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La única razón por la cual no apretó el gatillo, fue porque le distrajeron los estertores de uno de sus guardaespaldas. Al mirarle, tenía los ojos desencajados mientras se cogía el cuello intentando respirar a dos palmos del suelo. Su sufrimiento terminó cuando alguien detrás suyo le rompió el cuello.

—Te encontré —proclamó una voz que no parecía de este mundo.

El que había hablado era un hombre con un traje blanco impoluto. Tenía los ojos inyectados en sangre, una larga melena que caía descuidadamente por su espalda y unas uñas tan largas como los dedos de una persona adulta. Su aspecto era escalofriante, llegando a lo terrorífico, pero lo peor era el aura de maldad que destilaba todo su ser.

Ladeó la cabeza examinando a los allí presentes antes de alzar los restos del esbirro sin esfuerzo y arrojarlo contra Mor como si no pesase nada.

El mafioso, con unos reflejos entrenados en situaciones peligrosas, tuvo a bien rodar hacia la izquierda antes de que el cuerpo lo aplastase. El sonido de huesos rotos cuando el cadáver chocó contra la jaula se hizo estremecedor.

Se podía decir muchas cosas de Mor, pero que no estaba siempre preparado no era una de ellas. No había acabado de ponerse en pie y ya tenía la pistola en la mano apuntando a aquel imbécil.

—Estás muerto —pronosticó.

Empezó a disparar sin parar. Su guardaespaldas le imitó gritando, mientras vaciaban el cargador sobre aquel pobre desgraciado. La cara de concentración que tenían pasó a una de estupefacción cuando se dieron cuenta de que las balas no hacían efecto. Al parecer, dispararle tan solo conseguía que aquel hombre pareciese más cabreado.

El secuaz de Mor debía de medir dos metros y pesar por lo menos ciento sesenta kilos de puro músculo, pero cuando el hombre empezó a correr y lo atrapó, lo levantó como si fuese ligero como una pluma. El infeliz intentó defenderse lanzando un puñetazo a la cara de su atacante, que atrapó el golpe con su mano libre y apretó aquel puño como si fuese plastilina.

Los chillidos histéricos sonaron más fuertes que el crujido de los huesos rotos, aun así estos últimos fueron audibles para todos. El espectáculo era hipnótico, ninguno de los presentes podía moverse. Todos sentían en su propia carne que ellos serían los siguientes. El aura de desesperación se iba haciendo inaguantable. De allí no había escapatoria posible, no de él.

De un solo tirón desgarró el brazo del hombre, que en ningún momento dejó de chillar de agonía. Mor fue el primero en correr, el único que podía escapar.

Tuvo que pasar al lado de aquel ser que se le quedó mirando sopesando si merecía la pena perseguirlo. Aquellos ojos crueles se quedaron mirando a Daniel y como si entendiese que el muchacho no podía huir, salió a toda velocidad en pos del mafioso.

—Ayúdame —pidió Daniel a Jason intentando acercar al cadáver—. Rápido, necesitamos su arma.

—¿Has visto esa cosa? —exclamó el detective fuera de sí—. No era humana ¡esa jodida cosa no era humana!

—Ya te lo había dicho. Ahora ¡ayúdame!

Lo que más le cabreaba a Daniel era que al contárselo, pensó que le había creído a la primera.

La disposición del cuerpo no era la mejor, pero consiguieron acercarlo lo bastante como para poder registrar sus bolsillos y sacar la pistola que encontraron sujeta en un lateral.

—Retrocede, voy a disparar —avisó Daniel.

Esperó hasta que Jason se alejó unos pasos, apuntó y disparó.

El secreto de DanielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora