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...Tres semanas después...

La puerta de mi habitación se abrió de golpe, despertándome. Al final Alex y yo habíamos acordado, después de una estúpida discusión, que él dormiría en el sofá-cama y yo en mi cama. Alguien saltó sobre mi cama, sobre mí, porque la cama estaba hecha para una sola persona, y lancé un quejido.

—Arriba, dormilona— dijo Sam alegremente—. Hoy es el gran día— se quedó tendido boca abajo, en mi espalda— ¿Vas a levantarte?

—Posiblemente no. Estás sobre mi espalda— dije adormilada y con voz ronca, sin abrir los ojos o moverme—. Y creo que no voy a poder levantarme.

—Ah, ¿eso crees?— dijo con una sonrisa en su voz, acomodándose sobre mí.

¿Qué come este hombre? ¿Plomo?

—Sí. Y también creo que me rompiste algo, me estas aplastando.

—Lo siento— dijo y se deslizó lejos—. Vamos, arriba. Nos esperan, tenemos que apurarnos. Alex ya está vestido...— la última palabra parecía amortiguada, como si Sam estuviera hablando a través de alguna almohada o algo así. Sentí como el peso del sueño se asentaba en mí.


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—¡Emilie!— el grito de Alex me sobresaltó y abrí los ojos alarmada—. Ya nos tenemos que ir. Levántate.

Me levanté sin ganas y quedé sentada en la cama. Llevé mis agotadas manos a mi cara para refregármela.

—¿Te he dicho que te ves increíble recién levantada?— dijo un poco divertido.

—¿Les dices eso a todas las chicas o yo soy especial porque puedo matarte sin que nadie lo note?— bromee.

Lo miré. Él sí se veía increíble, como un modelo de ropa interior pero vestido. Llevaba una camiseta negra de manga larga arremangada casi hasta los codos, un jean azul oscuro y botas negras. Su cabello era castaño claro, tirando a rubio. El cabello corto sobre las orejas estaba un poco desordenado, sus ojos eran una mezcla de verde pasto y marrón. Estaba apoyado en el marco de la puerta con ambas manos agarrando la parte superior de éste. Uno se sorprendería a saber cuantos chicos guapos he conocido en mis cortos veinte años. No sé si es que este país colecciona a todos los guapos o los malos son todos guapos. Como sea, estaba agradecida con la vida.

Tenía la sensación de que olvidaba algo importante...

—Ahora me levanto, ¿qué hora es?

—Siete de la mañana.

Las siete de...

Abrí los ojos como platos. ¡Los juegos!

—¡Las siete de la mañana!— exclamé sorprendida— ¿Por qué no me despertaron antes?— me levanté de la cama como si la peste negra se escondiera bajo las sábanas y busqué ropa para ponerme. Recordé que la tenía en en la silla que siempre tenía en la esquina de la habitación— Papá me va a matar— dije para nadie en particular.

—Sam llegó a las seis, se tiró sobre ti y seguiste durmiendo. A mí no me culpes

Agarré la ropa sobre la silla y la coloqué sobre la cama destendida. Lo miré.

—Tenemos que estar allá a las nueve y son las siete. Para llegar son tres horas de viaje. Me visto y salimos— esperé a que saliera.

El sólo me miró. Cuando iba a pedirle que se fuera habló.

—¿Sabías que roncas?— me preguntó casual.

—Yo no ronco.

—Sí lo haces— afirmó muy seguro.

Protección SchavelzonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora