Las cuentas del reino
Spinello Tolomei no era hombre apresurado. Reflexionó dos largos días; después, al tercero, con la capa sobre el manto forrado, pues llovía a cántaros, se dirigió al palacio de Valois. Fue recibido inmediatamente por el mismo conde de Valois y por monseñor de Artois. Ambos, apabullados, agrios en su conversación y tragándose difícilmente su derrota, se afanaban montando vagos planes de venganza.
El palacio aparecía mucho más tranquilo que los pasados meses, y se veía bien a las claras que el viento del favor soplaba de nuevo del lado de Marigny.
-Monseñores -les dijo Tolomei-, os habéis conducido estas últimas semanas de tal manera, que, si vuestro negocio fuera de banca o comercio, tendríais que cerrar las puertas.
Podía permitirse este tono de amonestación; lo había ganado por diez mil libras, no entregadas por él, sino garantizadas.
-No me pedisteis consejo -prosiguió-. Por eso no os lo di. Pero habría podido advertiros que hombre tan poderoso y avisado como Enguerrando no iba a poner sus manos en los cofres del rey. ¿Cuentas limpias? Claro que están limpias. Si ha traficado, lo ha hecho de otra manera.
Después, dirigiéndose directamente al conde de Valois, dijo:
-Os proporcioné algún dinero, monseñor Carlos, a fin de que os ganarais la confianza del rey; ese dinero debía devolvérseme pronto.
-Os será devuelto, maese Tolomei -exclamó Valois.
-¿Cuándo? Yo no osaría, monseñor, dudar de vuestra palabra. Estoy seguro del préstamo; sin embargo, me interesaría saber cuándo, y por qué medios me será reembolsado. Ahora bien, ya no sois vos sino de nuevo Marigny, quien está a cargo del Tesoro. Por otra parte no veo que se haya promulgado ordenanza alguna concerniente a la emisión de moneda, que tanto deseábamos, ni tampoco sobre el restablecimiento del derecho de guerra privada. Marigny se opone.
-¿Tenéis algo que proponernos para acabar con ese hediondo jabalí? -dijo Roberto de Artois-. Podéis creer que nosotros estamos tan interesados como vos, creedlo, y si tenéis una idea mejor que las nuestras, será bien recibida. Esto es una caza, en la que necesitamos perros de refresco. Tolomei alisó los pliegues de su vestido y cruzó las manos sobre su vientre.
-Monseñores, yo no soy cazador -respondió-, pero soy toscano de nacimiento, y sé que, cuando no se puede abatir de frente al enemigo, hay que atacarlo de perfil. Habéis ido al combate demasiado a las claras. Dejad, pues, de acusar a Marigny y de pregonar por todas partes que es un ladrón, toda vez que el rey ha admitido que no lo es. Aparentad durante algún tiempo que aceptáis su gobierno, fingid hasta que os reconciliáis con él; después, a sus espaldas, haced indagaciones en las provincias. No encarguéis esto a los oficiales del reino, pues son hechura de Marigny, y es precisamente a ellos a quienes necesitáis vigilar; sino decid a los nobles, grandes y pequeños sobre los que tenéis influencia, que os informen sobre las actividades de los prebostes. En muchos lugares, sólo la mitad de las tasas cobradas llega al Tesoro. Lo que no se cobra en dinero, se cobra en víveres y luego se vende a precios prohibidos. Haced indagaciones, os digo; por otra parte, obtened del rey que convoque a todos los prebostes, recaudadores y empleados del erario para que sean examinados sus libros. ¿Por quién? Por Marigny, asistido naturalmente por los barones y los inspectores de cuentas. Al mismo tiempo, vos haréis aparecer a vuestros investigadores. Entonces, yo os lo aseguro, aparecerán tales malversaciones y tan monstruosas que no tendréis dificultad en arrojarla falta sobre Marigny, sin que tengáis necesidad de ocuparos de si es culpable o inocente. Y al hacerlo así, monseñor de Valois, tendréis a vuestro lado a todos los nobles, que andan malhumorados al ver en sus feudos a los agentes de Marigny; y además tendréis con vos a todo el bajo pueblo, que desfallece de hambre y busca un responsable de su miseria. He aquí, monseñores, el consejo que me tomo la libertad de daros y que yo ofrecería al rey, si estuviera en vuestro lugar... Sabed por otra parte que las compañías lombardas, que tienen factorías repartidas por todo el reino, pueden, si lo deseáis, ayudar a vuestra indagación.
-Lo difícil será convencer al rey -dijo Valois-, pues hoy por hoy está totalmente encantado con Marigny y con su hermano, el arzobispo, del que espera un Papa.
-Por el arzobispo no os inquietéis -replicó el banquero-. Para él dispongo de un bozal que ya usé una vez, y que puedo pasarle de nuevo por la nariz, llegado el momento. Cuando Tolomei hubo salido, el de Artois dijo a Valois:
-Ese buen hombre es sin duda más fuerte que nosotros.
-Más fuerte..., más fuerte... -murmuró el de Valois-. Yo diría que no hace más que precisar, en su lenguaje de comerciante, las cosas que nosotros ya habíamos pensado.
Pero, desde el día siguiente se apresuró a ceñirse a las instrucciones del capitán general de los Lombardos, el cual, por una garantía de diez mil libras dada a sus cofrades italianos, se permitía el lujo de gobernar a Francia.
Un largo mes de insistencia necesitó monseñor de Valois para convencer al Turbulento. En vano le repetía Valois a su sobrino:
-Recordad, Luis, las últimas palabras de vuestro padre. Recordad que os dijo: «Enteraos cuanto antes del estado de vuestro reino.» Pues bien, sólo convocando a todos los prebostes y recaudadores lo conoceréis. Y nuestro santo abuelo, cuyo nombre lleváis, puede serviros también de ejemplo, pues mandó hacer una gran indagación de esa clase en el año 1241.
Marigny aprobaba en principio tal reunión; veía en ella la ocasión de tener otra vez en su mano a los agentes reales; pues el también percibía cierta relajación en la administración. Pero juzgaba oportuno aplazar la convocatoria, afirmando que no era prudente alejar de sus puestos simultáneamente a todos los oficiales del rey, cuando la miseria enfurecía al pueblo y se agitaban las ligas de los barones.
Era evidente que desde la muerte de Felipe el Hermoso, se había debilitado la autoridad central. En realidad, dos poderes se oponían, se enfrentaban y se anulaban entre sí. Se obedecía o bien a Marigny o bien a Valois. Acosado por los dos bandos, mal informado, no sabiendo a ciencia cierta qué informaciones eran calumniosas ni cuAles fidedignas, incapaz por naturaleza de cortar por lo sano, concediendo su confianza ahora a unos, ahora a otros, Luis X no tomaba más decisiones que las que se le imponían y parecía gobernar cuando no hacía más que sufrir.
Cediendo a la violencia de las ligas de la nobleza y siguiendo el parecer de la mayoría de su consejo, el 19 de marzo de 1315, es decir, a los tres meses y medio de reinado, Luis X firmó la carta para los señores normandos, a la que debían seguir en breve las cartas para los del Languedoc, para los de la Borgoña, Picardía y Champaña. La de Picardía interesaba particularmente a Valois y a Roberto de Artois. Estas cartas anulaban todas las disposiciones, escandalosas a los ojos de los privilegiados, por las cuales Felipe el Hermoso había prohibido los torneos, las guerras particulares y los juicios de Dios. Se permitía de nuevo a los caballeros «guerrear unos contra otros, cabalgar, ir y venir y llevar armas. Dicho de otra forma: la nobleza francesa recuperaba su querido y ancestral derecho de arruinarse en verdaderas o falsas batallas, de destruirse; y en ocasiones, de asolar el reino para dirimir querellas personales. ¿Qué soberano realmente monstruoso, cuya memoria debía ser escarnecida, había sido aquel que durante treinta años les había privado de tan inocentes pasatiempos?
Igualmente los señores volvían a tener la libertad de distribuir tierras y hacerse nuevos vasallos sin dar cuenta de ello al rey. Los nobles no debían ser citados más que ante jurisdicciones de nobles. Los sargentos y prebostes del rey no podían detener a los delincuentes o citarlos directamente a juicio sin haber informado al señor del lugar. Las gentes de los burgos y los campesinos libres no podían, salvo casos excepcionales, salir de las tierras de sus señores para ir a pedir justicia al rey. En fin, para los subsidios militares y la leva de tropas, los nobles recuperaban una especie de independencia que les permitía decidir si querían ono participar en la guerra nacional y cómo deseaban hacérsela pagar.
Marigny logró hacer inscribir al final de estas cartas una vaga fórmula concerniente a la suprema autoridad real en todo lo que «según una antigua costumbre pertenecía al príncipe soberano y a ningún otro». Esta fórmula de derecho dejaba a un monarca fuerte la posibilidad de recobrar pieza por pieza todo lo que se había concedido. No obstante, Valois consintió en ello, porque cuando se decía «antigua costumbre» él sobreentendía «San Luis», pero Marigny no se hacía ilusiones; en teoría y en la práctica, eran todas las instituciones del Rey de Hierro lo que se hundía. Marigny salió de aquel Consejo del 19 de marzo, declarando que se había preparado el terreno para los más graves desórdenes.
Al mismo tiempo fue decidida la convocatoria de todos los prebostes, tesoreros y recaudadores. Se despacharon a todas las bailías y senescalías inquisidores oficiales que se llamaban «reformadores»; pero sin poderes especiales para una inspección seria, pues la reunión estaba fijada para mediados del siguiente mes; y como se buscara un lugar para la reunión, Carlos de Valois propuso Vincennes, en recuerdo de San Luis.
El día señalado, Luis el Turbulento, pares, barones, dignatarios, grandes oficiales de la corona y miembros de la Cámara de Cuentas, se dirigieron con gran pompa a la mansión de Vincennes. Formaban una bella cabalgata que atrajo a las gentes al umbral de las puertas y a la que los pilletes seguían gritando « ¡Viva el rey!» con la esperanza de que les echaran un puñado de confites. Se había extendido el rumor de que el rey iba a juzgar a los recaudadores de impuestos, y nada podía ser más del agrado del pueblo.
La temperatura de abril era suave, con ligeras nubes que cruzaban el cielo por encima de la espesura de los árboles. Un verdadero tiempo de primavera que devolvía la esperanza; aunque la penuria continuaba, el frío al menos había terminado, y se decía que la próxima cosecha sería buena, de no sobrevenir una heLada que echara a perder los trigales recién brotados.
Cerca de la mansión real se había levantado una inmensa tienda, como para una fiesta o una gran boda, y doscientos recaudadores, tesoreros y prebostes estaban alineados, unos en bancos de madera, y otros por tierra, sentados con las piernas cruzadas.
Bajo un dosel en el que se veían bordadas las armas de Francia, el joven rey, con la corona en la cabeza y el cetro en la mano, se hallaba instalado en un jaudesteuil, una especie de plegable heredera de la silla curul, que, desde los orígenes de la monarquía francesa, servía de trono al soberano cuando se desplazaba. Los brazos del jaudesteuil de Luis X estaban esculpidos con cabezas de galgos y el respaldo cubierto con un cojín de seda roja.
A una y otra parte del rey estaban colocados los pares y los nobles y, detrás de las mesas de tijera, los miembros de la Cámara de Cuentas. Uno tras otro, los funcionarios reales, llevando su registro, eran llamados al mismo tiempo que los «reformadores» que habían circulado por sus circunscripciones.
Aunque las investigaciones habían sido muy rápidas, permitieron, no obstante, recoger gran número de denuncias locales, cuya mayor parte fue verificada rápidamente. Casi todos los libros presentaban huellas de despilfarro y trazas de abusos y de malversaciones, sobre todo en los últimos meses, aumentadas desde la muerte de Felipe el Hermoso y mayores aún desde que se había minado la autoridad de Marigny.
Los barones empezaron a murmurar, como si ellos hubieran sido ejemplo de honradez, o como si las dilapidaciones se hubieran ensañado en sus bienes propios. El miedo se apoderó de los funcionarios, y algunos prefirieron desaparecer subrepticiamente por el fondo de la tienda, dejando para más tarde dar explicaciones.
Cuando se llegó a los prebostes y recaudadores de las regiones de Montfort-l'Amaury, Neauple, Dourdan y Dreux, sobre los que Tolomei había proporcionado a los reformadores elementos muy concretos de acusación, se alzó alrededor del rey una gran oleada de cólera. Pero el más indignado de todos los señores, el que más alto dejó sentir su furor, fue Marigny. Su voz tapó todas las otras voces y se dirigió a sus subordinados con tal violencia que les hizo encorvar las espaldas. Exigía restituciones y prometía castigos. Súbitamente, monseñor de Valois, levantándose, le cortó la palabra.
-Hermoso papel estáis representando ante nosotros, señor Enguerrando -exclamó-. Pero de poco os sirve que tronéis tan fuerte ante esos bribones. Todos ellos no son más que hombres que vos habéis empleado, afectísimos servidores vuestros, y todo pone en evidencia que vos habéis tenido parte en sus manejos.
A esta declaración siguió un silencio tan profundo que se pudo oír el canto de un grillo allá en la campiña. El Turbulento, visiblemente sorprendido, miraba, escrutador, a derecha y a izquierda.
Todos los asistentes contuvieron el aliento, al ver que Marigny se dirigía hacia Carlos de Valois. -¡Messire. -dijo sordamente-. Si alguno de esa caterva -designó con la mano abierta a la
asamblea de los recaudadores-, si uno solo de esos malos servidores del reino puede afirmar en conciencia y jurar por su fe que me ha sobornado de alguna manera, o remitido la menor cantidad de sus Ingresos, que se aproxime.
Entonces, empujado por la enorme pierna de Roberto de Artois, se vio adelantarse al preboste de Montfort cuyas cuentas estaban en curso de examen.
-¿Qué tenéis que decir? ¿Venís a buscar vuestra cuerda? -le gritó Marigny.
Tembloroso, con la cara redonda marcada por el haba color de vino, permanecía mudo. Sin embargo, había sido bien adoctrinado, por Guccio primero, después por Roberto de Artois, quien le había prometido que no sería castigado si prestaba testimonio contra Marigny.
-Y bien, ¿qué tenéis que decir? -preguntó a su vez Valois-. No temáis confesar la verdad, pues nuestro querido rey está aquí para escucharlo todo y sentenciar de una manera justa.
Portefruit puso una rodilla en tierra delante de Luis X y, abriendo los brazos, pronunció con una voz tan débil que a duras penas se oía:
-Sire, he cometido grandes faltas, pero he sido obligado a hacerlo por un empleado de Monseñor de Marigny, que me reclamaba cada año la cuarta parte de las tasas, por cuenta de su amo. -¿Qué empleado? Decid su nombre, y que comparezca -gritó Enguerrando-. ¿Qué
cantidades le habéis entregado vos?
Entonces el preboste se desmoronó, cosa que podían haber previsto los que lo habían aleccionado, pues era seguro que un hombre que se había dejado dominar por Guccio, se hundiría en presencia de Marigny. Nombró a un empleado que había muerto hacía cinco años y se enredó citando otro cómplice; pero éste resultó pertenecer a la casa del conde de Dreux y no a la de Marigny. No pudo explicar por qué misterioso conducto pudieron llegar al rector del reino los fondos desaparecidos.
Su declaración rezumaba felonía. Marigny la cortó en seguida diciendo:
-Sire, como vos podéis juzgar, no hay una sola palabra de verdad en lo que ha farfullado ese hombre; es un ladrón que para salvarse repite palabras enseñadas y mal enseñadas. Que se me reproche haberme equivocado al poner mi confianza en esos sapos, cuya falta de honradez se acaba de poner de manifiesto; que se me acuse de no haber mandado atormentar a unabuena docena de ellos. Aceptaré el reproche, aunque desde hace cuatro meses se me ha despojado de todos los medios para actuar sobre ellos. Pero que no se me agravie acusándome de robo. Es la segunda vez que messire de Valois se permite hacerlo, y esta vez no lo toleraré.
Señores y magistrados comprendieron entonces que se iba a ventilar por fin la gran disputa. Dramático, con una mano sobre el corazón, y con la otra señalando a Marigny, Valois replicó, dirigiéndose al rey:
-Sire, sobrino mío, hemos sido engañados por un bellaco que ha estado entre nosotros demasiado tiempo, y cuyas fechorías han traído la maldición sobre nuestra casa. El es la causa de los males que nos aquejan y quien, por el dinero que recibió, concedió a los flamencos varias treguas vergonzosas para el reino. Por eso vuestro padre cayó en tal tristeza que se anticipó su hora. Enguerrando es el causante de su muerte. Por mi parte, estoy dispuesto a probar que es un ladrón y que ha traicionado al reino, y si no lo mandáis detener al instante, ¡voto a Dios que no apareceré más por vuestra corte ni por vuestro consejo! *
-¡Mentís, por la barba! -gritó Marigny.
-Voto a Dios, vos sois quien mentís, Enguerrando -respondió Valois.
Y se acometieron llenos de furor; se agarraron por el cuello, y aquellos dos hombres, aquellos dos búfalos, uno de los cuales había llevado la corona de Constantinopla y el otro tenía su estatua en la Galería de los reyes, se recrearon en vomitarse las peores injurias, golpeándose como mozos de cuerda delante de toda la corte y de toda la administración del país.
Los nobles se habían levantado, los prebostes y recaudadores se habían echado hacia atrás, tirando sus bancos. Luis X tuvo una reacción inesperada: sentado sobre la silla curul se echó a reír estrepitosamente.
Indignado por esta risa tanto como por el espectáculo vergonzoso que ofrecían los dos luchadores, Felipe de Poitiers se adelantó y, con una energía sorprendente en un hombre tan delgado, separó a los dos adversarios y los mantuvo al extremo de sus largos brazos. Marigny y Valois jadeaban, con la cara como la grana y los vestidos desgarrados.
-Tío -dijo Felipe de Poitiers-, ¿cómo os atrevéis? Marigny, ¡recobrad el dominio sobre vos, os lo ordeno! Volved a vuestra casa y esperad a que la calma vuelva a los dos.
La decisión, la potencia que emanaba de aquel muchacho de veinticuatro años se impusieron a unos hombres que casi le doblaban la edad.
-Partid, Marigny, os digo -insistió Felipe de Poitiers-. ¡Bouville! Lleváoslo.
Marigny se dejó llevar por Bouville y salió de la mansión de Vincennes. La gente se apartaba a su paso como si fuera un toro de lidia al que trataran de conducir al toril. Valois no se había movido de su sitio; temblaba de furor y repetía:
-¡Lo haré colgar! ¡tan verdad como que existo, lo haré colgar!
* Estas palabras son textualmente las pronunciadas por carlos de Valois en aquella ocasión y tales como las hemos encontrado en los informes proporcionados por las crónicas de aquel tiempo. Luis X había dejado de reír. La intervención de su hermano acababa de darle una lección
de autoridad. Y además se daba de pronto cuenta de que se le había engañado. Se desembarazó del cetro, que entregó a su chambelán y dijo brutalmente a Valois:
-Tío, tengo que hablar con vos sin tardanza. Tened la bondad de seguirme.
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Los reyes malditos II - La reina estrangulada
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