Año 1206 DE (Después del exterminio) Seis años después del prólogo.
Cerca de una ventana se encontraban unos pajaritos blancos encima de la piedra fría, esperaban que la nieve que se había colado se derritiera para poder beber agua, un grito resonando en toda la torre los hizo volar. Se encontraba en la zona baja de la torre de piedra, no había escaleras y de tanta molestia había desistido de fingir ser un guriano y así dejó caer sus alas. Después mostró sus ojos morados nuevamente.
Entonces bajó con serenidad el anciano barbudo y con repulsión observó al zikiano.
—Fuiste advertido.
—Cállate, maldito —dijo el zikiano bajando la voz mientras se acercó al rostro inmutable y serio de su antiguo señor. Lo miraba con firmeza a los ojos, con firmeza y odio.
—Si hace diez años me hubieras dicho que deseabas una familia —dijo el anciano desplazándose hacia la izquierda mientras levitaba a su alrededor—, hubieras conseguido lo que querías —el zikiano no dejaba de observar cada movimiento del viejo hombre—. Pero mírate ahora, arrepentido, molesto... y maldito.
—¡No! —gritó con el ceño todavía más fruncido.
Extendió sus manos hacia el hombre que flotaba y una fuerza de viento, oscuridad y niebla arremetió contra el cuerpo del anciano que chocó con fuerza en una pared de la torre. Pronto empezó a caer por los bordes de la torre con suavidad y falto de fuerza.
El zikiano avanzó lentamente hacia él con los puños cerrados. Estaba erguido pero su cuello se inclinaba hacia adelante para ver a su antiguo señor perecer en el suelo.
—Tanto en la vida como en la muerte, zikiano —fueron sus últimas palabras mientras apretaba con la fuerza que le quedaba la bota de su antiguo súbdito.
***
Ocho años después. La Era de la Oscuridad. Año 1214 DE.
Una desolada explanada naranja se abría paso quizás a varios kilómetros al sur, la arena se levantaba allí con la fuerza del viento y se acumulaba a pocos centímetros por encima del suelo por el calor y por chocar constantemente con las grandes montañas que se alzaban, uno que otro animal caminaba por allí, algunos zorros de fuego se mordían la cola y algunos camellos arrancaban el poco pasto que se encontraba allí para comérselo.
Recostado en el suelo se encontraba un ser que para muchos sería un niño con alas o como lo llamaban muchos, un pichón guriano, su piel clara brillaba por el sudor, su recta y fina nariz respiraba con dificultad y los ganglios inflamados hacían ver redondo a su triangular rostro; estaba dormido y con un ceño de fastidio acentuado, en la oscuridad de sus ojos cerrados solo podía sentir una constante comezón a lo largo de todo el cuerpo que se agravaba cada segundo que pasaba; poco a poco un grupo de retortijones asomaban sutilmente desde el áspero suelo, que creía era su lecho, hacia el muchacho. No tardó en darse cuenta de que en realidad no estaba en su casa.
El suelo era frío, agrietado y raspaba; además, el ambiente estaba caliente y cargado; se asustó por pensar ser secuestrado y trató de moverse, pero no pudo, por lo que se asustó, ¿su madre estaría preocupada? De hecho, sí; aquello consiguió que se le helara la sangre y comenzara a sollozar; se sintió incómodo dentro suyo, como si estuviera atrapado en otra piel y tuviera la necesidad de salir de su cuerpo, como cuando un reptil cambia de piel.
«¿Qué me pasa?». No cabía ninguna situación como esta en sus recuerdos, y él sabía que los sueños eran en base a sus recuerdos. «¿Y si esto no es un sueño?». Porque se sentía tan real, pero era notablemente distinto a su realidad. Pero, ¿qué era la realidad?
Un sujeto alto, fornido y con el rostro cubierto y encapuchado se acercó y tocó el hombro del muchacho con suavidad; movió los labios, pero el muchacho no escuchó ni una palabra, por lo que siguió durmiendo, el sujeto lo sacudió, pero no hubo respuesta por parte del guriano. Entonces pensó que estaba muerto, cualquier guriano tan al sur se sofocaría con tan altas temperaturas. Tomó el cuerpo y lo arrojó encima de su camello y siguió andando.
Pero cuando el muchacho abrió sus ojos se encontraba en el mismo lugar, no había zorro, camellos ni personas; su tez clara sudaba ante el calor y también se cocinaba por lo mismo. Las alas no le querían responder a sus mandatos, era como si llevara un peso muerto en la espalda y aquello lo hacía revolverse y rascarse el nacimiento de estas con intranquilidad.
Se encontraba en un desierto, la arena agrietada y en partes pegajosa era naranja y amarilla; hacia el oeste se alzaban montañas del mismo color, que con la altura adquiría un color rojizo. También una gran cantidad de nubes se cernían al pico más alto de las montañas, estas eran densas y oscuras como el humo de un incendio. El atardecer era carmesí como la sangre. En menos de siete segundos anocheció y en lo alto se alzaba la luna roja, que finalizaba por dar a todo el paisaje un aura tenebrosa.
Al muchacho le habían enseñado que los desiertos eran aquellos lugares que proporcionaban el calor al mundo y este no era quién para desacreditar la palabra de los más reconocidos Sabios, menos aun cuando se encontraba en uno y sentía su cuerpo salirse por la boca. Se incorporó con dificultad, el lugar le parecía tan fantástico e irreal que supuso estar en un sueño y se dispuso a pensar que era así; y al ver algo tan increíble, tenía la necesidad de explorarlo, igualmente lo controlaba y si quería solo bastaba con ¿despertar?
—¿Hola? —pronunció en voz baja y sintió rápidamente como el cielo caía sobre su cabeza mientras el aire ejercía sobre él una presión que lo tumbaba hacia el suelo. Su respiración dificultó aún más y no podía mantenerse en pie. Se asustó.
El aire se volvía, entonces, cada vez más pesado, incluso más de lo que ya estaba por el humo que no paraba de brotar de la montaña y era de esperarse que en cuestión de minutos sonaran truenos, y así fue, venían acompañados de una furia escondida que lo recriminaba, el muchacho sentía un rechazo por parte de estos impregnándose en los huesos por los lamentos de un cielo corrupto y melancólico, un cielo que le acusaba por algo que él desconocía. Fue entonces cuando tembló la tierra acompañada de un grueso llanto. El muchacho cayó al suelo y su cabeza también empezó a reclamarle, eran los gritos de miles de personas, suplicando volver a sus vidas, lo confundían
—Levántate —escuchaba en susurros—. ¡Levántate!
El dolor era tal que llevó sus manos inmediatamente hacia su cabeza, sentía y escuchaba los pálpitos de su corazón, sentía que sus ojos querían separarse del cuerpo para ya no sentir tristeza ni ardor, para ya no sentir furia; entonces empezaron los escalofríos, el sudor y se preguntó por un momento si es que así se saborearía la muerte.
Tan fría, tan sola. Tan impotente.
No tardó en enfadarse, y no lo hacía constantemente. Golpeó el suelo mientras lloraba, necesitaba a su madre, su abrazo.
—Mami —jadeaba con las manos en la cabeza y el dolor incesante; empezó a arrastrarse por el suelo, sus ropas harapientas del día anterior se desgarraban y su cuerpo se hería y quemaba.
Entonces gritó, pero su grito se ahogó en la oscuridad, se ahogó porque ya tampoco era su voz, era gruesa, ronca y muerta. Pronto dos alas intensamente negras se alzaron bordeadas de luz, una luz tenue que acompañaba a la tristeza de la muerte, de la destrucción y de un tiempo perdido.
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Pesadillas - Las Danzas del Verano (Ahora Sueños Vacíos - Profecías 1)
FantasyPrimera versión de "Sueños Vacíos - Profecías 1" La nueva versión, con más capítulos y enriquecimiento de la trama la estoy subiendo en mi perfil Miedo, todos los hombres tienen miedo, incluso de los que en el valor se han forjado. Todo hombre sueña...