Conociéndose

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«¿Quién soy? Puedo hacerte la misma pregunta...» respondió el espejo, a la defensiva

Matthew intentó calmar el ánimo de ambos, no quería que el desconocido se cerrara y no poder obtener ninguna respuesta. Así que se lo llevó aparte para evitar las miradas que ya comenzaban a recaer en ellos. Los dos muchachos se observaron en silencio, cada uno podía leer en el rostro del otro su propia estupefacción y su propia curiosidad. Todo era idéntico, los mismos ojos verdes, las mismas mejillas redondas, las mismas orejas un pocos hacia fuera...Tras haberse recobrado, Matthew continuó calmadamente la conversación

«Me llamo Matthew Swan...sí, como el cisne, es divertido, ¿no?»

Su broma cayó en saco roto, y su interlocutor le respondió en un tono aún de desconfianza

«Henry, Henry Mills. Soy oriundo de Storybrooke, en Maine»

«¿Eso dónde es? Yo jamás he salido de Boston»

«Es un pequeño y coqueto pueblo que se sitúa en...pero espera, no vamos a hablar de Geografía en esta situación...»

Lo incongruente de la escena saltaba a la vista para Matthew. ¡Estaba hablando de ciudades americanas, cuando estaba viviendo la situación más extraña de su vida!

«Tienes razón, vayamos a cosas serias: ¿me encuentras tan guapo hasta el punto de robarme mi cara? Felicita a tu cirujano, ¡lo ha logrado a la perfección!»

Matthew intentaba aligerar la atmosfera, a falta de poder relajarse él. Quería parecer despreocupado, cuando en realidad por dentro estaba que pegaba saltos de los nervios.

«Muy divertido, puedo devolverte el mismo cumplido. ¡Yo soy así desde siempre, eres tú sin duda el que me ha copiado!»

«En serio, ¿cuántas probabilidades hay de que dos personas sean tan idénticas?»

«¿Crees que somos tan idénticos?» Henry intentaba encontrar la más pequeña diferencia en el rostro de Matthew, sin gran éxito «Sí, mira ese hoyuelo. Es más profundo que el mío y tienes más pecas...»

«Para un poco, Henry. No niegues lo que tienes frente a las narices, somos iguales, es muy raro, y ahora, hay que comprender por qué...»

«Sin duda tienes razón...»

«¡A la mesa, chicos! Y...buen provecho!» gritó una voz desde la cabaña

Los chicos, obligados a tener que sentarse, hubieran querido seguir charlando, pero la presencia de numerosos vecinos los obligaba a dejar la charla para más tarde. Ya estaban llamando suficientemente la atención. La mayoría de los otros chicos pensaban que, sin duda, eran dos hermanos que pasaban sus vacaciones juntos y no les prestaron mayor atención. Pero sus compañeros de cabaña comenzaron a preguntarles con mucha curiosidad. Fue Leo, siempre tan parlanchín, quien comenzó primero. Presa de la excitación, se pasaba el tiempo subiéndose las gafas en su nariz, y su voz se hacía cada vez más fuerte.

«¡Bueno, entonces, chicos, lo encuentro bastante loco! ¿Estáis seguros de que no os conocéis? No, porque bueno, no es posible que dos personas que no se conozcan se parezcan tanto. He leído en una revista que los seres humanos tenemos al menos 30.000 genes. Vosotros los tenéis todos iguales, es imposible y...»

«Sí, gracias Leo, pero por favor...¡no estamos solos en la mesa, eh!»

Leo se puso rojo de la vergüenza y se excusó por haber compartido con toda la mesa su excitación sobre los dos muchachos. Harry, el compañero de Matthew, habló, en voz baja

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