Un viaje a Mallorca

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Corría el año 1980 a la increíble velocidad de un segundo cada segundo, y era verano. Mis hermanos, mi madre y yo estábamos sentados en el comedor, unos en el sofá, otros en los dos sillones a juego. Hacía pocos minutos que Javier, el mediano, había vuelto de su viaje de fin de curso, un clásico entre los clásicos, el viaje a Mallorca.  

En la maleta, aparte de la ropa para lavar, traía camisetas de turista para todos, figuritas de madera de olivo, un curioso silbato de barro cocido con forma de demonio llamado siurell, y unos pendientes para mi madre, con una bonita perla en forma de lágrima, en fin, lo típico.   

Su viaje había sido el típico viaje de fin de curso a Mallorca para un adolescente de catorce años. El viaje en barco, en los asientos del puente de popa (en el camarote solo dejaron las maletas), la estancia en un sencillo hotel de la playa del Arenal, la visita a Manacor (comprando perlas para turistas), las cuevas del Drach, el Museo Arqueológico..., y los más que típicos recorridos nocturnos a todas las disco-pubs a lo largo de los kilómetros del Arenal, asediados por los tipos que se encargaban de publicitar su local, regalando las entradas (ya cobraban luego la consumición) a los que les daba igual la evidencia de la edad en los granos, en la expresión de alucine y en la cara de niño de muchos del grupo. Sí, sé que estoy desvelando un gran secreto a muchas madres ingenuas, pero qué quereis, a los catorce quizás no tenemos muchos pelos en los bajos, pero ya no somos unos críos.  

Nuestro hermanito nos lo explicaba su historia con toda la ilusión del mundo, había sido su primer viaje de varios días fuera de casa, y cada una de las cosas que había vivido nos las quería transmitir fielmente. Entonces los pipiolos de catorce no llevaban cámara de video, no existían los smartphones y los móviles eran zapatófonos de lujo que pesaban casi un kilo, asi que la única manera de comunicarnos lo que había sido su viaje era la palabra. Sí, había hecho como quinientas fotos, pero en ese lejano tiempo había que llevar el carrete a revelar y volver a los dos días, él no podía esperar tanto.  

Claro que..., había un pequeño problema..., y es que el chico siempre había sido un detallista, y consideraba que decir "una rosa roja" era insulso e inexacto, por lo que él te explicaba algo así como "Esta mañana en el jardín del colegio, a la hora del patio, he visto un tallo verde de unos 3 palmos (de mis palmos, eh?) con 14 espinas, 6 orientadas al norte, 7 al sur, una al este, con 13 pétalos de color rojo, los 4 más internos mojados con varias gotas de rocío (lo siento, no las he contado) y desprendiendo un intenso olor a rosa, a mojado, a limpio, a cariño. Ah, sí, había una abeja revoloteando por allí cerca, pero no se posó en la flor".  

Con esa explicación entendereis lo que se nos venía encima, un relato preciso y nada conciso de un viaje de 5 días, con sus 24 horas de 60 minutos cada una. Solo nos salvaba de la muerte por palabras el que el muy marmota dormía unas 10 horas (14 si no escuchaba el despertador, y casi nunca lo escuchaba), pero el resto eran más de 50 horas, y su velocidad de explicación era de 5 minutos por cada minuto vivido, asi que nos pusimos cómodos en los sillones y el sofá.  

El caso es que, horas más tarde, con el sofá y los sillones escondiendo nuestros bostezos, aún estábamos en el desayuno del primer día en el hotel. Os podeis imaginar, su primer desayuno de buffet libre!   

Aquí debo hacer un inciso (será breve, como mucho cinco frases) y es que en la familia somos de muy buen comer (los amigos de mis padres les decían, "a tus hijos si quieres les compro unos pantalones, pero no me los traigas a comer"), y todos conservamos en nuestro tablero records que personas sin ningún criterio suelen considerar exagerados, el mayor y más conocido es el de comernos cada uno de nosotros 22 canelones (mi madre, la pobre, vaya sacrificio).  

Asi que por ese motivo nos estaba describiendo con todo detalle (aparte de la disposición de las mesas en la sala de desayunos del hotel) un fantástico buffet libre con huevos (pasados por agua, hervidos, fritos), salsichas (del país, frankfurt, bratswurt), chistorra, bacon, embutidos (os ahorro la enumeración exhaustiva, fueron 5 minutos de reloj), varios tipos de pan crujiente, zumo de naranja recién exprimido, para seguir con donuts, cruasanes de mantequilla, shneckens con muchas pasas, colacaos y café con leche. Si el chico no sabía aún lo que era el sexo, en ese buffet creo que se aproximó bastante a un orgasmo de los sentidos.  

En ese momento de la mayor historia jamás contada va mi hermano pequeño y pone su mano en el brazo del mediano para llamarle la antención.  

- Javier..., Javier..., un momento..., que quiero preguntarte algo - le dice con semblante serio.  

- Dime..., dime - le responde el mediano, con cierta sorpresa e ilusión por haber creado expectación con su historia del viaje de fin de curso.  

- Es que..., bueno..., no me ha quedado claro, - titubea el pequeño con ojos brillantes, emocionados - en tu café con leche..., la cucharilla..., la tenías a la izquierda o a la derecha?  

Gracias a eso, después de reirnos todos hasta llorar, pudimos levantarnos del sofá y los sillones, y fue una suerte, porque ya era la hora de comer, y eso en casa es un acontecimiento casi sagrado a la vez que un gran placer.

Retales (but no re-tales)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora