Capítulo 17

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Perdí la cuenta de las veces que me habían inyectado la droga. Mis brazos estaban llenos de hematomas, mi cuello con seguridad se hallaba igual. Mi cabeza se sentía pesada, todo daba vueltas, tenía la sensación de que mi cuerpo flotaba, incluso al sentirse tan pesado.

Mi vista era borrosa, no apreciaba con claridad a las personas que pasaban frente a mí, no podía verles la cara, solo oía sus voces como resonancias que llegaban a ser tenebrosas. Susurraban cosas en mis oídos, me daban órdenes, me decían quién era y lo que querían de mí. Lograba sacudir la cabeza o al menos era lo que creía que hacía, diciéndoles de ese modo que seguiría sus mandatos. Pero conforme el tiempo transcurría y la droga y las torturas se intensificaban, dudaba poder mantener mi palabra.

Prototipo S1

Nunca olvidaría ese nombre.

¿Yo? El experimento número cien.

Todo sonaba como una película de terror, había estado en escenas crudas que apreciaba como pesadillas; vi muchas cosas antes de ingresar aquí, sin embargo, vivir en carne propia una tortura como a la que me sometían, no cualquiera resistiría. Estaba pudriéndome por dentro, envenenado con el prototipo.

Y entre todo el tumulto de pensamientos distorsionados y caóticos, la veía a ella, aún podía atisbar su rostro y escuchar su voz. Buscaba aferrarme a su recuerdo, a la necesidad que había en mí de mantener su imagen nítida en mis recuerdos. No podía permitir que me la arrebataran, luchaba de manera inalcanzable por aferrarme a mi muñequita. Día a día rememoraba nuestros pocos, pero especiales momentos que tuvimos. Sin embargo, estos se volvían más cortos, más confusos, más lejanos. Y dolía el darme cuenta que me estaban arrancando una parte de mí, quizá la más importante.

Movía mis labios en busca de emitir palabras, de suplicarles que me dejaran ir con mi muñequita. Le prometí que volvería, que estaría junto a ella el día de su cumpleaños, y cada día que transcurría estaba más lejos de cumplir mi promesa.

Erin. Erin.

—Vverkh simpatichnyy mal'chik.

Me tomaron de los brazos y me levantaron del intento de cama que tenía en la habitación. Sentí el líquido frio del agua en mi cara, me despabilé un poco, pero no lo suficiente. Tosí y me quejé, mi abdomen dolía, era como si tuviera las costillas rotas.

—Suéltenme —exigí. Me sorprendió oír mi propia voz.

—Tienes trabajo, ruso —comentó alguien cerca de mi oído. Como pude me aparté.

—¿Cuánto... cuánto tiempo? —cuestioné.

Mis rodillas tocaron el suelo. Un golpe en mi rostro me hizo parpadear un par de veces y recuperé de a poco el conocimiento. La puerta estaba abierta; atisbé la blancura de la nieve, así como también el frío que traspasaba las cuatro paredes que me mantenían prisionero. Me estremecí y agradecí poder percibir el frío en mi cuerpo que solo se hallaba cubierto por unos pantalones desgastados y sucios. Había hematomas en mi piel que comenzaban en mi pecho y descendían hasta más allá de mi vientre bajo. Sin duda eran recientes, había también rastros de sangre.

—¿Quieres saber cuánto tiempo has estado aquí? —repitió una voz seguida de un par de carcajadas.

—Tu padre te lo dirá.

Recibí otro golpe en la cara y luego salieron de la habitación. Dejaron la puerta abierta a sabiendas de que no podía escapar, lo había intentado y fue un fracaso. Aquí había más jóvenes como yo, escuchaba sus gritos cuando los míos cesaban. No podía evitarlo, ni siquiera me percataba del momento en que comenzaba a vociferar, era inevitable. Las torturas a base de golpes eran de muerte, pero las soportaba, debía hacerlo.

Mientras ellos me golpeaban, la determinación crecía dentro de mí, de salir de aquí y cobrarme con sangre la tortura que me hacían pasar. Mi sed de venganza crecía, el resentimiento, la ira, sentimientos mezquinos y destructivos se canalizaban en mi interior. Dejé de ser lo que fui y ese era su objetivo.

Escuché pasos acercarse y el hielo romperse con suma facilidad. No fue necesario que hablara, mucho menos que alzara la vista para darme cuenta de quién se trataba. Mis sentidos captaron el olor de su perfume caro, era inconfundible.

—Padre —susurré.

—Me gusta que estés consciente —murmuró. No lo miré.

—¿Cuánto tiempo? —Formulé la misma pregunta por segunda ocasión.

—Un año —respondió.

Alcé la vista. Para él era tan fácil decirlo, me había quitado un año de mi vida, un maldito año.

Tiré de las cadenas, furioso y dolido. Pensé con brevedad en Erin, en que le había fallado.

—Erin —susurré.

Una mueca despectiva cruzó el rostro de Sergey.

—Parece ser que las drogas no han hecho su efecto aún, necesitaremos aumentar la dosis —murmuró.

—Nunca te perdonaré que me hayas hecho esto. ¡Mátame! ¡Hazlo! Porque si no me matas, yo te mataré a ti —amenacé.

La rabia que sentía era inmensa, tanta que me sorprendió, jamás me había sentido así. Quería asesinarlo, necesitaba abrir su garganta y ver la sangre correr, manchar mis manos, saborear cada segundo mientras veía sus ojos apagarse, tal y como lo hice con Iván. Mis manos picaban, la desesperación me mataba; no quería escapar, quería matar.

—Eso es lo que quiero de ti, hijo. Que sea la rabia y la venganza lo que te mueva, el odio, Sasha, solo el odio.

—¡Sácame de aquí! —Exigí. Mi cuerpo luchaba por zafarse de las cadenas.

—No lo haré hasta que no tengas más recuerdos de Erin a los cuales aferrarte. Voy a arrancarla de tu memoria y después, ¿sabes lo que haré?

Por Dios que no quería escucharlo. Su sonrisa de lado a lado me lo decía todo. Se colocó a mi altura, con una de sus manos sostuvo mi nuca con fiereza y me trajo hacía él mientras peleaba por apartarme sin tener el menor éxito.

—Te enviaré a Nueva York por ella, haré que la lastimes, que la hieras con profundidad hasta destruirla. La verás sangrar y lo disfrutarás, te beberás sus lágrimas y sentirás satisfacción por ello. Serás el causante de su destrucción, solo tú, Sasha.

—No...

—Erin es tuya, ¿lo recuerdas? —inquirió.

—¿Por qué quieres hacerle daño? Ella... ella no se lo merece —musité destrozado, porque estaba seguro que Sergey se saldría con la suya.

—Su madre es la culpable del martirio que Erin pasará. Nadie se burla de un Kozlov, nadie.

—No... no entiendo —susurré.

—No necesito que entiendas, solo que olvides y después recuerdes quién eres y para qué estás a mi lado.

Me soltó y se incorporó.

—Estarás otro año más aquí, las torturas no se terminarán hasta que obtenga lo que quiero de ti.

—¡No! ¡No puedes hacerme esto!

—Sí que puedo, Sasha. Cuando estés en el poder, me lo agradecerás, lo harás.

—Nunca. Nunca.

Chasqueó la lengua, me dio la espalda y enseguida los mismos hombres que habían estado torturándome aparecieron.

—Aumenten las dosis, tienen que ser más continuas. Ya saben lo que quiero de él —mandó Sergey sin que le temblara la voz.

—¿Creé que lo resista? —indagó uno de ellos.

Sergey me miró por encima del hombro.

—Ya lo averiguaremos —murmuró antes de irse.

Sádico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora