18. Un alma perdida entre Diosas

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Brook abrió los ojos para encontrarse un gélido paisaje, cubierto por un techo bastante ornamentado, pero con la estructura de una cueva, todas sus paredes se encontraban con cristales que se desprendían en forma de picos. Uno encima de él goteaba insistentemente obligándolo a levantarse, aunque solo quisiera descansar. Todo otro deseo había desaparecido.

Giró sobre sí mismo y al estar boca abajo se levantó realizando fuerza en los brazos. Todo estaba completamente vacío, pero extrañamente familiar. No tardó en darse cuenta el porqué; se encontraba en el mismo claro del bosque en el que había sido hechizado, pero en vez de pinos altos y nevados, se alzaban cristales que se levantaban hasta el techo, pues tampoco había cielo, y si había, era uno muy nublado y espeso.

Miró a la izquierda y comprobó que allí estaba el camino por el que había venido, lo siguió un buen trecho hasta llegar a las costas donde sus soldados acampaban; todas las carpas se encontraban montadas, pero estaba todo vacío y desolado, no había ni un alma en el lugar. Simplemente escombros.

Siguió acercándose y en una ruina del pueblo vislumbró una pequeña llama, que hacía danzar a las sombras, entre todo el frío y la desolación. Al acercarse encontró a dos ancianos elfos hablando, eran muy parecidos entre sí, pero no cabía duda de que no eran la misma persona; lo miraron un momento y sus labios se tensaron en una recta línea mientras lo observaban de pies a cabeza.

—¿Qué hace un hombre en las Tierras de Cristal? —dijo uno de los elfos, su mentón era un poco alargado y su nariz recta y puntiaguda, sus orejas eran más en punta que las de la elfina, además este elfo era mucho más delgado. Un elfo de sangre, reconoció inmediatamente.

—¿L-las Ti-ti-tierras de Crist-cristal? —preguntó titiritando, giró la cabeza para ver todo de nuevo; el mar estaba congelado—. Disculpen —dijo y salió corriendo del lugar.

Al pasar al lado de su fogata, esta se apagó.

—Joder —dijo el otro anciano elfo.

Corrió por sobre el suelo congelado del mar, corrió millas y no sintió fatiga en ningún momento hasta llegar a las costas de su hogar. Miró a todos lados y solo encontró la gran construcción de piedra negra que se alzaba imponente frente a todo aquel que viniera, pero en ruinas, con las ventanas rotas y los muros destrozados. Las casas quemadas y casi tan negras como la fortaleza, los muelles abandonados y algunos barcos fundidos con el hielo.

Se acercó cauto, ya que todo estaba cubierto, de igual manera, con cristales y temía cortarse; llegó hasta la inmensa puerta y la empujó con mucho esfuerzo debido al oxido y el hielo.

El lugar estaba vacío, como supuso, simplemente estaba la gran mesa negra; al fondo de la sala un gran trono de color negro, colgando del techo había estandartes rajados de color negro como la roca del lugar, en ellos estaba bordado un roble de color blanco. Se trataba del escudo y colores de la familia de Brook.

Cayó de rodillas y comenzó a llorar, una pena invadió su alma al recordar a su hijo, él ya no estaba y no podía despedirse de él; se sentía destrozado, primero había perdido a su esposa y ahora a su pequeño Ulis. Sentía que todo el mundo había muerto y solo él quedaba con vida.

—¡Traje el maldito fin del mundo! Por mi arrogancia.

Sollozaba. Su hijo había desaparecido, quiso recordar cómo era, pero los recuerdos eran difusos y casi imposibles de divisar, pero recordó su rojo cabello; sus mejillas regordetas y sus ojos: redondos y oscuros; muy parecido a él cuando era un niño. Entonces levantó la cabeza y encontró de pie frente a él a una mujer. Despedía un extraño brillo que cubría todo su cuerpo, su piel era de color claro y cuando se levantó para verla bien quedé fascinado por su belleza.

—Levántate, Brook —dijo con voz firme—. Es deshonroso que un guerrero tan fiero como tú haya acabado en un lugar tan vano como este —cuando hablaba no podía dejar de mirar a sus ojos, eran de un celeste muy claro, su piel ahora la notaba menos clara, su cabello parecía chocolate y caía en ondas sobre su espalda. Llevaba un traje ajustado y también un cinto en el que llevaba una espada larga, que no tocaba el suelo por menos de un dedo.

La mujer era más alta que Brook y con su solo porte mostraba mayor autoridad. Tomó el mentón del hombre y lo levantó.

—Pierdes tu fuerza y poco a poco serás un esclavo de este lugar. Yo no puedo permitirlo.

—¿Quién eres? —alcanzó a preguntar.

—Los mortales me llaman Aguerrida —dijo acariciando la espesa barba roja de Brook—. Soy la Diosa de la Guerra y la Destrucción.

Depositó un cálido beso en los labios del hombre, que simplemente quedaba embelesado por la mujer. Olvidando cualquier sentimiento anterior. Solo podía observar el perfecto cuerpo de la guerrera.

—¿Diosa?

—Sí, Brook. Y estoy perdiendo a uno de mis fervientes sirvientes por esa maldita elfa. ¿Pero quieres ver cómo es que se hace la justicia?

—Aguerrida, basta —escuchó la voz de otra mujer, la Diosa lo soltó y cayó fuertemente de rodillas mientras sentía que poco a poco perdía toda su fuerza. La mujer que se acercaba ahora era muy parecida a Aguerrida, salvo que sus ropas eran más holgadas y era unos dedos más alta.

—¿Qué quieres, Protectaria? No estás suficientemente ocupada cuidando la Grieta.

—Siempre hay tiempo para todo aquel que viene a mis reinos, hermana —Aguerrida rió.

—Tus reinos —enfatizó con sorna—. Tus reinos de muertos no me interesan, lo que yo necesito es gente viva, que luche y me mantenga con fuerza. Tú te puedes quedar con tus estúpidas almas.

—Pero él no va a morir, hermana, y podrás tenerlo cuantas veces quieras —Protectaria que se había arrodillado a cuidar a Brook, miró a su hermana y pronto el escenario cambió nuevamente al claro del bosque—, alguien viene.

Protectaria miró a su hermana y ambas Diosas desaparecieron mientras Brook se adormecía y cerraba los ojos. Pero no tardó en abrirlos agitados, acompañando a una bocanada de aire.

—Mi señor —escuchó un grito lejano pese a que tenía el rostro de alguien encima, pero no podía reconocerlo—. ¡Mi señor! —aumentaba el sonido de su voz.

Pronto reconoció al muchacho flaco que casi mata con la flecha quizá horas atrás, a su lado la pelirroja que lo había abofeteado. Tras mirarlos unos segundos recordó lo que había pasado y se dio cuenta de la mentira en donde lo habían encerrado. Sintió odio.

—Trajimos ayuda, Brook, —dijo la pelirroja—. Pero al parecer fue demasiado tarde.

—¡Mátenla! —gritó mientras le ardía la garganta—. M-me agredió. A él ta-también. ¡Mátenlos! Co-cobardes.

Los soldados que trajeron los tomaron de los brazos y forzaron a que se arrodillaran, Brook miró a todos lados en busca de su espada, pero no estaba. Sirinna y Jor se la habían llevado y habían huido, pues ni estaban en el claro.

Gritó.

Se levantó del suelo y retiró la espada del cinto del chico delgado, la alzó y jugó un momento con ella. La miró con el sol que había asomado y vio el claro filo. Se acercó a los dos y empezó por clavarle la espada en el pecho al hombre, lo atravesó con ligereza y suavidad. Retiró la hoja llena de sangre y la acercó al cuello de la mujer y lo cortó.

La sangre despertó en si un instinto dormido, recordó el rostro de Aguerrida y sonrió. «Estas almas son por ti, amor mío». Los soldados soltaron los cuerpos. Brook les dio un largo vistazo. Se trataba de Arbis y Derek, de su guardia personal, ambos eran una cabeza más altos que Brook y quizás el doble de gruesos, caminó frente a ellos un rato mientras pensaba.

«La elfina poseía dones del hielo, su cabello era pálido como la nieve, su piel era igual de blanca, los ojos eran grises y te hacían recordar al invierno. Además, tenía un león de mascota. Si a algún lugar había ido esa perra para huir, sería a su hogar.

Friez».

Pesadillas - Las Danzas del Verano (Ahora Sueños Vacíos - Profecías 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora