despiertas, maldito bastardo. —Sus ojos se dirigieron a mí; el miedo cruzó por ellos como un destello fugaz. Me sentí satisfecho de verlo.

—¿Qué? ¿Vas a matarme? No me hagas reír.

La burla fue evidente en sus palabras, pero también el temor, su voz sonaba trémula.

—Sí, pero antes voy a tasajear tu cuerpo con esto. —Le mostré las tijeras oxidadas que traía en mi mano derecha, las alcé frente a mis rasgos que se contraían por la rabia—. ¿Tienes una idea de lo dificultoso que será cortar tu carne con algo que posee tan poco filo?

Escuché a la perfección cómo la saliva se deslizó por su garganta, cómo su pulso se aceleró y su respiración se hizo pesada y dificultosa. Casi podía ver su piel erizarse del miedo, el sudor perlado sobre su frente, el mismo que recorrería su espalda fríamente.

—No tienes el valor —susurró. Tembló ligeramente; la duda en su voz fue notable. Él intentaba convencerse de que yo no lo haría, pero, ¡ah! Mis manos picaban por enterrar el escaso filo de las tijeras contra su carne.

—Ya te mostraré mi valor, malnacido.

Sin miedo alguno y con el control de los temblores de mi cuerpo, subí sobre el suyo, eché mis piernas por cada uno de sus costados, sentándome sobre su escaso abdomen plano.

Él volvió a removerse. En sí, mi peso no era el suficiente para mantenerlo inmóvil, pero entonces alcé mi mano y dejé caer las tijeras contra su hombro, atravesé su piel muy poco; las saqué y volví a hundirlas en el mismo sitio, lo hice hasta que pude atravesar por completo su carne.

Iván vociferaba una y mil maldiciones, lloriqueaba de rabia y dolor, lo cual me gustó, me gustó muchísimo. Sentí una adrenalina correr por mis venas, quemaba y calaba al mismo tiempo que se convertía en un disfrute para mí. Era la misma sensación que me recorría cuando luchaba, pero ahora intensificada, que me vi deseando más y más. Infligir dolor me calmaba y se convertiría en una obsesión, eso lo podía jurar.

Sádico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora