El 29 de noviembre de 1314, dos horas después del toque de vísperas, veinticuatro correos con la librea de Francia salían al galope del castillo de Fontainebleau. La nieve cubría los caminos, y el cielo parecía más oscuro que la tierra. Ya era de noche, o mejor, por un eclipse, no había dejado de serlo desde la noche anterior.
Los veinticuatro jinetes no descansaron antes de la mañana siguiente, ni dejaron de galopar al otro día, ni en las siguientes jornadas. Unos se dirigieron hacia Flandes, otros hacia el Angounois y la Guyena, hacia Lyón, Aigues-Mortes, Marsella, despertando a los bailíos, prebostes y senescales para anunciar a cada villa o burgo del reino que el rey Felipe IV el Hermoso había muerto. A su paso, el toque de agonía resonaba en los campanarios y atravesaba las tinieblas. Una
gran onda sonora, siniestra, se ensanchaba sin cesar, y se extendía hasta alcanzar las fronteras.
Después de veintinueve años de gobernar sin desmayo, el Rey de Hierro acababa de morir, a los cuarenta y seis años, de una congestión cerebral. Su muerte llegaba a menos de seis meses de la del guardasellos Guillermo de Nogaret, y, a siete de la del papa Clemente V. Así parecía cumplirse la maldición lanzada el 18 de marzo, desde lo alto de la hoguera, por el Gran Maestre de los Templarios, que emplazaba a los tres a comparecer ante el tribunal de Dios, antes de un año.
Soberano tenaz, altanero, inteligente y reservado, el rey Felipe había llenado su reinado y dominado su tiempo de tal modo que, aquella tarde, se tuvo la impresión de que el corazón del reino había dejado de latir.
Pero las naciones jamás mueren con la muerte de sus hombres, por grandes que éstos hayan sido. Su nacimiento y su fin obedecen a otros motivos.
El nombre de Felipe el Hermoso apenas sería recordado por la posteridad si no fuera por los resplandores de las piras que encendió bajo los pies de sus enemigos y por el centelleo de las monedas de oro que hizo acuñar. Pronto se olvidaría que había sujetado a los poderosos, manteniendo la paz mientras le fue posible, que había reformado las leyes, edificado fortalezas para que se pudieran sembrar los campos a su abrigo, unificado las provincias, invitado a los burgueses a reunirse en asambleas para dar su opinión, y velado en todos los aspectos por la independencia de Francia.
Apenas se enfrió su mano, apenas se extinguió aquella férrea voluntad, se desencadenaron los intereses privados, las ambiciones insatisfechas, los apetitos de honores y de riquezas.
Dos partidos se aprestaban a enfrentarse, a desgarrarse sin piedad por la posesión del poder: de un lado el grupo reaccionario de los barones, capitaneado por el Conde de Valois, emperador titular de Constantinopla y hermano de Felipe el Hermoso; de otro, el grupo de la alta administración dirigido por Enguerrando de Marigny, primer ministro y consejero del monarca difunto. Para evitar este conflicto, latente desde hacía meses, o para mediar en él, hubiera hecho
falta un rey fuerte. Sin embargo, el príncipe de veinticinco años que heredaba el trono, monseñor Luis, ya rey de Navarra, parecía tan mal dotado para gobernar como poco afortunado. Llegaba precedido de una reputación de marido burlado y de su triste sobrenombre de Turbulento.
La vida de su mujer, Margarita de Borgoña, en prisión por adúltera, iba a servir de apuesta en el juego a las dos facciones rivales.
Pero el peso de la lucha, como siempre, sería soportado por aquellos que, carentes de todo, no podían influir en los acontecimientos, y ni siquiera tenían el recurso de soñar... Por añadidura, aquel invierno de 1314-1315 se preveía invierno de hambre.
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Los reyes malditos II - La reina estrangulada
Historical FictionDERECHOS RESERVADOS A MAURICE DRUON