Capítulo 22

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Sus mejillas incluso al llorar, no se tornaban de un color rojo, como a la mayoría de las personas les suele pasar; ella seguía siendo pálida en exceso, ni siquiera sus labios tenían color, lo habían perdido y estaban resecos y partidos, así como también heridos.

Mi hermana se encontraba mal, me daba rabia el imaginar por lo que ella debió haber pasado; yo al menos tenía a Sergey, su dinero, su apoyo —aunque no se tratara del emocional—; me daba todos los medios para salir adelante, mientras que la joven delgada y triste que tenía frente a mí, no tuvo nada de eso.

La lanzaron al mundo sola, con el saber lo básico para sobrevivir. Ella fue lanzada a los tiburones, siendo una presa fácil para hombres como Sergey; yo jamás lastimaría a una mujer del modo en que lastimaron a mi hermana, del modo en que mi padre utilizaba a todas esas jóvenes para ganar dinero, como tampoco podía hacer algo, no podía enfrentarme a él, porque ahí radicaba el problema: No era solo él. Era una mafia completa, nunca podría contra ellos o al menos no ahora, por lo tanto, Sophie corrió con la buena suerte o, para su desgracia, de ser mi hermana, mi sangre, y la cuidaría como tal, como mis padres lo hubiesen hecho.

No podía borrar de su cabeza el abuso, pero podía ayudarla a sobreponerse; ella no volvería a pasar hambre ni carecería de dinero. Le daría todo, ¡todo! Todo lo que ella me pidiera lo pondría a sus pies, sin importar lo que fuera.

Con cautela extendí mi brazo de nuevo, tomé su mano entre la mía; era muy delgada, sus dedos parecían carecer de piel, estaba tan presionada contra el hueso, que a oscuras no podría diferenciar si tocaba su carne o estos.

Las venas eran visibles bajo su delicada y translúcida piel, se presionaban contra ella, siendo nítidas, demasiado notorias; abrí la palma de su mano y no me encontré con una piel suave, como suelen tenerla la mayoría de las mujeres. No, sus manos eran rasposas, como lo son las de un hombre que trabaja arduamente.

—Dame su nombre —pedí sin mirarla a los ojos. Toqué su mano con la punta de mis dedos, quizás era lo más cercano a una caricia que tendría de mí.

—No —musitó—, no quiero que te manches las manos de sangre.

Suspiré. Mis manos estaban manchadas desde hacía mucho, una muerte más, una menos, no había diferencia alguna para mí.

—De una u otra forma voy a saber quién fue —dije sereno—, así que mejor habla, no me obligues a sacar ese nombre de tus labios —advertí.

—¿Vas a lastimarme acaso? —cuestionó. Sonreí.

—Nunca haría tal cosa, pero tengo métodos, Sophie, así que mejor habla —espeté.

Ella hizo su mano puño, alejándola de mí; levanté la cara para verla a los ojos y quise reír al verme a mí mismo reflejado en ella. Me retaba con la mirada, no me temía o si la asustaba, lo disimulaba muy bien.

—Solo si me prometes que no vas a asesinarlo. —Enarqué una de mis cejas, bien podría enviar a alguien—. Ni tú ni ninguno de tus hombres. —Hice una mueca. La chica era lista, aunque era obvio, llevaba mi sangre en sus venas.

—Lo prometo —aseguré.

A ella le resultó extraño que yo accediera tan fácilmente. Su rostro reflejó incredulidad, entornó los ojos y después apoyó su espalda contra la almohada, agachó la cabeza.

—Trabajaba como secretaria de la asistente de un abogado, Tim Dorchester —comenzó a hablar—, él es un hombre adulto, con dinero y yo no sabía por qué obtuve tan fácilmente el trabajo hasta que comprendí que ese cerdo asqueroso tenía una fascinación por jóvenes como yo: guapas, solas e ingenuas.

Sádico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora