Capítulo 19

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Mis manos estaban rasposas y muy heridas. Había cicatrices por encima de las calaveras en mis dedos, otras más en la espalda, donde había tatuajes que disimulaban los bordes. Siendo franco, no me tatué para ocultarlas, siempre se debía estar orgulloso de las cicatrices que se llevaba en el cuerpo.

Restregué mi cara y fue un alivio el olor a limpio del jabón. No más olores nefastos de suciedad y paredes húmedas.

—¿Necesita algo? —Investigó una mujer. No respondí, no había mencionado una sola palabra desde que salimos de Yakutsk.

Me sentía extraño al estar fuera de aquel sitio. Lo dejaba atrás, pero las recurrentes pesadillas se encargaban de recordarme que fue real, que estuve ahí. En parte agradecía recordarlo, porque entre esos recuerdos estaban las imágenes de los cuerpos sin vida de aquellos que me torturaron. Les abrí el estómago y esperé a ver cómo sus intestinos salían desparramándose en el suelo sobre un charco de sangre oscura y espesa.

La satisfacción que experimenté al asesinarlos fue única, pero no suficiente. En mí había un deseo ferviente de derramar más sangre. Fruncí las cejas y cogí mi cabeza con ambas manos.

Estaba mal, lo estaba. ¿Podría llamárseme loco? Quizá.

—Ya vamos a aterrizar —comunicó una voz. No abrí los ojos, seguí con la presión en mi cabeza con ambas manos. Quería que esa necesidad se fuera, no quería tenerla, era difícil luchar contra ella.

Me dolía cuando intentaba recordar mis días más allá de Yakutsk. Todo era confuso. Lo último que recordaba era mi vida como asesino. Anka, los muelles, la droga, el orfanato, el Tsirk, Sergey. Joder. Las caras de las personas que asesiné. Todo lucía bien, nada fuera de lugar. Sin embargo, tenía la sensación de que faltaba algo, una pieza importante, sentía un vacío enorme que no lograba asociar con nada.

—Hemos llegado, señor Kozlov.

¿Señor? ¿Desde cuándo pasé de ser un joven a un señor? No sabía con exactitud cuanto tiempo estuve encerrado.

Me quité el cinturón y sin prisas bajé del avión. Ahí encontré un auto que esperaba por mí. Las puertas se abrieron y reconocí a Carlos. Vi algo en su mirada que me hizo experimentar un dolor en mi cabeza, pero lo ignoré y fijé mi atención en la hermosa mujer que había bajado.

Era pelirroja, de un cuerpo envidiable, tenía porte y elegancia, era muy bonita. Detrás de ella se encontraba Sergey, quien con una sonrisa de oreja a oreja se acercó a mí.

—Mi hijo. Al fin estás de regreso —una palmada en el hombro y felicidad—, ¿recuerdas a Mara? —Señaló a la pelirroja.

Cabello de fuego, ojos de hielo.

Apreté los parpados, una ligera punzada atravesó mi cabeza, un nombre fue susurrado en mis oídos, pero el dolor no lo dejó avanzar para que pudiera advertirlo del todo. Lo deseché, era indeseable y nada importante, si lo fuera no lo habría olvidado.

—No —simplifiqué.

—Bien, no importa. Vayamos a casa.

Mara subió al auto, le seguí, pero mi padre no vino con nosotros, sino que viajó en otro vehículo, dejándonos solos. Mi cabeza iba gacha, continuaba observando mis manos, mis nudillos aún no se curaban del todo.

—Ya estás a salvo —susurró con dulzura, como si estuviera hablándole a un niño pequeño.

Con prudencia, acercó su mano a la mía, me daba oportunidad de detenerla, mas no lo hice. ella se permitió seguir y entrelazó nuestros dedos. Dio un fuerte apretón y enseguida buscó mis ojos, sujetándome del mentón con cuidado.

Sádico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora