Prefacio

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Canción: I Miss You - Ozymandias

La lluvia caía con tanta fuerza sobre el parabrisas que dificultaba la visibilidad

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La lluvia caía con tanta fuerza sobre el parabrisas que dificultaba la visibilidad. El calefactor no estaba ayudando. Tenía que pasar una franela cuando el vidrio se empañaba demasiado. Aunado a esto, la niña no dejaba de lloriquear por su madre en el asiento trasero. Varias veces había tenido que gritarle.

Tamborileó los dedos sobre el volante con la esperanza de que el contar hasta diez de verdad funcionara.

No fue así.

La niña continuó llorando y la jaqueca, que había comenzado al salir de casa, estaba aumentando mortalmente. Se detuvo al lado de la carretera, se quitó el cinturón de seguridad y, como si esto fuera lo que necesitara, Verónica dejó de llorar. Él se volvió hacia ella y la observó. La niña se enjugaba las lágrimas con la manga del suéter, tenía en la mano izquierda un muñeco de peluche con forma de jirafa.

—¿Quieres que esperemos un poco aquí? —le preguntó.

Ella abrazó a la jirafa y sacudió su cabecita afirmando.

Él regresó a su lugar, se presionó las sienes agradeciendo el silencio. No había aspirinas ni ningún medicamento en el coche. Era necesario hacer un botiquín de primeros auxilios, en cuanto llegara a la gasolinera comenzaría a surtirlo.

—Quiero regresar con mamá —murmuró Verónica, aún abrazando a su jirafa.

—No podemos, mi vida.

—¿Por qué?

—Porque mamá no nos quiere allí.

Verónica comenzó a llorar, bajito esta vez, como si estuviera cansada y ahora sólo pudiera sollozar. Él miró a su hija por el espejo retrovisor, deseó abrazarla y decirle que todo estaría bien. Luego desechó la idea. La niña no permitía que él se acercara, siempre lloraba como si le temiera. Más aún porque se la había arrebatado de los brazos a su madre mientras gritaba: te juro que no la vuelves a ver, me la llevaré y nunca la volverás a ver. Desde ese momento ella no había dejado de llorar.

¿Qué había hecho para que las cosas llegaran hasta ese punto? Siempre permitía que se le saliera de control todo por lo que había luchado. Quería a una esposa de familia acomodada, la tenía. Quería hijos bellos, tenía a Verónica. Quería éxito, lo tenía; ahora era el dueño de un bufete jurídico de renombre. Y estaba a punto de perder a su familia por celos. ¡Celos! Bien, quizás eran celos justificados. Quizá su esposa sí estaba siendo infiel, pero no podía permitirse perderla. No, no la perdería. Solamente le daría un escarmiento. Ana tenía que saber quién estaba a cargo de todo. Verónica sería su gancho. Si me dejas, perderás a la niña. Y lo haría. Ana perdería a Verónica y más. Lo que él quisiera. Hasta la ropa si le daba la gana.

Se volvió hacia el asiento trasero. Verónica se había quedado dormida sobre la jirafa. El cinturón de seguridad la mantenía sentada, aunque tal vez no cómoda.

Todo había sido de manera apresurada. Nunca pensó que necesitaría una cobija o una almohada. Ya había conducido un par de horas y ambos estaban cansados. Ni siquiera habían comido.

Escuchó a un automóvil estacionarse al otro lado de la carretera (era una de doble sentido, no muy transitada y oculta entre frondosos árboles), la intermitente luz roja y azul le notificó la presencia de una patrulla sin abrir los ojos. El policía tocó la ventanilla y él la bajó un poco para poder hablar sin mojarse.

—¿Tiene alguna avería su auto, señor?

—No, sólo estoy descansando.

—¿La niña está bien?

—Está dormida.

—Es lo que veo. ¿Necesitan algo?

—¿Sabe cuánto falta para la siguiente gasolinera?

—Como cinco kilómetros.

—Mi hija podría mojarse si dejo la ventanilla abierta, no quiero que se enferme.

—Muy bien. No tarde en mover el coche, podría ocasionar un accidente. Maneje con precaución.

—Gracias.

El policía se retiró para meterse en la patrulla. No encendió el motor, se quedó observando todo el tiempo hasta que él decidió moverse.

Verónica no despertó en todo el camino hasta la gasolinera. Decidió cobijarla con su chamarra de piel y recostarla contra el respaldo en lugar del muñeco. La niña se movió un poco y volvió a dormirse. Él bajó del auto y se dirigió hacia la tienda de veinticuatro horas con la esperanza de encontrar comida. Adentro se estaba caliente, olía a café y palomitas de maíz. Buscó entre los alimentos y encontró pan, galletas, sándwiches, donas. Leche. Su hija ya no necesitaba una mamila, pero tendría qué conformarse con un diminuto envase cuadrado con popote. ¿Qué más podría gustarle a una niña de cuatro años?

El ruido que ocasionó un fuerte golpe impidió que agarrara un sándwich. Salió del pasillo y miró a través del ventanal. La gente gritando y corriendo despavorida no fue suficiente para que él hiciera lo mismo. Dejó caer el envase de leche y salió corriendo del establecimiento hacia la lluvia. El llanto de la niña fue lo que le devolvió el alma al cuerpo, estaba bien. Estaba bien. La puerta del auto estaba atascada y no podía abrirla. Dentro, la niña seguía llorando, tenía puesto el cinturón y no podía moverse.

—¡Papá! ¡Papá!

No podía abrir la maldita puerta.

—¡Mi hija está adentro! —gritó—. ¡Alguien ayúdeme!

Afuera era un caos. Había gente corriendo para salvarse y más gente corriendo para intentar apagar las llamas que había ocasionado el camión al golpear su coche y otros cinco automóviles.

—¡La ventanilla! —gritó alguien.

La lluvia caía a raudales. Apenas podía ver al hombre que le ofrecía una herramienta para golpear el vidrio. La tomó y lo quebró en cuestión de segundos. Entró y sacó a Verónica y a la jirafa envueltas en la chamarra. La niña se aferró a él con fuerza mientras lloraba. Él la abrazó y caminaron juntos hasta la tienda, a resguardo de la lluvia y el frío. Como ella temblaba él decidió mecerla y, frotando su espalda, la arrulló para que se tranquilizara. Funcionó. La niña se aferró más a él y calmó sus sollozos en algunos minutos.

—Ya, ya. Tranquila, ya pasó. Estaremos bien. Estarás bien aquí, conmigo, tesoro.

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