Monsters

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Sobre la chimenea encendida, a la luz de las llamas danzantes en la oscuridad, unas viejas maderas aprisionaban una fotografía. Un hilo semitransparente decoraba una de las esquinas, dándole un aspecto solitario. Ninguno de los niños se había atrevido a preguntar quien era el muchacho al lado de su padre. Sentían que sería un delito hacerlo, pues conocían la mirada que su progenitor hacía cada que lo veía. Era como si la sonrisa de su viejo yo se hubiese esfumado para siempre al lado de aquel hombre con rasgos similares a los de él.

Sin embargo, y lejos de quitarse aquella curiosidad, Tiberius Foritt había convertido la acción de mirar el retrato en una rutina. Cada mañana, antes de salir a jugar, esperaba tranquilamente que su padre se retirara de su oficina para observarla. Aquel niño al lado de su padre era muy parecido a él, salvo por el largo de su cabello. Era como verse a un espejo al lado del retrato de su padre a edades tempranas.

Como casi todas las mañanas, su hermana mayor lo encontró. Se había asomado a la oficina con cierta cautela. A comparación de Tiberius, Aglaia no sentía aquel interés por romper las normas establecidas en el hogar. Su madre impuso que no entraran a la oficina de su padre sin permiso y aquello había sido suficiente para que ella obedeciera por el resto de su vida.

- Tiberius – llamó ella hablando pausadamente sin atreverse a poner un pie dentro – Conoces las reglas.

Tiberius no se molestó en voltear. Reconocía la voz de su aburrida hermana, y aunque intentase explicarle sus razones, sabía que ella jamás lo escucharía.

Aglaia botó un suspiro. Giró sobre su propio eje y movió sus limpios zapatos de charol hacia el salón principal donde se hallaba su madre. Por muy recta que fuese, Aglaia nunca traicionaría a sus hermanos. Era una niña después de todo y hacia travesuras, aunque no en demasía, al lado de Tiberius.

- Aglaia, querida – llamó su madre.

Los ojos verdosos e intensos de la mujer se posaron en los que su hija. Ambas tenían el mismo color y la misma profundidad. Aglaia no solo había heredado la belleza de su madre, si no también su inteligencia y su amor por la lectura. Adoraba sentarse a su lado para escucharla hablarle sobre mundos mágicos y lo importante que era saber todo eso para su educación y su futuro.

- Pronto serás una señorita y afrontarás mucho por delante – dijo Ariadna agachándose para quedar a la altura de su hija.

Su postura recta digna de una mujer de alta sociedad contrastaba a la perfección con su mirada tierna y apacible. Ella era todo lo que en una madre se podía desear y los niños lo sabían. Sin embargo, no solo era la comprensión lo que reinaba en la mente virtuosa de Ariadna. Había algo más, un futuro por el que ella estaba luchando, pues cada que veía a sus hijos, observaba un nuevo camino en su familia. Uno sin ataduras.

- ¿Él vendrá hoy, verdad? – susurró Aglaia con voz decaída- Hablo del tío Dextra.

Ariadna se levantó lentamente sin perder la vista de su hija. Sabía lo que su hija sentía frente a su propio hermano.

- Sí – afirmó moviendo la cabeza de arriba hacia abajo. Una sonrisa se formó en sus labios y acarició la mejilla de la niña.- Pero no tienes de qué preocuparte, no se quedará mucho tiempo. No creo que tu padre deje que se quede.

Ante el comentario, Aglaia sonrió suavemente. Sus ojos pasearon por la habitación y se encaminó hacia uno de los muebles cubiertos de un forrado dorado. Tomó uno de los libros cerca de la mesa de noche e inició su travesía.

Ariadna la observó con orgullo. Era hora de lidiar con su otro 'tormento'.

Observó el reloj solo para darse cuenta que faltaban 15 minutos para la llegada de su esposo. Sus pasos cambiaron de dirección desde la escalera hacia la cocina. Había tiempo para ver a su última hija después.

Dílseacht ForittDonde viven las historias. Descúbrelo ahora