Tras las perdices n.º 2

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Era septiembre, pero no el mismo septiembre del capítulo anterior, sino ocho septiembre posteriores al nacimiento de Eleonor.

El día estaba soleado y Dakota y yo, por fin, íbamos a embarcar hacia nuestra ansiada luna de miel. Pero antes de contaros los actuales detalles, creo que os debo una explicación de lo que ha ocurrido en todo este tiempo.

Tras el nacimiento de Eleonor, la felicidad inundó nuestra familia. Recibíamos visitas diaria de mis padres, mi hermano, amigos, amigos de Dakota. En el trabajo los empleados y los socios me felicitaban constantemente y mi tema principal eran pañales, biberones, llantos y tipos de ojeras. En casa la situación fluía: a Dakota le concedieron la baja por maternidad y la mía apenas llegó a los veinte días. Así que ella se encargaba del cuidado de la niña hasta que yo llegaba a casa y compartíamos las tareas y el rato de juego y diversión. En la intimidad, todo se había vuelto un poco más frío, porque Dakota se había acomplejado de su cuerpo tras el parto y se sentía insegura e indecisa. Por lo que pasar de la segunda base me llevó meses, a pesar de le repetía día tras día que para mí su cuerpo había mejorado y que ese par de kilos que había cogido solo eran beneficios, porque eso significa que se alimentaba bien para Eleonor y a mi siempre me han gustado las mujeres con curvas. Pero ella no se creía ni una palabra y decía con una sonrisa que eran piropos de un marido atado de pies y manos.

Poco a poco fue recobrando la confianza en sí misma y yo cedí a tener que besarla, tocarla y amarla con la luz apagada. Llegamos a un pacto: no dejar que el nacimiento de Eleonor acabara con nuestra relación y alimentar la llama con pequeños gestos cada día.

Meses más tarde, Dakota volvió al trabajo y tuvimos que llevar a Eleonor a una guardería. Yo no podía dejar trabajar y Dakota estaba decidida a llevar la vida de una madre trabajadora, aunque eso significara no ver a su hija todo el tiempo que le gustaría.  Así, Eleonor se pasaba las mañanas interactuando con otros bebés por la mañana y por la tarde, estábamos nosotros, para jugar y enseñarle cosas nuevas. Todo actuó como una terapia que nos reforzó como familia, porque al estar cada uno fuera durante la mañana, llegabamos a casa con ganas de vernos y estar juntos, los tres.

Eleonor dio los primeros pasos por celos. Sí, tal y como lo escucháis. Era una fría mañana de un sábado febrero. Teníamos la calefacción al máximo y habíamos decidido pasar el día viendo películas y bailando y tarareando canciones infantiles. Dejamos a Eleonor sobre la alfombra e hicimos el intento de alejarnos un poco para que viniera hacia nosotros gateando, como hacía últimamente, pero tropecé con la alfombra y Dakota cayó encima mía. Nos reímos, a carcajadas y nos besamos, ignorando los ruidos de felicidad de Eleonor. Cuando nos dimos cuenta, la pequeñaja se acercaba dando pequeños pasos, erguida y agarrándose al sofá. Nos quedamos atónitos porque tenía el ceño fruncido por haber ignorado sus llamadas de atención.

Tres años y medio más tarde, Dakota volvió a quedarse embarazada. Recibimos la noticia con alegría y Eleonor que tenía cinco años pudo comprender la magia que traía el nuevo acontecimiento y entender los motivos por los que había que cuidar a mamá más que nunca. Era un torbellino. No para quieta y tenía la pared de la habitación de los juguetes pintada de todos los colores que traía su caja de pintura. Gritaba, corría, saltaba, desordenada todo a su paso y su temprano aprendizaje en el habla desde que tenía dos años lo empeoraba todo. Era muy inteligente y vivaz, pero al final del día, acabamos rendidos.

Los primeros meses de embarazo fueron espectaculares porque Dakota tenía muchos antojos y dormía mucho, pero no vomitaba ni detestaba todos los olores del mundo y ¡no me había cogido manía!

A los tres meses y un par de semanas nos dijeron el sexo del bebé: un niño. Estábamos locos, porque sabríamos lo que era tener la tan importante 'parejita' y para qué mentir, me moría de ganas de no ser el único de la casa al que pudieran cortarle las pelotas. 

Todo iba bien, hasta el cuarto mes. Dakota empezó a sentirse molesta y fuimos al ginecólogo. Pero todo lo que corrimos en el coche fue en vano. Se produjo un problema en el útero de Dakota y perdimos al bebé. Dakota tuvo un aborto y eso nos destrozó física y psicológicamente. Dakota se dio de baja en el trabajo y se encerró en su habitación durante semanas. Solo salía para ducharse y atender, con frialdad, los mimos que pedía Eleonor. De mí pasaba. Me había convertido en un cero a la izquierda que aparentaba para que mi hija no estuviera desatendida. La empresa me venía grande y mi situación familiar era un caos y el único momento que tenía para expresar todo mi sufrimiento era en la ducha, cuando mis lágrimas se colaban por el desagüe.

Dakota estaba decaída y había pedido el apetito. No recordaba la última vez que me había pedido fruta o un tazón de chocolate caliente. Tampoco recordaba la última vez que nos habíamos besado porque no quería que durmiera con ella. Nos saludábamos en casa, hablábamos con Eleonor y cada uno se iba a una habitación: Dakota a nuestro dormitorio y yo a la de invitados. Hasta que un día me harté. La encontré llorando y acurrucada en la cama y la obligué para que me gritara a la cara todo lo que sentía por dentro. Me dijo que había sido la causante de la muerte de nuestro hijo, que no se había cuidado bien y que llevaba ignorando la molestia días y días. No tenía la culpa de nada, pero ella no lo creía. Sostuve su rostro entre mis manos, desbordado por las lágrimas y le repetí junto a sus labios la promesa que nos habíamos hecho años atrás. No sirvió, pero fue uno de los incentivos que Dakota necesitó para acudir a terapia, a la que me uní más tarde, y superar de laguna forma el golpe tan duro que nos dio la vida.

Y lo hizo. Por ella, por Eleonor, por mí. 

 No pasó nada fuera de lo común después. Eleonor crecía mucho y muy rápido y su carácter se fue normalizando y se estaba convirtiendo en una señorita. En el colegio sacaba matrícula de honor y sacaba el tiempo suficiente tras las clases de idioma y música para hacer lo que más le gustaba: pintar cuadros.


-¿Estás seguro que lo tienes todo? ¿Has entendido la agenda de Eleonor? -preguntó Dakota en la puerta de embarque a Alan

-Sí, cuñada. Sé perfectamente todo lo que tengo que hacer. He cuidado otras veces de vuestra hija.

-Pero no tanto tiempo. 

-Mamá, ve tranquila. Tengo ocho años. Si tío Alan no sabe que hacer, yo misma se lo diré. 

-Estoy seguro que tendrás que cuidar tú de él. -añadí en una sonrisa de complicidad con mi hija

-No me voy tranquila. No puedo Lucas. Vamos a aplazarlo.

-Ni lo sueñes. -le dije cogiendo su mano con fuerza. -Despídete. 

Dakota me miró, con sus maravillosos ojos expectantes. Se acercó a Alan y le dio un abrazo. Después levantó a Eleonor mientras la abrazaba con fuerza. 

-Te llamaré cada día, cariño. Ten cuidado, ¿vale? 

-Sí, mamá. Idos ya. 

-Está bien. -dijo finalmente. -Te quiero con locura. -le dio dos grandes besos y dejó que pudiera despedirme de ella.

-Ten cuidado, tesoro. Y no dudes ni un segundo en decirle a tu tío que detestas la comida que te hace. -me acerqué a su oído. -Lucha por tu porción de pizza. -le susurré.

Eleonor río y me abrazó.

-Te quiero, papá. -me besó la mejilla- Os quiero. -corrigió.-Pasadlo bien.

-Lo haremos. -cogí a Dakota como un saco de patatas y me la llevé a través de la puerta de embarque. -Ahora sí, mi amor, nuestra luna de miel. 

Dakota se reía y forcejaba para que la bajara al suelo.

-Voy a poder hacerte el amor en la ducha, en la cama y en suelo sin tener que cerrar la puerta con cien mil un candados.

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¡Buenas noches, tardes o días! ¡Bienvenidos a un nuevo capítulo de Tras las perdices!

Espero que os haya gustado infinito y que hayáis podido empatizar con los problemas con los que se enfrentaron nuestros protagonistas.

La semana que viene tendréis otro capítulo, espero, porque me espera  una semana bastante movidita.

UN BESAZO ENORME.

Nos leemos!!!!!! <3<3<3<3

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