Epílogo

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El cuerpo desnudo de Eva adornaba la cama cuando Daniel se apartó las blancas sábanas. La ducha le relajó, aunque no lo bastante como para quitarse de la cabeza los funestos pensamientos. Con solo una toalla enroscada a su cintura, volvió al cuarto donde admiró la belleza de su amada.

—Sé que me estás mirando —informó Eva medio somnolienta—. Y si tú me miras no puedo dormir.

Al tumbarse a su lado, Daniel recorrió con dulzura su espalda, cubriéndola de besos tiernos.

—Necesito dormir —se quejó la chica entre risas—. Así no hay quien pueda. ¿Es que no te cansas nunca?

No la contestó. Se limitó a coger sus pechos mordisqueándola el cuello mientras los masajeaba suavemente, moviendo su pelvis hacia delante y hacia atrás permitiendo a la muchacha que notase la dura erección que tenía.

—¡Aaaaah! Necesito dormir —contestó Eva girándose y dándole un buen beso en los labios—. Eres insaciable y te adoro.

La ternura con la que Daniel la miró, la hizo sentirse turbada.

—Yo también te deseo.

Cuando la besó, cerró los ojos y se dejó transportar por su magia.

—Así que hasta que no te deje satisfecho supongo que no podré dormir tranquila ¿no es así?

—Quizás —contestó dirigiéndola una sonrisa radiante—, aunque a lo mejor si me satisfaces tampoco te dejo; eres demasiado bonita.

Cuando Eva le empujó para ponerse encima, no se resistió.

—Tendré que arriesgarme —susurró moviendo sus caderas en una lenta cadencia torturadora.

Ni siquiera le sorprendió cuando, sin tocarlo, su miembro se deslizó con facilidad en su interior. Llevaban tanto tiempo practicando el arte de amarse, que conocían sus cuerpos a la perfección.

Todo en Daniel era perfecto. El calor de su cuerpo, el sabor de su piel, su olor, sus ojos, sus besos... y lo más perfecto de todo era sentir cómo la completaba cuando la penetraba.

Galopó suavemente sobre su regazo mientras los gemidos de su chico inundaban la habitación.

—Te deseo —murmuró golosa.

—Yo también —contestó su amante.

Se tuvo que agarrar a la cabecera cuando su cuerpo empezó a moverse sin su permiso, aumentando el ritmo de las penetraciones. Sentirle tan hondo la hizo chillar de placer mientras se retorcía cerca del éxtasis.

—Te quiero —confesó Daniel por primera vez desde que estaban juntos, llevándola al séptimo cielo del placer y el romanticismo.

Aunque cada vez que hacían el amor era mejor que la anterior, llegar al orgasmo mientras le oía decir que la quería era el mejor regalo que podía llegar a hacerla. Cuando sintió que la inundaba llegando él también al clímax, se dejó caer agotada sobre su pecho.

Los latidos de su corazón acelerado eran hipnóticos e inducían a quedarse allí dormida. A pesar de que su cerebro le advertía que no lo hiciese, antes de dejarse llevar por Morfeo hizo la pregunta de rigor.

—Sobre lo de antes... no te preocupes, son cosas que se dicen en el calor del momento. No lo tendré en cuenta.

—¿El qué? —preguntó haciéndose el despistado.

—Que me quieres.

Sentir su cálido abrazo la hizo sentirse vulnerable a pesar de la ola de deseo que la invadió cuando la tocó.

El secreto de DanielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora