La noche más larga

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-Tauriel, ¡no creo que sea buena idea! -los ojos desencajados; los labios transformados en muecas y las manos temblorosas. Legolas estaba al borde de la demencia.

-¡Tampoco yo! -exclamó apoyada en sus codos, las rodillas dobladas y sus piernas abiertas- ¡pero no tenemos opción! ¡¡Date prisa!! ¡¡Se nos acaba el tiempo!! ¡¡¡Aayy!!! -volvió a gritar, echando su cabeza hacia atrás y apretando el colchón.

Sin perder un segundo más, Legolas despojó a Tauriel de su ropa interior y se encontró con su feminidad dilatada, chorreando sangre y un líquido transparente medio viscoso.

-¡¿Ahora qué?! -la miró, buscando una guía a la locura que estaban haciendo.

-T-tus dedos -jadeó- ¡ah! Abre... abre más la entrada... a-ayúdalos a salir.

Legolas posó sus firmes manos en la entrada de la elfa y la ensanchó. Ahora podía ver unos cabellos pelinegros asomando de a poco y su corazón dio un vuelco. Jamás en su vida imaginó que estaría trayendo al mundo a sus hijos. Esto estaba fuera de sus cabales.

Tauriel tomó aire, ahora venía su parte. Hace mucho tiempo estuvo presente en varios alumbramientos en los que Reindel había hecho de partera, aprendió varias cosas útiles, tan solo con observar. No podía creer que ella era ahora la protagonista de unos de los sucesos más increíbles del mundo.

Empezó a pujar con todas sus fuerzas.

Coraje. Eso era lo que empezaba a crecer dentro, en lo más recóndito de su ser.

-¡Mmhh! ¡Arrgh! -gruñía.

-Puja, puja, puja, amor -decía Legolas con la voz quebrantada, infundiéndole valor- veo su cabecita. Tú puedes.

La elfa no se detenía, hacía más presión y empezaba a sentir como una pequeña bolita salía de ella. Así, una cabeza con cabellitos negro azabache asomó al mundo, orgullosa, descubriendo su hogar y a sus padres; el cuerpo salió completamente y su llanto llenó la habitación.

-¡Ja, ja! -exclamó el elfo con incredulidad, sosteniendo el cuerpecito de su pequeño, era un elfito- ¡es un elfo! ¡nuestro bebé está aquí! -elevó al recién nacido por encima de las piernas de Tauriel para que ella lo viera.

Tauriel lo contempló, como quien contempla la vida por primera vez. Su mandíbula temblaba, igual que su entero ser. Ahí estaba, llorando; y le pareció que su llanto era la mejor melodía que jamás había oído. Su príncipe, su pequeño niño.

Legolas tomó una de las blancas sábanas sobre su cama y se apresuró en envolver al bebito, colocándolo cerca de Tauriel, pues aún pendía del cordón umbilical.

-Espera un poco, mi pequeño -le rogó a la bolita envuelta en la manta- mamá y yo vamos a sacar a tu hermanito.

Los ojos verdes del elfling se clavaron por un instante en los de su padre, como si entendiera lo que este le quería decir. Legolas se sintió hechizado por esas orbes verde esmeralda, eran igual que las de su madre... ¿podría ser más perfecto?

-Ya no puedo -gimió Tauriel de dolor, haciendo volver a su esposo a la realidad. Su vista se nublaba y no alcanzaba a escuchar las palabras de Legolas, ni el llanto de su hijo.

-Claro que puedes, aquí me tienes -dijo preparándose para recibir al siguiente elfito. Pero para Tauriel, la voz de Legolas se convertía en apenas un susurro-. Vamos amor, no te rindas; te lo ruego -aquella voz se oía de lejos, lejana y lenta. Su espíritu la abandonaba, se estaba yendo.

La cama estaba llena de sangre, la pelirroja se estaba desangrando alarmantemente y todavía debía hacer un gran esfuerzo por dar a luz al pequeño que seguía dentro de ella. Sus ojos se cerraron y de pronto, estaba sumergida en la oscuridad.

Tauriel, Hija del BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora