Capítulo I: La llegada

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El haber traspasado el muro no fue una gran hazaña; el no ser notada, sí. Venía desde tierras lejanas, mucho más lejanas que las que cualquier mortal de la época hubiera pisado. Mucho más allá de la Tierra del Eterno Invierno. Era el único miembro de la expedición que sobrevivió al devastador suceso que tuvo lugar en su camino: soldados, fieros guerreros, murieron entre aquellas manos pálidas y frías. Ella no pudo mirar atrás. Debió continuar, pues sabía que de completar la misión dependía la supervivencia de su gente.

Pisó tierras desconocidas. Si bien había leído incontables libros sobre la historia del sur, de Poniente y los Siete Reinos, le decepcionó un poco el paisaje. Siempre imaginó Poniente como un lugar lleno de vegetales, de vida, reluciente de colores; y aunque su belleza era indiscutible, no era lo que realmente había esperado ella. No obstante, eso no le impidió contemplar las montañas cubiertas de blanco, los árboles adornados gentilmente por una delgada capa de nieve, y entonces recordó cómo en casa algunos árboles se cubrían de hielo en los inviernos más duros.

Cansada de caminar, decidió robar un caballo. No era experta en cabalgar, ni este su medio de transporte favorito, pero aquello le serviría para reponerse de tan arduo viaje, pues llevaba bastante tiempo sin dormir. Su viaje fue largo, pero el clima era amigable; sentir la calidez de un invierno lejos de un frío polar le reconfortaba. Llevaba un mapa en su bolsillo, además de un gran bolso en su espalda donde no solo cargaba con sus pertenencias, sino también con cosas de gran valor, pues sabía que a donde iba necesitaría de ellas.

Llegada la noche, se detuvo cerca de una taberna; ató a su caballo y entró. Vestía ropa de color oscuro, una capucha cubría su cabeza, y un gran abrigo de piel yacía sobre sus hombros. Sus botas negras estaban llenas de barro, y un par de guantes desgastados ocultaban su piel. A ojos de cualquiera pudo ser un fantasma, pero en cuanto la calidez del refugio le dio algo de paz, ante la mirada desconfiada de los presentes, algunos borrachos y otros demasiado ocupados con sus bebidas, se quitó la capucha revelando un brillante cabello rubio platinado. Era corto, llegando hasta la altura de su barbilla. Sus ojos eran de un intenso color: el derecho verde, y el izquierdo de una tonalidad parecida a la del caramelo. Sus facciones delicadas eran la única prueba de su feminidad, su piel pálida y labios rojos. Aquel intenso color carmesí era el que más destacaba.

Nadie le prestó atención; su grueso ropaje no dejaba a la vista sus atributos, por lo que fácilmente podía ser confundida con un hombre. Decidió sentarse y sacar el mapa que llevaba en su bolsillo, lo extendió sobre la mesa y sus ojos buscaron localizarse a sí misma en aquel lugar. De un momento a otro sintió su estómago rugir, no se había preocupado más que de hidratarse en su agitado viaje después de perder a sus compañeros. Fue entonces cuando decidió pedir algo para comer y beber. Pasaría la noche ahí, y al siguiente día continuaría con su viaje; debía llegar a su destino antes del próximo amanecer.

Debido al cansancio por aquel largo viaje, su cuerpo sucumbió ante el agotamiento, por lo que no fue capaz de levantarse antes del alba. Sabía que aquello provocaría un retraso en sus planes, pero no era nada que no pudiera solucionar. Volvió a vestir su largo abrigo de piel y su pesada ropa de cuero, para luego salir de la habitación. Iba a desayunar algo ligero antes de partir, pues viajar con el estómago vacío no era la mejor idea.

Escuché que el bastardo de Stark va a pelear por el norte. —dijo uno de los hombres que sentado estaba frente a otro que parecía de mala calaña: rostro sucio, ropas oscuras y rotas. Parecían los típicos borrachos que cuando no estaban trabajando, se dedican a beber—Bolton debe estar preparándose ya... no creo que tenga oportunidad.

Aquellas palabras capturaron su inmediata atención. La rubia los observó de soslayo mientras terminaba de beber su jarra de vino. No era mucho lo que sabía sobre la gente del sur, solo las historias que le fueron contadas, aquellas acerca de las familias más nombradas alrededor del mundo, pues no había tenido el tiempo suficiente de estudiar todo lo demás. Su hogar estaba lejos y distaba demasiado de las costumbres de la gente del sur, pero con la información que manejaba era suficiente.

La batalla de los bastardos. —dijo otro de los hombres —Apostaría cien caballos al bastardo de Eddard, —Dejó de golpe la jarra en la mesa y, como si quisiera susurrarle a sus amigos, musitó—pero preferiría gastarlo en putas —Y todos comenzaron a reír.

La mujer rodó los ojos y terminó su vino. Si algo conocía era la fama de aquellas casas que nombraba: los Stark. El sabio de su pueblo le había contado sobre las rebeliones y batallas libradas en el sur, y sobre los dragones que sobrevolaron Poniente, que ahora se creían extintos. Se acercó a los hombres y puso una moneda de oro sobre la mesa de aquellos, captando su inmediata atención —¿Dónde está actualmente el bastardo? —preguntó con su mirada fija en uno de los hombres.

En el Castillo Negro —respondió este rápidamente, y guardó la moneda de oro en su bolsillo.

Nieve y Oscuridad [Primera Parte]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora