En un país casi sin industria ni agricultura no parece arriesgado decir que, o curras en un bar, sirviendo cafés, o trabajas en una oficina, moviendo papeles. Bueno, si no estás en el paro, sino también moverás papeles, y te servirás, en lugar de cafés, alguna tila.
Así pues la mayoría de los que me lean tendrán su propia imagen de lo que es una oficina: mesas de color madera hechas de vaya-usted-a-saber, sillas de tortura presuntamente ergonómicas, una máquina multiusos (fotocopiar caras es uno de ellos), algunas plantas de plástico verde (la tierra por el suelo queda mal) y una máquina de donde sale algo que se ha dado en llamar café de oficina a falta de un término que no sea malsonante.
Casi todas las oficinas son espacios funcionales, y suelen llamarse inteligentes. Tanto como para asarte en primavera porque no toca encender el aire acondicionado hasta julio o pelarte de frío cuando el calendario dice que todavía hace buen tiempo para encender la puñetera calefacción.
La mayoría tienen grandes ventanales que ofrecen los beneficios de la luz solar y deslumbran tanto que debes ponerte de lado para intentar ver algo en tu pantalla porque el listo que organizó las mesas visitó el despacho de noche o era ciego.
Lo anterior es de lo más normal, te choca la primera vez que lo vives pero luego, cuando lo comentas con los amigos o la familia, ves que se ríen y te dicen "¿en tu oficina también?", y despiertas a la realidad de la matrix y ves que las idioteces supinas son comunes como la sal. Que ya que estamos me vais a permitir aproveche la frase y me pregunte ¿por qué narices se les llama idioteces supinas, es que la posición prona no permite al cerebro soltar idioteces?
En mi caso, sin embargo, mi primera experiencia laboral en una oficina fue..., ¿cómo podría decirlo? algo especial, y me dejó una marca imborrable.
Llegabas a la puerta de la calle y te entraba la sensación de entrar en un santuario, al pasar por una pequeña puerta que se abría en unas inmensas puertas de madera maciza que debían pesar tres toneladas.
Caminabas unos pasos, subías un par de inmensos escalones, y te enfrentabas con la primera prueba de los círculos del infierno: el ascensor.
Quizás pensareis que soy un gallina, pero a ver con que agallas os meteríais vosotros en un ascensor de plaza y media, con banco de madera, puertas plegables de madera, paredes de madera y suelo de madera. Nunca me atreví a mirar hacia arriba pero me temo que las poleas también eran de madera, y mientras esa infernal máquina subía hasta el tercer piso yo daba gracias a las enseñanzas salesianas, rezando todo lo que sabía. Mi mayor terror era que las puertas, algo desajustadas, se abriesen a medio camino, ya que eso bloqueaba el lento viaje.
¿Subir andando, decís? ¿Subir andando hasta un tercer piso que en realidad era un quinto al haber entresuelo y principal, con escaleras estrechas mal iluminadas, cuando fumaba casi dos paquetes al día? De algo hay que morirse, si no era el tabaco que fuese el ascensor.
Después de ese viaje llegabas a la oficina, y le llamo oficina porque para eso lo usamos, pero en realidad era un piso de hace un par de siglos (había escrito siglo pasado, pero lo he tenido que cambiar, ¡cómo pasa el tiempo!), así que lo que en una oficina se llaman despachos aqui era más divertido, el salón era el despacho de los administrativos, el comedor era el de los informáticos, las dos habitaciones pequeñas servían de archivadores y la habitación de matrimonio..., bueno, eso daría para otra historia y todavía estamos en horario infantil.
Una cosa buena sí tenía esa oficina, cuando en otras aún no estaba permitido ni había espacio para ello, ésta tenía una cocina "de las de antes", con muchos armarios para almacenar, entre otras cosas, el indispensable alimento del oficinista (el café). En esa cocina nosotros desayunábamos cada día unos suculentos bocatas de pan crujiente untado con tomate y aliñado con aceite y sal, en el que depositábamos finas lonchas de un jamón recién cortado, manjar que acompañábamos con un vaso de tempranillo (o dos) y finiquitábamos con un café y un cigarrillo (sí, chavales, hablo del siglo pasado, cuando aún se podía fumar en el trabajo). En esa oficina, además, tomábamos café con olor y sabor a café de verdad, y los cortados los hacíamos con leche condensada.
Pero no todo podía ser positivo, así que nuestra oficina tenía algunas cosas peculiares, que comentábamos entre nosotros haciendo las típicas bromas tontas y sin gracia con las que sin embargo todos reíamos.
Una de esas cosas era el colmo del pijerío y el más que seguro trauma psicológico del pobre hombre que vivió allí. Imaginaos un cuarto de baño..., ¡¡¡con moqueta!!! El material, rojo como la sangre, no se bien si era de terciopelo o de simple raso o de cualesquiera de esos nombres que yo, en mi condición de hombre, ni conozco ni nunca podré llegar a diferenciar. No puedo imaginarme el miedo del pobre tipo al ir al cuarto de baño, aunque supongo que finalmente se decidió por hacerlo sentado, e incluso entonces, tuvo que usar un poco de papel higiénico para secarse esa maldita gota y no enfurecer a su señora.
La otra peculiaridad de la oficina..., bueno..., ésta todavía me produce escalofríos ahora que la rememoro y estoy seguro que no es a causa del ventilador que tengo encendido para pasar el calor primaveral.
En esa oficina..., en ese cuarto de baño enmoquetado..., había una bañera de esas grandes, pero grandes grandes, no las muestras de minimalismo que ahora ponen en los pisos que parece debas ser un yogui y en las que ni te planteas darte un largo y sensual baño con tu pareja por miedo a quedaros encajados sin poder salir.
Desembarcamos en esa oficina llevando sillas y mesas desmontadas, archivadores y cajas de cartón..., y cuando entramos al baño después de montar las mesas y sacar el polvo a las habitaciones, pensando en lavarnos las negras manos..., el primero que entró llamó a su compañero más cercano, éste a su amigo, el otro a dos más, y nos reunimos como doce en el cuarto de baño (sí, era un cuarto de baño inmenso) todos mirando la bañera... llena de un líquido pardusco, entre rojo y marrón, en algunas partes más rojo que marrón, en otras con tonos casi negros y un aspecto denso, no de agua sino de algo..., que casi parecía vivo..., que casi parecía moverse.
Estuvimos dos años en esa oficina. Nadie, ni nosotros, ni nuestro jefe, ni la casera, nadie se atrevió nunca a pedir que desatascaran la bañera. Nosotros entrábamos a usar el lavabo pasando el tiempo imprescindible y si nos quedábamos tarde a trabajar solíamos ir al bar que teníamos debajo, ya que la bombilla del cuarto de baño daba poca luz y entonces el líquido de la bañera parecía intentar acercarse a nosotros.
Recuerdo una vez, cuando todavía no teníamos miedo sino ignorancia, ese día llovía a cántaros, y un compañero, al llegar, colgó su impermeable, chorreante, de una percha que había encima de la bañera. El caso es que, al irse por la tarde, el impermeable había desaparecido. Hicimos la broma de que estaba en el mismo sitio que los paraguas que desaparecen, pero el líquido de la bañera tenía un color diferente, y ese día comenzó nuestra particular historia de terror en la oficina.
Unos años más tarde, investigando viejos periódicos de hace dos siglos para una de mis novelas de terror, di con la noticia y todo quedó claro para mi: El marido de la condesa de Montiel había desaparecido de su domicilio y nunca se volvió a saber de él. La condesa se trasladó a su torre en la zona alta de la ciudad, pusieron el piso en venta y, como no se vendía, acabaron poniéndolo en alquiler. La dirección y piso coincidian con las de mi primera oficina.
Así que, en mi primer trabajo, me pasé dos años meando al lado de un conde, bueno, al lado de lo que podría llamarse un conde líquido, es decir, liquidado. En las charlas en la cocina siempre dijimos que quien tuviese huevos que metiese la mano en la bañera, pero creo que todos sabíamos, sin saber, que la bañera era peligrosa.
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Retales (but no re-tales)
Short StoryConjunto disjunto, asonante y difuso, de relatos y otros datos, micro-relatos, nano-poemas, y cualquier cosa que se me ocurra