Capítulo 11

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Contemplaba desde la ventanilla del auto la ciudad, mi mano yacía apoyada contra mi mejilla y escuché las maldiciones de Sergey que no paraba de vociferar contra Owen.

Hace menos de media hora aterrizamos en Nueva York. Era de mañana, una fría mañana, a decir verdad. No obstante, incluso al ser tan fría, pude percibir una calidez inexplicable en ella. Es como si el día supiera algo de lo cual yo me encontraba ignorante.

Ahora nos dirigíamos a casa de Joseph. Algo había ocurrido con su esposa; Sergey no me había dicho más, ni siquiera empaqué ropa; salimos de casa directo al aeropuerto y después se mantuvo de un genio insoportable. Se encontraba más molesto de lo que esperaba por lo sucedido con el idiota de Liam. Aunque era obvio, le habían quitado a su mejor peleador y no pudo hacer nada para evitarlo.

Ciertamente yo no tenía nada qué envidiarle a Liam, era igual de bueno que él, pero por alguna extraña y desconocida razón, Sergey lo prefería por encima de mí.

Detuve mis cavilaciones al llegar a aquella mansión de jardines y paredes grandes, tan lujosa como la de Sergey. Abrieron el portón y el chofer entró despacio por un camino largo de grava.

La mansión era bonita, lo típico de un empresario millonario, pero había algo triste en aquellos jardines, en aquel columpio que se mecía despacio con el viento. Una imagen leve de un jardín parecido a este, con juguetes en el suelo y una casa del árbol invadió mi mente por unos segundos.

Aquello fue como un recuerdo, mas no podía asociarlo con nada.

El chófer se detuvo y sin esperar, bajé del auto seguido por Sergey. Caminamos en silencio a la mansión y al llegar a la puerta, una mujer la abrió.

Ella miró a Sergey y después a mí sonriendo con coquetería.

Odiaba eso.

Era demasiado bello, demasiado apuesto y eso solo atraía la atención de mujeres y... hombres. Detestaba en sobremanera eso; sí, me gustaba recibir la atención de las mujeres sobre mi persona... Me había vuelto un mujeriego. Pero de los hombres solo me quedaban amargos recuerdos que nunca debieron crearse.

Al momento en que entramos, Joseph nos arribó, no lo conocía hasta hoy, pero por el nerviosismo en su mirada y la forma en que se movía, supe que era él. Rondaba la edad de Sergey, su cabello era muy oscuro, ojos grises, piel blanca y cuerpo fornido. No indagué en su cara, lucía como una rata cobarde.

—¿Qué hiciste? —preguntó de golpe Sergey sin siquiera saludar.

—Sabía demasiado. No tuve opción —se defendió.

Yo permanecí en silencio sin prestarle atención a lo que decían. Me dediqué a observar los detalles de la casa, ya que no me interesaba el saber cómo o por qué, la mujer de Joseph había muerto.

Sin embargo, algo llamó mi atención. Una pequeña que bajaba los escalones con precaución. Ella traía en sus manos una muñeca de porcelana. Sonreí. Ella y la muñeca eran casi idénticas.

Su piel era pálida, cremosa y podía jurar que muy suave. Su cabello era algo castaño, pero quizá con el tiempo cambiaría a pelirrojo. Sus ojos eran azules, muy hermosos, pero que en aquel momento estaban tristes y llenos de lágrimas.

Un miedo súbito me invadió.

Al verla, revivía el momento en que vi a Anka. El mismo miedo, la misma tristeza y la misma vulnerabilidad. Ambas en las manos de unos malditos.

Sin embargo, lo que sentí en mi interior al ver a aquella niña, fue una sensación sobrecogedora, tan distinta a la que experimenté con Anka.

—Papi —susurró con miedo. Llegó hasta Joseph que la miró como si fuese un estorbo.

Sádico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora