(10) Los Barrow

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Quiero creer que ha terminado lo peor.

Han pasado varios días y mi padre sigue sin obligarme a asistir a esos eventos extraños propios de la corte. No más almuerzos, desayunos o cenas ensayadas en los que me la tengo que pasar rodeada de gente estúpida.

Se siente como ser libre.

Entreno todas las horas que puedo y paro solamente a comer –o tomar-. La única forma de hacer pasar más rápido mis días en Summerton es manteniéndome ocupada. No sólo entrenando, sino intentando grabar en mi memoria todas las imperfecciones en la cara de Cal. Él me acompaña en los entrenamientos y comidas como si fuéramos efectivamente el futuro rey y reina. Hemos asistido a las tropas que están en campos cercanos varias veces. Esos son los momentos en los que realmente me siento como yo misma. Me abandona sólo para satisfacer las necesidades huecas de Evangeline cuando tiene deseos de ser mimada, pero la evita cada que puede.

Creo que estoy acostumbrándome –demasiado- a tener al principito heredero a mi disposición 24/7 y que cuando este tiempo se acabe, ellos retornen a Arcón y yo con mis tropas a Delphie, voy a sentirme miserable.

No lo puedo evitar. La presencia de Cal es tan embriagante que difícilmente pueda decirle que no.

.

En la sesión de entrenamiento de la tarde he sido tan indulgente con Cal como he podido, pero igualmente el príncipe no se va de la sala sin un hematoma como mínimo.

Lo acompaño hasta su habitación e intento no entrar pero él me hace un gesto con la mano. Quiero entrar, un tirón en mi cabeza me dice que no debería. Lo acompaño de todos modos, nunca he sido lo que se dice "racional" y mucho menos en lo que respecta a Cal.

Lo veo retirar pedazos de su armadura hasta que su pecho queda al aire. Se me seca la boca. Trago aire como si estuviera metida hasta la cabeza en una pileta de agua espesa y mi única forma de salir es nadando hacia arriba. Desvío la mirada hacia otras partes de la habitación, la recorro con los pies perezosos porque he estado aquí antes y los recuerdos no se me quitan fácilmente.

- ¿Me das una mano?

Giro ante el llamado de su voz y doy a parar con su espalda tensionada. Tiene una hombrera atascada que no puede desabrochar. Está siendo flojo, lo he visto ponerse y quitarse esta misma armadura en un santiamén. Me lo hace a propósito.

- Vaya que eres mimado.

Me acerco con las manos listas y tardo más de lo que debería en quitarle el abroche a la hombrera mientras disfruto de vez en vez de el tacto suave de la piel de su omóplato.

Le arrojo el pedazo de armadura en el regazo y me alejo.

- Esta... esta situación es bastante incómoda Calcito.

- ¿Por qué? – tiene el descaro de preguntar.

Rodo los ojos y él me ve por el espejo. Se levanta en tanto sigue luchando contra la armadura para quitársela. Yo lo observo como si fuera la primera vez que tengo una buena vista de su cuerpo esculpido, ahora que está cerca de la veintena ya es más anguloso y pronunciado. Como el de un hombre formado.

La situación lo amerita, asique le soy totalmente sincera;

- Porque quiero saltarte al cuello y arrancarte la armadura con los dientes, por eso. Pero prometí que no iba a hacerlo, asique me parece muy malo de tu parte tentarme.

Se ríe con esa sonrisita chueca y se señala el cardenal del pecho con una mano.

- Eres la responsable de esto.

Corona de Fuego - Una historia de Reina RojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora