Prefacio

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En algún lugar del Basurero

Se encontraban en aquel barrio olvidado, como los desperdicios que los hacían creer que eran. Las jornadas de trabajo se extendían varias horas y los dejaban extenuados, con pocas ganas de hacer nada fuera de bañarse, comer e irse a dormir.

Así era el Basurero, la localidad más poblada de Palas. La habitaban hombres exclusivamente, de todo tamaño y color. La mayoría de ellos eran divorciados, que no cumplieron con las expectativas de sus esposas o que tuvieron un comportamiento reprochable, como una infidelidad o violencia doméstica. También, había viudos, descartados por herederas que no querían hacerse cargo de ellos; hombres con discapacidades; y otros que no habían sobrellevado bien las cirugías estéticas a las que se los sometía cuando no alcanzaban ciertos estándares de belleza. Por último, habitaban allí los que se habían ganado el pase directo al descarte por no sentir atracción hacia ninguna mujer, sino más bien hacia otros hombres. 

Eran pocos los que no estaban en condiciones de tener una segunda oportunidad con otra mujer. No obstante, el gobierno actual no pensaba así, por lo que esa alternativa estaba descartada por el momento. Tampoco era que se hicieran mucho problema. En el Basurero, con todas sus carencias, gozaban de más libertad de la que hubieran soñado jamás. Aunque eso no lo sabían ellas, ni tampoco les importaba.

Las únicas mujeres que pisaban sus calles eran las de PoliFem, la policía femenina. Se encargaban de patrullar las calles de vez en cuando, para que ninguno se pasara de listo.

Héctor era un tipo trabajador. Abandonado por un modelo "más nuevo", luego de cinco felices años de matrimonio, era uno de los peones de una fábrica de calzado infantil. Cumplía sus horarios y ponía todo el amor del mundo a lo que hacía. Su sueño había sido ser padre, pero nunca lo logró, por lo que entregaba ese amor a aquellos niños desconocidos que usarían sus productos.

Era un hombre de estatura media, no superaba el metro ochenta, y su complexión era fornida. Su cabello pelirrojo era un faro para cualquiera que mirara en su dirección, por más que lo llevara corto.

Un día, se dirigía al comedor comunitario para la hora del almuerzo. Como el clima lo ameritaba, decidió dar un rodeo para tomar aire fresco y mimar a sus pulmones, cansados del aire viciado de la fábrica.

Como era el único loco que prefería el oxigeno antes que el almuerzo, no tenía a nadie a la vista, ni siquiera un perro solitario. Sin embargo, tenía la sensación de que lo estaban siguiendo. Nervioso, apretó el paso para llegar a destino. Al pasar por un callejón, sintió un fuerte golpe en la cabeza y la luz se apagó para él. 

Para cuando todos volvieron del almuerzo, ya no quedaba ningún rastro del pelirrojo en las calles.

Esa misma semana, con tres días de diferencia, Trevor concluía la jornada en la construcción de un edificio, que sería destinado a dormitorios para los recién llegados

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Esa misma semana, con tres días de diferencia, Trevor concluía la jornada en la construcción de un edificio, que sería destinado a dormitorios para los recién llegados.

De físico imponente, espalda ancha y puro músculo. ¿Quién se metería con semejante ropero andante?

Era por eso que le habían asignado el último turno, en el que era el encargado de cerrar todo y comprobar que no quedara nadie en el lugar. Por lo tanto, salía siempre alrededor de las ocho, cuando ya era noche cerrada en aquella época.

Contrabando De Gigolós (#HES 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora