Diez

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—¡Qué demonios...! —gruñó el hombre y descendió de su caballo para verificar al visitante.
Se arrodilló junto al cuerpo inmóvil que había caído, amortiguando el golpe junto a un montón de hojas secas.
—¡Candice!—dijo cuando logró visualizar a la joven a pesar de la poca luz del ambiente.—¡Dios, Pequeña!.—gritó, pálido temiendo lo peor. Al instante los recuerdos de su mujer se apoderaron de su mente.

—Dios, no me hagas ésto.—suplicó con miedo. Se agachó junto a la joven tumbada en el suelo y, con sumo cuidado tomó entre sus manos la cabeza, verificando si tenía alguna herida.—¡Rápido, Freddy! —gritó a su compañero, quien asustado, al ver a la muchacha tendida en el suelo, no podía reaccionar.—Es mi hija.
—¡Santos cielos! —exclamó—¿Está herida, señor? —preguntó corriendo al lado de su dueño y arrodillándose junto a él.
—Si —respondió Albert con brusquedad, estremeciéndose al ver el corte que presentaba en la sien izquierda de aquel fino rostro.
—No le ha disparado, ¿verdad?—dijo temiendo escuchar lo peor.
—Por supuesto que no. —gritó, pero su voz reflejaba preocupación al inspeccionar aquel frágil cuerpo que tenía delante, buscando, a la luz de la luna, una señal que indicara una herida de bala o sangre que
brotara—.Está demasiado oscuro para ver dónde están las heridas. Ve a casa del doctor y llévalo a casa.—ordenó.

Colocó los brazos debajo del cuerpo de su hija. Con ayuda de su criado la subió al caballo y la llevó a su casa.

...

La llegada de Albert a la mansión con Candice inconsciente en sus brazos provocó un revuelo en la casa.

—¡Oh, por Dios!—gritó horrorizada la Nana en cuanto vió a la rubia.—Mi niña ¿Qué le sucedió?

—Hay que llevarla a su recámara.

Sin decir más el padre subió las escaleras.

Entró al cuarto de la joven, seguido de la anciana y otra joven más.

Con cuidado, Albert colocó a la muchacha sobre la cama.

—Quítale la capa y esa ropa—indicó le indicó a una de las criadas.

—Yo lo haré, señor.—dijo la Nana con voz temblorosa.

—Tu—señaló a la joven temblorosa, Rosita—ve abajo y verifica si ha llegado el doctor y ordenarle que suba de inmediato.

—Si, señor.

Ponny estaba desatando el moño de la capa cuando la rubia soltó un quejido.

—Ha despertado.—anunció la Nana.

El rubio corrió hacia la cama. Ella abrió los párpados y Albert se encontró ante unos inmensos ojos verdes que tanto amaba y unas pestañas larguísimas y rizadas, que lo miraban con desconcierto y confusión.
Tranquilizándole con una sonrisa, su padre le dijo:
—Mi pequeña.—tomó su mano y depósito un beso.
—¿Dónde... —ella humedeció sus resecos labios y la voz le salió como un graznido irreconocible. Carraspeó un poco, lo intentó otra vez y consiguió algo más que un murmullo apenas
perceptible—... dónde estoy?
—En casa.—dijo su padre.—¿Cómo te sientes?—ella quiso enderezarse—No. No te muevas. Pronto llegará el doctor.

—Estoy bien—dijo ella infundado tranquilidad al rostro triste de su padre—No te preocupes—le sonrió—¿Qué hacías por ahí y con un arma?

—Era tarde y no regresabas. Me preocupé. Así que decidí ir a buscarte. Íbamos en camino cuando un zorro se nos cruzó y quise cazarlo. Lo siento, pequeña—se notaba preocupado y temerario.

—Estoy bien papá.—puso su mano sobre la de él.—No sucedió nada que no pudiera remediarse.

—Señor, el doctor Martín está aquí—anunció Rosita, por detrás venía el hombre canoso.

Corazón IndomableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora