VI

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La lencera Eudalina
El dosel del lecho, de un jamete (El jamete era un tejido de seda que se aproximaba a nuestro raso. Se utilizaba en la confección de vestidos y en el ajuar de la casa, compitiendo con el cendal, que se hacía en todos los colores y se parecía al tafetán; con el camacán y con los tejidos de oro y de plata, pesados brocados con trama de seda. Entre las telas de lana. se empleaban mucho las jaspeadas. paños tejidos de diversos colores, las rayadas, el camelin, es decir el tejido de pelo de camello o sus imitaciones, y sobre todo las escarlatas. Estas últimas eran las prendas más ricas y más estimadas; sólo aparecían en las ocasiones solemnes. Las mejores se fabricaban en Flandes y en Inglaterra. La materia coloreante la proporcionaba la cochinilla, pequeño insecto que se encontraba en el Languedoc y que se vendía desecada. Había varios matices de escarlata: bermejo, rosado y sanguíneo.) azul oscuro sembrado de áureas flores de lis, parecía un trozo de firmamento nocturno; las cortinas tapizadas, también de la misma tela, se movían suavemente, a la tenue claridad de la mariposa suspendida por triple cadena de bronce; y la colcha de brocado de oro, que caía en tiesos pliegues hasta el suelo, centelleaba con extrañas fosforescencias.
Desde hacía dos horas, Luis X trataba en vano de conciliar el sueño en la cama que había sido de su padre. Se ahogaba bajo las mantas forradas de piel, y tiritaba cuando intentaba levantarse.
Aunque Felipe el Hermoso había fallecido en Fontainebleau, Luis experimentaba un agudo malestar al encontrarse en aquel lecho, como si percibiera en él la presencia del cadáver.
Todos los recuerdos de aquellas últimas jornadas y todos los temores del futuro se entrechocaban en su cerebro... Una voz había gritado de entre la muchedumbre «cornudo»... Clemencia de Hungría rehusaría o estaría ya desposada... El austero rostro del abate Egidio se inclinaba sobre la tumba... «Rezaremos en lo sucesivo dos plegarias... » . . .«¿Sabéis con qué cuenta? ¡Espera que muráis antes que ella!... » Un cofre de cristal aprisionaba el corazón con las arterias cortadas, tan pequeño como un corazón de cordero...
Se levantó bruscamente, el corazón le golpeaba en el pecho como un reloj loco. El médico de palacio, que lo había examinado antes de acostarse, le había asegurado, sin embargo, que no tenía los humores malos y que el sueño repararía la fatiga bien explicable. Si persistía la tos verían al día siguiente de darle alguna tisana con miel, o le aplicarían sanguijuelas. Pero Luis no le había confesado los dos desfallecimientos sentidos en Saint-Denis, aquel frío que le había embargado, y la vacilación de todo ante sus ojos. Y he aquí que el mismo mal, al que no podía darle un nombre, volvía a asaltarle.
Torturado por la ansiedad, el Turbulento, enfundado en un largo camisón blanco sobre el que echó una ropa de abrigo, recorría la habitación como persiguiéndose a sí mismo y como si, a la menor detención, fuera a dejar de vivir.
¿No iría a sucumbir como su padre, herido en la cabeza por la mano de Dios? «Yo también», pensaba con espanto, «estaba presente cuando quemaron a los Templarios ante el Palacio...» ¿Sabe alguien la noche que ha de morir? ¿Sabe la noche en que se volverá loco? Y si llegaba a salvar esta noche abominable, si lograba ver la tardía aurora del invierno, ¿en qué estado de agotamiento se hallaría al día siguiente para presidir su primer Consejo? El les diría: «Señores... » ¿Qué palabras encontraría?... «Cada uno de nosotros -sobrino- sufre en soledad el instante de la muerte, y es vano creer que no ocurre así en los instantes de la vida»...
-¡Mi!, ¡tío! -pronunció en voz alta el Turbulento-. ¡Por qué me habéis dicho eso!
Su propia voz le parecía extraña. Continuaba divagando, jadeante y estremecido alrededor del gran lecho envuelto en sombras.
Era aquel mueble el que lo espantaba. Aquel lecho estaba maldecido, y nunca podría dormir en él. El lecho de un muerto. «¿Tendré, pues, que pasar todas las noches de mi reinado de esta manera, dando vueltas para no morir?», se preguntaba. Había un remedio: ir a dormir a otra parte, llamar a sus gentes para que le prepararan otra habitación. Pero, ¿cómo hallar el valor de confesar: «No puedo alojarme aquí porque tengo miedo», y de presentarse a los escuderos, a los chambelanes y a los maestresalas tan abatido, tembloroso y desamparado?
Era rey y no sabía cómo reinar; era hombre y no sabía cómo vivir; estaba casado y no tenía mujer... Y aun cuando Clemencia de Hungría aceptara, ¡cuántas semanas, cuántos meses tendría que esperar todavía hasta que la presencia de otra persona tranquilizara sus noches! «¿Y me amará? ¿No hará como la otra?»
De repente tomó una determinación. Abrió la puerta, despertó al primer chambelán, que dormía totalmente vestido en la antecámara, y le preguntó:
-¿Es todavía doña Eudelina quien cuida la lencería de palacio?
-Sí, Sire. Me parece que sí -respondió Mathieu de Trye.
-Bueno, enteraos. Y si es ella, hacedla buscar en seguida.
Sorprendido, adormecido... «¡Duerme!», pensó el Turbulento con rencor... El chambelán preguntó al rey si deseaba que le cambiaran las sábanas. El Turbulento hizo un gesto de impaciencia.
-Sí, es para eso. ¡Id a buscarla, os digo!
Después volvió a entrar en la habitación y prosiguió su angustiosa ronda preguntándose: «¿Se alojará todavía en palacio? ¿La encontrarán?»
Diez minutos más tarde entró doña Eudelina, llevando una pila de sábanas, y Luis X sintió en seguida que dejaba de sentir frío.
-¡Monseñor Luis... digo, Sire! -exclamó-. Yo bien sabía que no era conveniente poneros sábanas nuevas. Se duerme mal en ellas. ¡Ha sido messire de Trye quien lo ha exigido! Afirmaba que tal era la costumbre. Yo quería poneros sábanas lavadas ya con frecuencia y muy finas.
Era una mujerona rubia, amplia, con grandes senos y un hermoso aspecto de nodriza que hacía pensar en la paz, en la tibieza y en el reposo. Tenía algo más de treinta años, pero su rostro guardaba un cierto aire de asombro tranquilo y adolescente. Por debajo del gorro blanco que se ponía para dormir se escapaban largas trenzas que tenían el color del oro y que se soltaban sobre la espalda. Con las prisas se había echado una bata por encima de su camisón de dormir.
Luis la miró un momento sin hablar, el tiempo que Mathieu de Trye, dispuesto siempre a ser útil, comprendió que ya no lo necesitaban.
-No es por las sábanas por lo que os he hecho venir -dijo al fin. Un suave rubor de confusión coloreó las mejillas de la lencera.
-¡Oh! ¡Monseñor... Sire, quiero decir! El haber vuelto a palacio os ha hecho acordaros de mí... Ella había sido su primera amante hacía diez años. El día en que supo -tenía entonces
quince años- que pronto lo iban a casar con una princesa de Borgoña, al Turbulento le poseyó un deseo frenético de descubrir el amor, al mismo tiempo que el pánico ante la idea de que no supiera comportarse como era debido con su esposa, y mientras Felipe el Hermoso y Marigny consideraban las ventajas políticas de esta alianza, el joven príncipe no pensaba en otra cosa que en el misterio de la naturaleza. Por la noche, imaginaba a todas las damas de la corte sucumbiendo a sus ardores, y de día se quedaba ante ellas sin saber qué hacer ni qué decir.
Y así, una tarde de verano en un corredor de palacio, se había arrojado bruscamente sobre una bella moza que, en una galería desierta, andaba delante de él con paso tranquilo y llevando en brazos una buena cantidad de ropa blanca. Se había lanzado contra ella con violencia, con cólera, como si el deseo le brotara del mismo pánico que lo atenazaba. Aquélla o ninguna, ahora o nunca... Sin embargo, no la violó; su agitación, su ansiedad y su torpeza lo hicieron incapaz. Exigió a Eudelina que le enseñara a hacer el amor. A falta de una seguridad de hombre, pretendió emplear sus prerrogativas de príncipe. Tuvo suerte; Eudelina no se burló de él, y consideró un honor rendirse a los deseos de este hijo de rey, dejándole creer incluso que había encontrado gusto en ello. Tanto fue así que a partir de entonces siempre se sintió un hombre delante de ella.
Luis la mandaba llamar en los momentos en que estaba dispuesto a vestirse para la caza o bien para ir a ejercitarse en las armas, y Eudelina pronto comprendió que la necesidad de amar no le asaltaba más que cuando tenía miedo. Durante algunos meses, antes de que Margarita llegara a la corte, e incluso después, ella le ayudó a superar sus terrores.
-¿Dónde está vuestra hija? -preguntó él.
-En casa de mi madre, que la cría. No quiero que esté aquí conmigo; se parece demasiado a su padre -respondió Eudelina esbozando una sonrisa.
-Al menos ésa -dijo Luis-, creo que es bien mía.
-¡Oh! ¡Ciertamente, monseñor! ¡Es bien vuestra... Sire, he querido decir. Su rostro se parece cada día más al vuestro. Por eso, para evitaros molestias, la he apartado de las gentes de palacio. Y es que una niña, a la que se puso por nombre el de Eudelina, como su madre, había
nacido de estos impacientes amores. Cualquier mujer algo dotada para la intriga hubiera asegurado su fortuna tras haber logrado tener descendencia de un noble. Pero el Turbulento temía tanto revelar lo sucedido a su padre que Eudelina tuvo piedad, una vez más, y se calló. Su marido, que era escribano de messire de Nogaret trotaba mucho tras él aquellos tiempos, por los caminos de Francia e Italia. Cuando a la vuelta, encontró a su mujer próxima a dar a luz, se puso a contar los meses con los dedos y empezó a sulfurarse. Pero una mujer atrae generalmente a hombres que tienen parecida naturaleza. El escribano no era hombre de muchos arrestos, y cuando ella le confesó de dónde venía el regalo, el miedo extinguió su cólera como el viento la llama de una bujía. Habiendo escogido el partido del silencio, murío poco después, menos de la tristeza de aquel asunto, que de un mal pernicioso que pescó en los pantanos romanos.
Y doña Eudelina continuó vigilando las coladas de palacio, por cinco sueldos cada cien manteles lavados. Llegó a ser primera lencera, lo que en la casa real era una posición burguesa.
Durante este tiempo, la pequeña Eudelina crecía, confirmando esa insolencia que tienen los bastardos para fijar en su rostro los rasgos de su ilegitimidad; y doña Eudelina pensaba que un día Luis se acordaría. ¡Le había prometido, le había jurado solemnemente que cuando fuera rey cubriría a su hija de oro y de títulos!
Ahora pensaba que había tenido razón al creerle, y se maravillaba de que se hubiera puesto tan rápidamente a cumplir sus juramentos. «No es malo en el fondo», pensaba. «Es turbulento en sus maneras, pero no es malo.»
Conmovida por los recuerdos, por el sentimiento del tiempo pasado, por las sorpresas del destino, contemplaba a aquel soberano que había encontrado antaño entre sus brazos el primer logro de su desequilibrada virilidad y que estaba allí, ante ella, en camisón, sentado en una silla, con los cabellos cayéndole hasta la barba y con los brazos alrededor de las rodillas. «¿Por qué, se decía, por qué me habrá sucedido esto a mí?»
-¿Qué edad tiene tu hija, ahora?, preguntó él. «Nueve años, ¿no es eso?»
-Nueve años, exactamente, Sire.
-Le concederé el rango de princesa tan pronto esté en edad de casarse. Esa es mi voluntad. Y tú, ¿qué deseas?
El tenía necesidad de ella. Este hubiera sido el momento de aprovecharse. La discreción no sirve de nada con los grandes de la tierra, y es preciso apresurarse a expresar una necesidad, una exigencia, un deseo, aunque sea inventado, cuando están dispuestos a satisfacerlo. Pues inmediatamente se sienten desligados de toda gratitud simplemente por haber ofrecido, y se olvidan de conceder. El Turbulento habría pasado con gusto toda la noche precisando sus liberalidades, con el fin que Eudelina le hiciera compañía hasta el alba. Pero, sorprendida por la pregunta, ella se contentó con responder:
-Lo que os plazca, Sire.
Inmediatamente, se puso a pensar en sí mismo.
-¡Ay, Eudelina, Eudelina! -exclamó-. Hubiera debido llamarte al Palacio de Nesle, donde he estado muy afligido estos meses.
-Sé, monseñor Luis, que habéis sido muy mal tratado por vuestra esposa... Pero en modo alguno habría osado ir junto a vos; ignoraba si os daría alegría o vergüenza el volver a verme.
El la miraba; pero ya no la escuchaba. Sus ojos adquirieron una fijeza turbadora. Eudelina sabía lo que quería decir aquella mirada; la conocía desde que él tenía quince años.
-¿Quieres tenderte? -ordenó él bruscamente.
-¿Ahí, monseñor, digo, Sire? -murmuró ella un poco asustada, designando el lecho de Felipe el Hermoso.
-Sí, ahí, precisamente -respondió el Turbulento con voz sorda.
Dudó un momento ante lo que le parecía un sacrilegio. Después de todo, ahora el rey era él, y aquel lecho había pasado a pertenecerle. Ella se quitó el gorro, dejó caer su bata y su camisa, y sus trenzas de oro se le soltaron por la espalda. Estaba un poco más gruesa que antes, pero aún conservaba la hermosa curva que por la cintura iba a explayarse en las nalgas, aquella espalda amplia y recta, y aquellas caderas sedosas donde jugaba la luz... Sus gestos eran dóciles, y era precisamente lo que él estaba necesitando. Como se calienta el lecho para expulsar el frío, aquel bello cuerpo expulsaría los demonios.
Un poco inquieta, otro tanto deslumbrada, Eudelina se deslizó bajo la colcha de oro.
-Yo tenía razón -dijo a continuación-. ¡Arañan estas sábanas nuevas! Bien lo sabía yo.
Luis se había despojado febrilmente de su camisa. Con el pecho hundido, los hombros huesudos, y pesado a causa de su torpeza, se echó sobre ella con precipitación desesperada, como si la urgencia no permitiera la menor dilación.
Prisa vana. Los reyes no mandan en todo; y en ciertas cosas están expuestos a los mismos fracasos que los demás hombres. Los deseos del Turbulento eran sobre todo cerebrales. Aferrado a los hombros de Eudelina como un náufrago a una boya, se esforzaba, haciendo un simulacro, en dominar un desfallecimiento que daba pocas esperanzas. «En verdad, si no le hacía mejor los honores a doña Margarita», se decía Eudelina, «se comprende que lo haya engañado».
Todos los estímulos silenciosos que ella le prodigó, todos los esfuerzos que él hizo y que en modo alguno eran de un príncipe que corre tras la victoria, quedaron sin éxito. Al fin, él se enderezó, tembloroso, abatido, avergonzado, al borde de la rabia o de las lágrimas.
Ella procuró calmarlo.
-Hoy habéis andado mucho. Habéis pasado tanto frío y debéis tener el corazón tan triste... Es muy natural que la noche en que vuestro padre ha sido enterrado... Eso puede sucederle a cualquiera, vos lo sabéis.
El contemplaba a aquella hermosa mujer rubia, ofrecida e inaccesible, tendida allí como si encarnara algún castigo infernal, y que lo miraba con compasión.
-¡Es esa ramera! -dijo él-. Es por esa ramera...
Eudelina hizo un movimiento de retroceso, pues creyó que la injuria iba dirigida a ella.
-Yo quería que la mataran, después de su infamia -continuó él con los dientes apretados-. Mi padre se negó, mi padre no me vengó, y ahora soy yo quien está como muerto... en esta cama donde siento mi desgracia, donde yo no podré dormir jamás.
-No, monseñor Luis -dijo ella dulcemente atrayéndolo hacia sí-. Es un buen lecho, es un lecho de rey. Y para expulsar lo que os impide gozar del amor, necesitáis introducir en él a una reina. Eudelina estaba conmovida, recatada, sin reproches ni despecho.
-¿Tú lo crees, Eudelina?
-Sí, monseñor Luis, os lo aseguro: en un lecho de rey, es una reina la que hace falta -repitió ella. -Quizá pronto tenga una. Creo que es rubia como tú.
-Me hacéis un gran cumplido con eso -respondió Eudelina.
-Dicen que es muy bella -continuó el Turbulento- y de gran virtud; vive en Nápoles...
-Sí, monseñor Luis, estoy segura de que os hará dichoso. Ahora, debéis procurar dormir. Maternal, le había hecho posar la cabeza sobre su hombro tibio que olía a espliego, y le escuchaba soñar en voz alta con aquella mujer desconocida, con aquella princesa lejana cuyo puesto ocupaba ella tan vanamente aquella noche. El, ante el espejismo del futuro, se consolaba de sus infortunios pasados y de sus derrotas presentes.
-Sí, monseñor Luis, una esposa como ésa es la que os hace falta. Veréis como os sentís muy fuerte a su lado.
Él se calló al fin. Y Eudelina se quedó sin osar moverse, somnolienta, con los grandes ojos fijos en las tres cadenas de la mariposa, esperando que llegara el alba para poder retirarse.
El rey de Francia dormía al fin.

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora