El rey, sus tíos y el destino
La reina Juana, madre de Luis X, heredera de Navarra, había muerto en 1305. A partir de 1307, es decir, desde el momento en que, a los dieciocho años, había sido investido oficialmente de la corona navarra, Luis había recibido la mansión de Nesle para su residencia personal. No había habitado, pues, en el palacio, tras los remozamientos ordenados por su padre los últimos años.
Así pues, aquella tarde de diciembre, a la vuelta de Saint Denis, al entrar Luis en las habitaciones reales para tomar posesión, no encontró nada que le recordara su infancia. Ninguna rotura en el pavimento, conocida desde siempre; ningún chirrido especial de tal o cual puerta oído anteriormente podía conmoverlo o enternecerlo; no encontraba nada que le permitiera decir: «Delante de esta chimenea me tenía mi madre en su regazo» o «desde esta ventana vi, por primera vez, la primavera.» Las ventanas tenían otra proporción, las chimeneas eran nuevas.
Felipe el Hermoso, monarca económico, casi avaro en su atención personal, no reparaba en gastos cuando se trataba de enaltecer la idea de la realeza. Había querido que el palacio fuera imponente, aplastante, tanto interior como exteriormente; y que, en el corazón de la capital, igualara en cierto modo a Notre-Dame. Allá la grandeza de la Iglesia; aquí, la grandeza del Estado. Allí la gloria de Dios; aquí, la del rey.
Para Luis, ésta era la morada de su padre, un padre silencioso, distante, terrible. De todas las estancias, la única que le parecía familiar era la cámara del Consejo, donde tantas veces, apenas formulaba una opinión, había oído decir: «¡Cállate, Luis!»
Avanzaba de sala en sala. Los criados, ahogando sus pisadas, se escurrían a lo largo de las paredes; los secretarios se esfumaban por las escaleras; todo el mundo observaba todavía un silencio de velada mortuoria.
Se detuvo finalmente en la estancia en la que su padre permanecía habitualmente para trabajar. Era de dimensiones modestas, pero con una gran chimenea en la que ardía un fuego como para asar un buey. Para calentarse sin sufrir el ardor de las llamas, habían colocado delante del fuego unas pantallas tejidas de mimbre que un criado remojaba frecuentemente. Varios candeleros de seis velas en forma de corona iluminaban claramente la estancia.
Luis se despojó de su ropa, que puso en una de las pantallas. Sus tíos, su primo y su chambelán lo imitaron y pronto comenzó a escapar vapor de las pesadas telas empapadas de agua, de los terciopelos, de las pieles de abrigo y de los bordados, mientras que los cinco hombres, en camisa y calzones, se calentaban los riñones al fuego, semejantes a cinco labriegos a su regreso de un enterramiento en el campo.
De pronto, del ángulo donde estaba la mesa de trabajo de Felipe el Hermoso, llegó un largo suspiro, casi un gemido.
Luis X gritó con voz aguda:
-¿Qué es eso?
-Es Lombardo, Sire -dijo el criado encargado de mojar las pantallas.
-¿Lombardo? Pero si ese perro estaba en Fontainebleau, con la jauría. ¿Cómo ha llegado aquí? -Por sí solo, hay que creer, Sire. Llegó anteanoche todo cubierto de barro, al mismo tiempo
que llegaba el cuerpo de nuestro antiguo señor a Notre-Dame. Se ha escondido bajo este mueble y no se quiere mover.
-¡Que lo cojan, que lo encierren en las cuadras!
Contrariamente a su padre, Luis detestaba a los perros, les tenía miedo, desde que, siendo niño, le había mordido uno.
El criado se agachó y tiró por el collar a un gran lebrel oscuro, con el pelo pegado en los flancos y los ojos febriles.
Este era el perro, obsequio del banquero Tolomei, que no se había apartado del rey Felipe durante los últimos meses. Como se resistiera a salir, agarrándose al pavimento con las uñas, Luis X lo apartó con un puntapié en el costado.
-Ese animal trae desgracia. Primero, llegó aquí el día en que quemaron a los Templarios, el día que... Se oyeron voces en una pieza contigua, y el criado y el perro se cruzaron en la puerta con
una niña vestida embarazosamente con ropas de luto, a la que empujaba una dama de compañía, diciéndole:
-Id, doña Juana; id a saludar a nuestro señor el rey, vuestro padre.
Aquella niña de apenas cuatro años, de pálidas mejillas, de ojos demasiado grandes, era por el momento la heredera del trono de Francia.
Tenía la frente redonda y combada de Margarita de Borgoña, pero su tez y sus cabellos eran claros. Avanzaba, mirando directo delante de ella con esa expresión obstinada que muestran los niños malqueridos.
Luis X, con un gesto, impidió que llegara hasta él.
-¿Por qué la han traído aquí? ¡De ningún modo quiero verla! -exclamó-. Que la conduzcan sin tardanza al Palacio de Nesle; es allí donde debe alojarse, puesto que allí fue...
-Conteneos, sobrino -dijo el conde Evreux.
Luis esperó a que salieran la dama de compañía y la princesita, más atemorizada aquélla que ésta. -¡No quiero ver más a esa bastarda! -dijo.
-¿Estáis, pues, tan seguro de que lo sea, Luis? -preguntó monseñor de Evreux, alejando del fuego sus vestidos para que no se chamuscaran.
-Me basta con la duda -respondió el Turbulento-. No quiero reconocer nada que venga de una mujer que me ha traicionado.
-Sin embargo, esta niña es rubia como todos nosotros.
-Felipe de Aunay también era rubio -replicó amargamente el Turbulento. El conde de Valois vino a apoyar al joven rey.
-Luis debe tener buenas razones, hermano, para hablar de esa manera -dijo con autoridad.
-Además -prosiguió Luis a voz en grito-, no quiero oír esa palabra que se me ha lanzado hace poco al pasar; no quiero adivinarla sin cesar en la mente de las gentes; no quiero dar ocasión de que lo piensen al mirarme.
Luis de Evreux se contuvo para no contestar: «Si hubieras tenido mejor carácter, amigo mio, y más bondad en el corazón, tu mujer quizá te hubiera amado...» Pensaba en la desgraciada niña que iba a vivir, rodeada solamente de criados indiferentes, en el inmenso y desierto palacio de Nesle. De improviso, oyó que Luis decía.
-¡Ay! Voy a estar muy solo aquí.
Luis de Evreux miró compasivo y estupefacto a aquel sobrino que conservaba sus resentimientos como un avaro guarda su oro; maltrataba a los perros porque uno lo había mordido, expulsaba a su hija porque había sido burlado, y se quejaba de su soledad.
-Toda criatura está sola, Luis -dijo gravemente-. Cada uno de nosotros sufre en soledad el instante de la muerte; y es vano creer que no ocurre igual en otros instantes de la vida. Incluso el cuerpo de la esposa con quien dormimos resulta extraño; incluso los hijos que hemos engendrado resultan para nosotros personas extrañas. Sin duda el Creador lo ha querido así para que cada hombre no tenga otra comunión que la suya y todos juntos la tengamos en El... El único alivio a este aislamiento está en la compasión y en la caridad, es decir, en saber que los demás padecen de nuestro mismo mal.
Con el cabello húmedo y lacio, la mirada vaga, la camisa pegada a sus huesudos costados, el Turbulento parecía un ahogado a quien acabaran de sacar del Sena. Quedó silencioso un momento. Algunas palabras, como esas, precisamente, de caridad y compasión, no tenían sentido para él, y no las entendía más que los latines de los clérigos. Se dirigió a Roberto de Artois:
-Así, Roberto, ¿estáis seguro de que no cederá?
-El gigante, secándose todavía, y cuyas botas humeaban como un caldero, sacudió la cabeza negativamente.
-Mi señor primo, como os dije ayer tarde, presioné sobre doña Margarita de todas las formas. Puse en juego con ella mis más sólidos argumentos. Choqué con una repulsa de tal dureza que puedo aseguraros que no se obtendrá nada. ¿Sabéis con qué cuenta? -añadió, alevoso-. Espera que muráis antes que ella.
Luis X tocó instintivamente, a través de su camisa, el pequeño relicario que llevaba al cuello. Después, dirigiéndose al conde de Valois, dijo:
-¡Pues bien! Tío, ya veis que no es tan fácil como habíais prometido. ¡Y que la anulación no parece cosa de hoy para mañana!
-Ya lo veo, sobrino, y no pienso más que en eso -respondió el de Valois.
-Primo, si teméis ayunar -dijo entonces Roberto de Artois, yo podré abastecer vuestro lecho con apetitosa carne de hembras..., cariñosas por la vanidad de servir a los placeres de un rey.
Hablaba de esto con avidez, como si se tratara de un asado a punto o de un buen plato en salsa. Carlos de Valois agitó su mano cargada de sortijas.
-Ante todo, ¿de qué os sirve, Luis, que el matrimonio sea anulado -dijo- mientras no hayáis elegido la nueva mujer con quien queréis casaros? No os inquietéis tanto por esa anulación; un soberano siempre acaba por obtenerla. Lo que precisáis es encontrar desde ahora la esposa que haya de representar a vuestro lado el papel de reina y os pueda proporcionar descendencia.
Cuando se presentaba un obstáculo, monseñor de Valois adoptaba esta posición de menospreciarlo y de saltar en seguida a la etapa inmediata. En la guerra se despreocupaba de los focos de resistencia; los cercaba y se lanzaba al ataque de la ciudadela siguiente.
-Hermano -dijo el prudente conde de Evreux- ¿creéis que la cosa es tan fácil, en la situación en que está nuestro sobrino, y si no quiere tomar una mujer indigna del trono?
-¡Vaya pues! Conozco a diez princesas en Europa que pasarían por alto muchas cosas con tal de ceñir la corona de Francia. Tenéis, sin ir más lejos, a mi sobrina Clemencia de Hungría... -dijo Valois como si la idea acabara de brotarle en la cabeza cuando la venía madurando desde hacía una semana.
Esperó ver el efecto que producía su proposición. El Turbulento levantó la cabeza, interesado.
-Es de nuestra sangre puesto que procede de los Anjou -prosiguió Valois-. Su padre, Carlos Martel, que renunció al trono de Nápoles-Sicilia para reivindicar el de Hungría, hace tiempo que murió; y sin duda ésta es la razón por la que ella no se ha casado todavía. Pero su hermano Caroberto reina ahora en Hungría y su tío es rey de Nápoles. En verdad, se le ha pasado un poco la edad del matrimonio...
-¿Cuántos años tiene? -preguntó inquieto Luis X.
-Veintidós. Pero, así y todo, ¿ no es preferible a esas muchachuelas que van al altar jugando todavía a muñecas y que, cuando crecen, se revelan llenas de villanía, mentirosas y libertinas? Además, sobrino, ¡no vais a vuestras primeras nupcias!
«Todo esto parece demasiado bien, debe de tener algún defecto que se me oculta, pensaba el Turbulento. Quizá Clemencia sea tuerta o bien jorobada.»
-¿Y cómo es... físicamente? -preguntó.
-Sobrino mio, es la mujer más hermosa de Nápoles. Los pintores, según me han asegurado, se esfuerzan en imitar sus rasgos cuando pintan en las iglesias el rostro de la Virgen María. Yo recuerdo que ya en su infancia prometía ser una belleza notable y todo parece confirmar que ha hecho honor a esta promesa.
-En efecto, parece que es muy bella -dijo monseñor de Evreux.
-Y virtuosa -añadió Carlos de Valois-. Me atengo a que reúne todas las cualidades que poseía su querida tía, que fue mi primera mujer, a la que Dios guarde. Y no olvidéis que Luis de Anjou, su otro tío y, por consiguiente, mi cuñado, habiendo renunciado al trono para entrar en religión, fue ese santo obispo de Toulouse que hace milagros desde su tumba.
-Así tendremos un segundo San Luis en la familia -observó Roberto de Artois.
-Tío, me parece que habéis tenido una feliz idea -dijo Luis X-. Hija de rey, hermana de rey, sobrina de rey y de santo, bella y virtuosa... ¡Ah! ¡Por lo menos no será morena, como la borgoñona, pues entonces sería superior a mis fuerzas!
-No, no -se apresuró a responder Valois-. No temáis, sobrino; es rubia, de buena raza franca. -¿Y vos creéis, Carlos, que esá familia, piadosa como decís, consentiría a los esponsales
antes de la anulación? -preguntó Luis de Evreux.
Monseñor de Valois se hinchó como para reventar.
-Soy demasiado amigo de mis parientes de Nápoles para que me puedan rehusar nada respondió-, y ambas cosas se pueden tratar a la vez. La reina María, que, en otro tiempo consideró un honor darme a una de sus hijas, me otorgará con gusto a su nieta para el más querido de mis sobrinos, y para que sea reina del más bello reino del mundo. Yo me encargo de ello.
-Entonces manos a la obra, tío -dijo Luis-. Enviemos una embajada a Nápoles. ¿Qué opináis, Roberto?
Roberto dio un paso hacia adelante, con las manos abiertas como si se propusiera partir al instante para Italia.
El conde de Evreux intervino otra vez. No tenía objeción al proyecto, pero opinaba que la decisión constituía un asunto de Estado tanto como de familia, y pedía que fuera debatida en el Consejo. -Mathieu -dijo inmediatamente Luis X a su chambelán-, decid a Marígny que convoque el
Consejo para mañana por la mañana.
-¿Por qué a Marigny? -dijo Valois-. Yo mismo puedo encargarme de ello, si lo deseáis. Marigny tiene demasiadas ocupaciones y prepara apresuradamente los Consejos que no tienen otro cometido que el de conceder su aprobación, sin examinar demasiado sus negocios. Pero vamos a cambiar eso, Sire, sobrino mío, y yo voy a reuniros el Consejo más indicado para serviros.
-Es muy justo, tío mío, hacedlo así -dijo Luis X, con aire de seguridad, como si la iniciativa fuera suya.
Las ropas estaban secas y todos volvieron a vestirse. «Bella y virtuosa», se repetía Luis X, «bella y virtuosa»... Después sufrió un acceso de tos y apenas oyó las despedidas. Bajando la escalera, de Artois dijo a Valois:
-¡Ah!, primo mio. ¡Qué bien habéis vendido a vuestra sobrina Clemencia, conozco a alguien cuyas sábanas arderán toda la noche!
-Roberto -dijo Valois en tono de fingido reproche-, en adelante debéis recordar que es del rey de quien habláis.
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Los reyes malditos II - La reina estrangulada
Historical FictionDERECHOS RESERVADOS A MAURICE DRUON