XVI - La Alegría del Rey

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— ¡Es un niño!... ¡Es un niño! — Gritó una de las criadas, alborozada, saliendo del cuarto donde ocurriera el parto.

La noticia se difundió por el palacio como un incendio, llegando a los oídos de todo el mundo, llenando el aire de fiesta y esperanza.

El pequeño fue colocado al lado de la madre. Ella le dirigió una mirada cariñosa y le abrazó, trayéndole al calor de su cuerpo. No conseguía quitarle los ojos de encima, inmersa en felicidad.

— ¡Qué alegría has traído a nuestras vidas, hijo querido! ¡Cuidaré de ti para siempre! Tu padre se pondrá muy orgulloso al verte.

La novedad enseguida llegó a los oídos del rey, que corrió exultante para ver si lo que siempre soñara era, de hecho, verdad. Abrió la puerta, corriendo, y las parteras y todos los presentes se curvaron frente a su presencia. Extendiendo la mano, hizo que todos salieran y se acercó a su reina, mirando dulcemente a Phillip.

— Mi amor, nuestro hijo ha nacido y es saludable. Un niño como siempre soñaste. Me siento feliz por haberte dado un hijo hombre, querido mío, y por darle alegría a tu corazón. — Dijo la reina.

— Mi esposa querida, yo siempre supe que tú harías que mi reino fuese bendecido, desde la primera vez que te vi. Por eso te escogí para ser mi esposa.

— ¿Cómo le llamaremos, querido? Yo tengo un nombre en la cabeza repitiéndose todo el tiempo.

— ¿Cuál?

— ¡Phillip!

— ¡Qué nombre maravilloso! Creo que es digno de un príncipe.

El rey estaba radiante como el sol y la reina emanaba felicidad por el éxito del parto.

Mientras tanto, el mago estaba en la Floresta Sombría, con el cuerpo de la niña en luto. Junto a Juan, sus amigos animales esperaban que él enterrara la pequeña vida que se terminara antes aun de comenzar, en silencio. Estaban frente a un árbol frondoso, en el medio del bosque. Allí él acostó a la princesa para un sueño eterno, junto a delicadas flores, después de hacer la ceremonia fúnebre.

— ¡Qué los Dioses te acompañen en el camino al paraíso! — Dijo el mago con los ojos tristes.

Ahora que el niño estaba a salvo, Juan tenía que pensar en la manera de protegerse contra los enemigos que estaban llegando: Klaus y su criatura de las tinieblas.

Nadie sabría la verdad sobre la localización de Phillip, a no ser el mago.

En cuanto pudo, volvió a la cabaña. Tenía que pensar cómo se defendería de Klaus y su siervo sombrío. Cogió el cayado de Agathor, la espada de plata nórdica y los dejó cerca de sí. Les pidió a sus amigos que vigilasen el área, mientras descansaba un poco. Todo aquello que ocurriera aquel día le dejara exhausto. Necesitaba recobrar las fuerzas para la difícil batalla que ocurriría en breve. Estaba viejo, sus huesos parecían secos, pero la voluntad de proteger al niño era el combustible para su lucha.


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