La máquina de humo.

384 43 6
                                    

7:15 AM

Se necesitaron tres personas, caras largas, humor sarcástico y frialdad pura para arruinar mi temperamento.

Al entrar los jueces al laboratorio nadie tenía el valor de verlos a los ojos. Esa precisión y dirección que dictaban sus ojos era muy difícil de evadir con algo diferente que no fueran tartamudeos. Sabía muy bien de esas reacciones porque así actuaba la gente cuando me veía directo a los ojos. Y ahora siento empatía por toda esa gente.

Los ojos de esas tres personas provocaban rigidez en el cuerpo entero. No te permitían tener compasión por los demás, como si estuvieran listos por destruirte. Lo cual es gracioso, ya que lo hicieron de manera indirecta.

Caminaron hasta pararse enfrente de nosotros sin hacer el más mínimo ruido con sus pies. Suspiré, al final nunca llegó Drew.

Eran dos señores altos y vestidos de traje con el cabello lleno de canas, parecían sonámbulos. Entre ellos dos estaba una señora muy pequeña y delgada, con un gran ego. Tenía lentes de media luna colgando de su nariz, y su cabello estaba teñido de un rojo anaranjado apagado. Usaba un saco y una falda que no dejaba ver sus rodillas.

Todos tenían una tabla para anotar los cálculos y diferentes cosas.

—Tienen diez minutos para demostrar la utilidad de su proyecto —dijo la señora presionando el cronómetro en sus brazos. —Comiencen.

Mi mente estaba en blanco, olvide todo lo que debía decir. Encajé una uña en mi mano y reaccioné, la presencia de los jueces era totalmente amenazadora ante mí. Hice una breve introducción para luego zambullirse directo al tema de contaminación con estadísticas y cálculos reales, en qué ámbitos ayudaba nuestro proyecto, el impacto que se debía tener si el prototipo era útil y si era provechoso para el ambiente...

—¿Y lo es? —Preguntó uno de los jueces. Lo miré, perpleja, comprobando que esa pregunta no sólo había surgido en mi cabeza. Este levantó la cabeza, mirándome con sus ojos tormenta. —¿Acaso no es provechoso al ambiente?

Mi garganta estaba seca, no pude contestar.

—Sí, si lo es, señor juez. —Contestó la voz quebrada de Rachel. Volteé a mirarla, pero sólo vi su cara oculta por la capucha y su cabello despeinado. Volví a los jueces que nos miraban incomprendidos.

—La explicación da una increíble vista del proyecto, sin embargo, no hay prueba física que confirme toda esa información. —Contestó el otro juez.

—¿Es realmente necesaria la prueba, majestuoso jurado? —Preguntó Leo. La señora rodó los ojos, harta de nosotros. Mala señal.

—¿Acaso quieren ser descalificados?

—Claro que no, jueza. —Contesté tímida. Sus ojos me escanearon en mi totalidad.

—¿Y a qué esperas? Sé el sujeto de prueba. —Bramó ella. Bajé la mirada mientras que deslizaba la puerta de vidrio. Una ligera voz gritaba algo en mi cabeza. Algo peligroso. Algo inevitable.
Sin embargo, no había marcha atrás. Leo cerró la puerta de cristal igual de nervioso que yo. Me quedé inmóvil al igual que todos lo que me rodeaban.

Por un momento me sentí un conejillo de indias: pequeña, atrapada y sin el poder hacer algo en lo absoluto, literalmente. No había mucho espacio aquí adentro. Todos me miraban en silencio conteniendo ese impulso nervioso de querer sacarme de ese tuvo de vidrio, en especial ciertos ojos verde mar.

Tragué saliva en seco. Los jueces no titubearon con mi incomodidad en ese pequeño espacio. No iban a parar hasta ver los mecanismos en funcionamiento.

La decisión de AnnabethDonde viven las historias. Descúbrelo ahora