Tras las perdices

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El camino hasta el hospital fue lo más irritante, estresante y conflictivo que nunca antes había vivido. Ni siquiera el día que se hizo una revalorización de mi empresa tras el juicio contra Dakota estaba tan nervioso y con ganas de asesinar a alguien. ¿La razón? Mi querida esposa, Dakota, estaba logrando sacar a la luz a mi alter ego más oscuro, pero, al mismo tiempo, al más empático. 

Dakota había salido del avión sonriente y tranquila, como si no fuese una madre primeriza. Sin embargo, la sonrisa y los mensajes tranquilizadores se disiparon de su mente cuando las contracciones en intervalos de doce minutos aparecieron junto a la noticia de que estábamos a cincuenta kilómetros del hospital privado que habíamos contratado. Sus ojos se abrieron tanto al oírlo que palideció.

Y ahí estaba yo, agarrando su mano, recitando mensajes tranquilizadores y gritándole al conductor para que aumentara la velocidad sin importar la cantidad de multas que nos llegarán después. Entre gritos de impotencia que pagué con el pobre hombre para que mi mujer no me riñese, conseguí sacar el móvil de mi bolsillo y hacer un par de llamadas al hospital. Quería que tuvieran la mejor habitación, medios y personal preparados para nuestra llegada. Pero ya sabéis cómo es Dakota, es la única persona capaz de hacer pequeño mi carácter. Me quitó el móvil de las manos y dejó al recepcionista con la palabra en la boca.

-Lucas, por favor, me da igual dónde ir. Lo único que quiero es que estés conmigo cuando Eleonor llegue al mundo. Vayamos al hospital más cercano, por favor.

La miré, atontolinado. Tenía los ojos brillantes y estaba ruborizada por el calor que le provocaba el continúo control de la respiración, así que asentí y le indiqué al conductor que cambiara el rumbo hacia el hospital más cercano. Por segunda vez en mi vida, me iba a dejar llevar por la emoción e imprudencia de lo no planeado.

En el hospital la situación empeoró. Dakota empezó a obsesionarse con que el niño iba a nacer con problemas respiratorios y no paraba de llamar a la enfermera para que le repitiera una y otra vez las consecuencias de un nacimiento prematuro. La enfermera, por su parte, solo desprendía sonrisas y mensajes tranquilizadores, pues un bebé de ocho meses no tiene porque tener ninguna mala consecuencia ya que todos sus órganos están formados. Yo me estaba poniendo nervioso y Dakota me estaba contagiando la incertidumbre que intentaba minimizar con chistes y bromas absurdas.

-Estás preciosa con esa bata celeste, ¿lo sabías? -dije paseando el dedo índice a lo largo de muslo

Arqueó una ceja y siguió inspirando y expirando. Las contracciones estaban aumentando su intensidad y aparecían en intervalos más pequeños.

-Ahora mismo me encantaría darte la vuelta besar cada rincón de tu piel que esa bata deja ver por la parte trasera. -me situé a su lado, con ojos y cara de seductor, intentado sacar a la superficie algún sentimiento que no fuera repulsión por mi persona

-Lucas, cuando retomemos las relaciones sexuales, voy a obligarte a ponerte tres capas de condones. No pienso pasar por este momento tan doloroso nunca jamás en la vida.

Reí a carcajadas porque en el fondo sabía que si no fuese porque Eleanor iba a borrar todos sus malos recuerdos de este día, cumpliría su promesa. La enfermera llegó y nos explicó que dentro de unos minutos vendría a ponerle la anestesia epidural para evitar que Dakota siguiera sufriendo por las contracciones. 

Dos horas y media más tarde, me vestí imitando el atuendo de Dakota, solo que mi traje también incluía unas bolsas para los zapatos y un gorro verdoso. Me disponía a entrar a la sala de parto, donde se habían llevado a Dakota hacía apenas unos minutos, tras comprobar que había llegado a los diez centímetros. 

Cuando entré tenía el pelo hecho un desastre y sus ojos rojos y muy abiertos. Me acerqué hasta ella y sostuve su mano desde el primer hasta el último empujón, apoyándola y susurrándole que la quería más que a mi vida. Hubo un instante en el que sentí que se desmayaba: estaba agotada y los médicos le decían una y otra vez que diera el último empujón, pero este nunca llegaba. Dakota empezó a llorar, suplicando que la ayudasen porque no tenía mas fuerzas, y yo me dejé llevar por lo único que sabía que valoraba: la expresión de mis sentimientos mediante palabras, algo a lo que no estaba acostumbrada.

SAME OLD LOVE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora