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Al igual que le había pasado con el pasadizo secreto, Eva se había esperado un lóbrego sótano con goteras y cadenas donde una multitud de cadáveres estuviesen desperdigados por el suelo. Sin embargo era un sitio bastante cómodo, a excepción de la cantidad de artículos fetichistas con que estaba decorado. Bueno, los objetos fetichistas y las rejas que tenía la jaula en la que los habían dejado encerrados.

En la esquina izquierda, tomó asiento en un sofá rojo chillón demasiado blando para su gusto. Se levantó incómoda y sin saber qué hacer, comenzó a caminar de un lado a otro de la jaula a toda velocidad.

A propósito, evitó mirar en la parte donde Daniel se había sentado sin moverse, desde que les habían dejado allí abajo.

—¿No vas a decir nada? —le preguntó harta de esperar—. Cualquier cosa me serviría. No fui yo, se lo están inventando, es una trampa.

Cuando el muchacho levantó la mirada, todo el brillo que siempre tenía en sus ojos estaba perdido.

—Qué quieres saber ¿Si la maté? Sí, yo la maté.

No podía creérselo. Eva caminaba histérica intentando que aquella pieza encajase en su puzzle. ¿La había estado mintiendo todo el rato?

—¿Por qué? ¿Quién? —preguntó desaforada.

—¿Eso qué importa?

—¡A mí me importa! —explotó en un arranque de mal humor—. Por el amor del cielo. Yo estaba dispuesta a acostarme con ese hombre por ti ¿Y tú ni siquiera eres capaz de decirme la verdad mirándome a la cara?

Daniel agachó la cabeza, derrotado. Ni siquiera tenía fuerzas para mirarla a la cara. Estaba harto, cansado y deprimido. Sabía que no era buena idea venir aquí. Tenía que haber hecho caso a su instinto y haberse marchado cuando tuvo la oportunidad.

—¡Dime algo! —ordenó Eva chillando—. ¡Vamos, dímelo!

—¿Para qué quieres que te lo diga? Ya te he confesado que la maté yo. ¿Qué más dan los detalles?

—Porque quiero saberlos.

Resignado, Daniel agachó la cabeza mientras se abrazaba las rodillas. Había guardado tanto tiempo sus secretos que parecía mentira cómo se estaba desmoronando todo el castillo que con tanto esfuerzo había construido.

Sin embargo, aquella bola de demolición no había terminado con él. Ahí estaba Eva para machacarlo aún más. Por si no le habían humillado lo bastante allí arriba, por si el dolor que sentía ante lo que había hecho no era suficiente penitencia, debía recordarlo todo. Revivir una vez más aquel fatídico día como si no fuese suficiente con las pesadillas que le habían acompañado desde entonces.

—Se llamaba Jessica.

Él fue el más sorprendido cuando su voz empezó a sonar monocorde, sin una pizca de emoción. Sintió que era otra persona la que hablaba a través de sus labios, la que contaba su historia, como si le hubiese ocurrido a otra persona.

Quiso parar, quiso decir a aquella voz que se callase, pero era incapaz. El recuerdo de Jessica le presionaba para hacerse oír, para hacer que la recordase.

—Tenía quince años y era la chica más hermosa, simpática y dulce que nunca había visto en mi vida. Tenía unas cuantas pecas cubriéndole la cara y su pelo era tan rubio como el sol del verano.

La manera en la que Daniel sonrió, le hizo darse cuenta a Eva del tiempo que hacía que no se sumergía en aquel recóndito lugar de su pasado. Quería preguntarle qué pasó, por qué la mató, pero no quería precipitarse. Tenía que ser él el que contase lo ocurrido.

El secreto de DanielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora