• Capítulo XLIII •

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  Eran las once y media de la mañana. La Avenida Kennedy estaba vacía, extrañamente para ser sábado. Un cielo despejado y un sol asomándose por encima de las nubes daban indicios de que iba a ser un cálido día.
  La fuente se encontraba justo en medio de la plaza, era un altar redondo de cemento, algo deteriorado por el paso del tiempo y sin agua, rodeado de árboles frondosos y gigantes. Era muy difícil que la luz del sol perfore las ramas de los árboles e ilumine el lugar. Era el lugar indicado para el vandalismo, y los jóvenes que desperdiciaban los minutos de sus valiosas vida en las drogas y porquerías.
  Germán estaba escondido a veinte metros de la fuente, detrás de unos árboles y unas rocas envueltas en una enredadera. No era un tipo de total confianza de Don Carlos aunque ya lleve trabajando con él hace unos dos años. Su abuelo, el Detective Eduardo Kalinsky le encomendó esa misión. Tenerlo al tanto de todos sus movimientos, ser sus ojos dentro de la organización hasta el momento propicio de dar el golpe y arruinarle la fiesta al grupo narco.
  Ya había dado las novedades de la situación y esperaba instrucciones. Sólo restaba esperar.
  Por otro lado, el Detective Kalinsky y la Detective Nievas habían recibido el último parte de novedades de Germán  y se dirigieron a la comisaría para poder encontrarse con el Oficial a cargo, Cardozo y dar una mano con la situación.
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  Don Carlos presentía que algo andaba mal. Preocupado llamó a Gabriel.
  - ¿Que pasó, Jefe? Gabriel estaba en la habitación donde se encontraba Rodrigo y el otro muchacho maniatados ambos con sogas, en estado deplorable.
  - ¡Ven!
  - Sí Don Carlos. ¿Que puedo hacer por usted? Exclamaba Gabriel mientras se limpiaba las manos llena de polvo con una remera blanca.
  - ¿Viste que me preguntaste una vez si confiaba en este pibe, Germán?
  -  Sí. El primo de aquel falluto que supo tener tu confianza y un día nadó por el río en una bolsa de consorcio.
  - ¡Sí, bueno. No confío en el! Tengo un mal presentimiento y vos sabes que pasa cuando siento estas cosas.
  - ¡Te dije que no confíes en el! ¿Cuando me equivoqué yo? ¡Nunca!
  - Lo cierto, es que necesito el dinero para poder partir. Don Carlos sudaba como testigo falso.
  - ¿Que vamos a hacer? Gabriel desconcertado.
- El rescate debe cobrarse y un niño debe entregarse. Don Carlos guiñandole el ojo.
  - ¡Entiendo! Pero sería una jugada muy arriesgada con poco que ganar y mucho que perder.
  - ¡Las cartas están echadas, mi fiel mano derecha! Mientras Gabriel escuchaba atentamente, Don Carlos disponía a dar su última orden:
  - Gabriel, te llevarás a Pulgoso, realizarás la entrega y cobrarás el dinero. Nos encontraremos en la estación de servicio de la salida del pueblo a las una de la tarde. Yo me llevaré al hijo de Menéz en el auto. Cuando pase un tiempo pediré otro rescate por él.
  - ¡Entonces esta es la despedida, Socio! Gabriel se había puesto sentimental.
  - Sí. Pero no es la última vez que nos volveremos a ver, y a hacer de las nuestras.
- ¡Adiós Don Carlos!
- ¡Adiós Gabriel!
  Se fundieron en un abrazo. Don Carlos le dió una palmada en el hombro a Gabriel y se dirigieron al cuarto donde estaban Rodrigo y el otro niño.
  Empezaba la función.

La Danza de la Mariposa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora