23. El desierto de Igno

172 15 9
                                    

Las últimas palabras solo eran susurros.

Jor no escuchaba más que los cantos de los pájaros, o de los grillos.

Pero pronto solo escuchaba fuego y veía fuego cuando no estaba en la cabaña.

¿Qué cabaña?

Una cabaña llena de maleza, tan descuidada, tan familiar, pero tan acogedora. En medio de ella se alzaba un precioso y majestuoso árbol blanco. El único lugar donde la maleza no quería atacar.

No estoy segura de hacer esto —escuchó de una voz femenina.

—Confío en ti, amor —le respondía un hombre—, es hora de que confíes en ti, ¿está bien?

—Más vale que se apuren —decía otra mujer de voz similar a la elfina rubia—, las lunas no nos acompañan esta noche. Las Diosas menos.

—Está en nuestras manos —sentenciaba un segundo hombre—, la historia...

***

Una desolada explanada naranja se abría paso quizás a varios kilómetros al sur, la arena se levantaba allí con la fuerza del viento y se acumulaba a pocos centímetros por encima del suelo por el calor y por chocar constantemente con las grandes montañas que se alzaban, uno que otro animal caminaba por allí, algunos zorros de fuego se mordían la cola y algunos camellos arrancaban el poco pasto que se encontraba allí para comérselo. El suelo era frío, agrietado y raspaba; además, el ambiente estaba caliente y cargado

Recostado en el suelo se encontraba un pichón guriano, su piel clara brillaba por el sudor, su recta y fina nariz respiraba con dificultad y los ganglios inflamados hacían ver redondo a su triangular rostro; estaba dormido y con un ceño de fastidio acentuado, también, algunas lágrimas se escapaban de su rostro. Y aunque pareciera, extraño decirlo, no era para nada fuera de lo común encontrar gurianos allí, lo que no era usual era encontrar a niños de esta especie abandonados en el desierto, tan lejos de la colonia de Igno.

Un sujeto alto, fornido y con el rostro cubierto y encapuchado andaba por el desierto encima de su camello, vio al muchacho alado tirado en el suelo y por compasión se acercó y tocó el hombro del muchacho con suavidad.

—Niño —el sujeto lo sacudió, pero no hubo respuesta por parte del guriano. Entonces pensó que estaba muerto, cualquier guriano tan lejos de agua se sofocaría con tan altas temperaturas. Más aun si se trataba de un niño.

Tomó el cuerpo y lo arrojó encima de su camello y siguió andando por el desierto. Tras unos minutos unos tambores empezaron a sonar de las montañas y lo acompañaron por largas horas en las que caminó por el desierto sin un rumbo fijo. Al inicio era agradable, le hacían recordar a su pueblo, pero conforme pasaban los minutos se sentía agobiado por el sonido, reclamado, angustiado. Y no cesaban el horrible compás.

Miró a su camello y el muchacho seguía recostado y sin moverse. Pero verlo le nublaba la vista, pero quizás se trataba del cansancio que lo atacaba solo después de horas. El calor era insoportable y solo conseguía ponerlo más molesto.

—¡¡Ya paren!! —gritó arrodillándose en el suelo del desierto

Las quemaduras del rostro le empezaban a arder y a picar al igual que el resto de su cuerpo, también el calor lo volvía loco, pero quitarse las vendas del rostro no era una alternativa en asomo probable, pero quitarse la ropa si y poco a poco fue retirándose las prendas que cubrían su torso. Ya daba igual que quemara.

Se recostó en el suelo y lo sintió extrañamente frío, a pesar de que todo se encontrara extremadamente caliente; respiraba con dificultad mientras hombres y gurianos pasaban a su costado sin inmutarse. Rasgó la arena que estaba seca bajo sus manos y la arrojó por su torso desnudo para enfriarse, pero esta se calentaba apenas lo tocaba. Los tambores seguían y el sofoco le atormentaba, pasó por su mente la idea de que moriría al igual que el muchacho guriano y debido a esto comenzó a recordar los peores episodios de su propia vida que solo conseguían más tormento en él.

Pesadillas - Las Danzas del Verano (Ahora Sueños Vacíos - Profecías 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora