Cuando Jun divisó las murallas de la ciudad, las sombras ya habían comenzado a tenderse sobre el bosque. Le había tomado tres semanas y todo su dinero llegar a Lelea luego de haber sido abandonada por su antiguo grupo. Cruzó el arco de entrada con paso inestable. Las piernas le fallaban después de una caminata de día y medio.
La ciudad de Lelea no se parecía a ninguna otra que Jun hubiera visto. No era usual encontrar calles anchas, empedradas y limpias por aquella región. Probablemente el cuartel general de algún noble importante tuviera su base allí, aventuró. Eso explicaría también el número exorbitante de gente que circulaba incluso a aquella hora.
La mayoría llevaba vestidos de buena calidad, y reían y comían mientras paseaban por entre los puestos del mercado. A Jun se le llenó la boca de saliva ante la visión de la comida callejera. Hacía más días de los que podía contar que no probaba otra cosa aparte de bayas y raíces. En el último pueblo en el que estuvo había comprado un vaso de leche con sus últimas monedas. La carne estaba indiscutiblemente fuera de sus medios.
Jun sacudió la cabeza furiosamente. Ya tendría tiempo para comida luego.
Lelea había resultado una ciudad floreciente y eso era precisamente lo que ella estaba buscando. Pero primero tenía que llegar a la botica más cercana.
Había un único boticario en toda la ciudad, así que no le fue difícil dar con él. Jun se detuvo frente a la puerta sobre la que colgaba un cartel con un dragón dorado grabado en la madera. Aunque los ritos sociales de cortesía no eran su punto fuerte, hablar con el boticario era su mejor opción si quería encontrar trabajo. Y, con suerte, tal vez se convertiría en una clienta regular. Mejor procurar que su primera impresión fuera buena.
Así que Jun hizo lo posible por alisarse el pelo y se frotó la cara con el extremo de la manga. Se reacomodó el asa de su bolsa y se abrió paso bajo el rostro inmutable del dragón.
El boticario se levantó de una silla detrás del mostrador al sonar la campanilla de la puerta. Era un hombre ancho y de color saludable que examinó a Jun de la cabeza a los pies mientras ostentaba la mejor de sus sonrisas.
Ella sabía lo que se reflejaba en sus ojos: una muchacha flaca, pequeña y harapienta. Su instinto la urgió a encogerse; sin embargo, hacer eso no le ayudaría a conseguir lo que había ido a buscar. Así que se irguió, le devolvió una sonrisa algo menos sincera y se acercó sin prisa al mostrador.
- Ah, mi última clienta del día. Adelante. Bienvenida al Dragón Dorado. Soy el apotecario, Signor Monti.
- Jun.
- ¿Qué puedo hacer por ti, Jun?
- Me preguntaba si estaría interesado en comprarme algo.
- Puede ser - Signor Monti sonó intrigado - ¿Qué traes? ¿Escamas? ¿Ojos? ¿Algún mineral puro?
Jun abrió su bolsa de viaje, metió su brazo adentro, apartando fuera de su camino un libro encuadernado en cuero rojo, y sacó un frasco pequeño envuelto en tela. El boticario destapó el frasco delicadamente revelando una sustancia de un verde intenso. Sus ojos brillaron con curiosidad y recelo.
Jun sentía las piernas cada vez menos.
Signor Monti recogió un poco del preparado con una diminuta espátula. Se lo llevó a la nariz. Comprobó su consistencia frotándolo entre los dedos. Finalmente, tapó el frasco con cuidado, aunque no se lo devolvió a Jun.
- ¿Cuánto pides?
- ¿Qué me ofrece? - Jun sabía que lo tenía en sus manos.
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La caída del bosque
FantasySobrevivir en Lelea se ha convertido en una tarea colosal. Hordas de forasteros abarrotan las calles de la ciudad, disputándose los escasos trabajos en oferta, mientras la misma fuerza misteriosa que los obligó a abandonar sus hogares se cierne amen...