IV

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La impaciencia del viudo

En sus diversiones, más que en cualquier otro acto, es donde un rey, como cualquier hombre, revela las profundas tendencias de su carácter. El rey Luis X apenas sentía inclinación por la caza, por los juegos de armas ni por los torneos, y en general por ningún ejercicio que implicara riesgo de herirse. Desde su infancia tenía predilección por jugar al frontón con pelotas de cuero; pero se cansaba y se ahogaba demasiado pronto. Su diversión preferida consistía en instalarse, arco en mano, en un jardín cerrado, y tirar desde muy cerca a los pájaros, pichones y palomas que un escudero le iba soltando, uno tras otro, de una canasta de mimbre.
Aprovechando la largura del día, estaba dedicado a este cruel ejercicio en un pequeño patio de Vincennes acondicionado como un claustro, cuando su tío y su primo le trajeron al arzobispo.
La hierba verde y recortada, que cubría el suelo del patio, estaba sucia de plumas y de gotas de sangre. Una paloma, clavada por un ala en una viga del ambulatorio continuaba agitándose y zureando lastimosamente; otras, alcanzadas con mejor puntería, yacían en tierra con sus delgadas patas dobladas y crispadas sobre el vientre. El Turbulento lanzaba una exclamación de alegría cada vez que una de las flechas traspasaba a su víctima.
-¡Otra! -gritaba al escudero en seguida.
Y si la flecha, por haber errado el blanco, iba a despuntarse sobre un muro, Luis reprochaba al escudero que había soltado a la paloma en un mal momento, o por el lado equivocado.
-Sire, sobrino mío -dijo Carlos de Valois-, hoy os veo con más habilidad que nunca; pero si tenéis la bondad de suspender por un instante vuestro ejercicio, podré probaros las graves cosas que os he anunciado.
-¿Qué hay de nuevo? -dijo el Turbulento con impaciencia.
Tenía húmeda la frente y rojos los pómulos. Vio al arzobispo, e hizo una señal al escudero para que saliera.
-Entonces, monseñor -dijo dirigiéndose al prelado-, ¿es verdad que vos me impedíais conseguir un Papa?
-¡Ay, Sire! -dijo Juan de Marigny-. Vengo a revelaros ciertas cosas que yo creía ordenadas por vos y de las que estoy sinceramente apenado al saber que son contrarias a vuestra voluntad.
A continuación, dando la sensación de la mejor fe del mundo, y con cierto énfasis en el tono, relató al rey todas las maniobras de Enguerrando de Marigny para impedir la reunión del cónclave y obstaculizar la elección tanto de Jacobo Duèze, como la de un cardenal romano.
-Por duro que sea, Sire -concluyó-, tener que denunciar las malas acciones de mi hermano, me es aún más duro verle actuar contra la felicidad del reino, y contra el bien de la Iglesia, y dedicarse a traicionar al mismo tiempo a su señor de la tierra y al Señor del cielo. Ya no lo tengo por miembro de mi familia, puesto que un hombre de mi estado no tiene más familia que Dios y su rey.
«Por poco el taimado hace que se nos salten las lágrimas -pensaba Roberto de Artois-. ¡Verdaderamente este bribón sabe servirse de su lengua! »
Una paloma olvidada se había posado sobre el tejado de la galería. El Turbulento tiró una flecha que, atravesando al ave, hizo mover las tejas. Después, enfadado, dijo de repente:
-¿De qué me sirve lo que me decía ahora? ¡Está bien, denunciar el mal cuando ya está hecho! Huid, messire arzobispo, que me encolerizo.
Roberto de Artois arrastró consigo al arzobispo, que ya no era necesario, y Valois se quedó con el rey.
-¡En buena situación me encuentro! -continuó éste-. Enguerrando me ha engañado. Está bien. Triunfáis vos; pero ¿qué beneficio me reporta a mí eso? Estamos a mitad de abril, se acerca el verano. ¿Os acordáis, tío, de las condiciones de madame de Hungría: «Antes del verano.» De aquí a ocho semanas, ¿me habéis conseguido un Papa?
-Honradamente, sobrino, no lo creo posible.
-Entonces, no hay motivo para hincharos y pavonearos tanto.
-Sobradamente os había aconsejado desde el invierno que os librarais de Marigny.
-Pero ya que no lo he hecho, ¿no es mejor emplear a Marigny? Lo voy a llamar, le sermonearé, le amenazaré, tendrá que obedecerme al fin.
Tan rabioso como testarudo, el Turbulento volvía siempre a Marigny como si fuera la única solución. Se había puesto a dar grandes pasos desordenados por el porche; algunas plumas blancas se le habían pegado a los zapatos.
En verdad, el rey, Marigny, Valois, el de Artois, Tolomei, los cardenales y hasta la misma reina de Nápoles, todos habían hecho su juego personal de tal forma, que todos se encontraban en un callejón sin salida, atormentándose recíprocamente, pero sin poder avanzar un paso. Valois se daba perfecta cuenta de ello, como de que, si quería conservar la ventaja, necesitaba encontrar una solución. Y pronto.
-¡Ah, sobrino -exclamó- cuando pienso que he quedado dos veces viudo de mujeres ejemplares, considero una injusticia muy grande que vos no lo seáis de una mujer desvergonzada!
-¡Cierto, cierto! -exclamó Luis-. ¡Si al menos aquella zorra reventara!
Bruscamente se detuvo, volvió el rostro a su tío, y comprendió que éste no había hablado por tontería, o para deplorar la injusticia del destino.
-El invierno fue muy frío, las prisiones son malas para la salud de las mujeres -prosiguió Carlos de Valois-, y ya hace mucho tiempo que Marigny no nos informa acerca del estado de Margarita. Me admiro de que haya podido soportar el régimen al que ha sido sometida... ¿No podría ser que Marigny (y esto sería muy propio de él, os haya ocultado hasta qué punto está enferma y próxima a su fin? Convendría ir a ver.
Los dos quedaron absortos en el silencio que los rodeaba.
Es admirable entre príncipes, que se comprendan tanto que las palabras resultan innecesarias...
-Vos me habíais asegurado, sobrino -dijo simplemente Valois después de un silencio-, que me daríais a Marigny el día que tuvierais un Papa.
-También puedo dároslo, tío, el día en que sea viudo -respondió el Turbulento, bajando la voz. Valois se pasó sus manos ensortijadas por las enrojecidas mejillas y prosiguió susurrante:
-Sería preciso que me dierais primero a Marigny, puesto que es él quien manda en todas las fortalezas e impide que se entre en Château-Gaillard.
-Está bien -respondió Luis X-. Retiro mi mano de su cabeza. Podéis decir a vuestro canciller que me presente, para que las firme, todas las órdenes que creáis oportunas.
Aquella misma noche, después de la hora de cenar, Enguerrando de Marigny preparaba a solas la memoria que pensaba enviar al rey pidiendo, conforme a las nuevas ordenanzas, el juicio de Dios. Es decir, iba a desafiar al conde de Valois a singular combate, y se encontraba ahora con ser el primero en pedir la aplicación de la «carta de los señores» contra la cual tanto había luchado.
Fue entonces cuando le anunciaron la llegada de Hugo de Bouville a quien recibió inmediatamente. El antiguo gran chambelán de Felipe el Hermoso tenía aspecto sombrío y parecía acosado por sentimientos encontrados.
-Enguerrando, he venido para prevenirte -dijo mirando a la alfombra-, no duermas esta noche en tu casa, pues quieren arrestarte. Lo sé.
-¿Arrestarme? Es una palabra yana. No se atreverán -respondió Marigny-. Además, dime ¿quién vendrá a detenerme? ¿Alan de Pareilles? Alan nunca aceptará tal orden. Más bien cercaría mi palacio con sus arqueros, para defenderme.
-Haces mal en no creerme, Enguerrando, como también has hecho mal, te lo aseguro, en obrar como has obrado en estos últimos meses. Cuando se ocupa el puesto que nosotros tenemos, trabajar contra el rey, sea cual sea el rey, es trabajar contra si mismo. También yo me pongo en trance de trabajar contra el rey en este momento, por la amistad que te tengo, y porque quisiera salvarte. El corpulento Bouville se sentía verdaderamente desgraciado. Servidor leal del soberano,
amigo fiel, dignatario íntegro, respetuoso de las leyes de Dios y de las leyes del reino, los sentimientos que lo animaban, todos honrados, se volvían, de pronto, inconciliables.
-Lo que acabo de manifestarte, Enguerrando -prosiguió-, lo sé por monseñor Felipe de Poitiers, que es tu único apoyo por el momento. Monseñor de Poitiers desearía que pusieras tierra por medio entre tú y los nobles. Le ha aconsejado a su hermano que te envíe a gobernar algún territorio lejano, Chipre, por ejemplo.
-¿Chipre? -exclamó Marigny-. ¿Dejarme encerrar en esa isla, al otro extremo del mar, cuando he gobernado el reino de Francia? ¿Es allá donde quieren desterrarme? Yo continuaré caminando como dueño y señor sobre el suelo de París, o moriré.
Bouville sacudió tristemente sus negros y blancos mechones.
-Créeme -repitió-, no duermas esta noche en tu casa. Y si crees que mi casa es suficiente asilo... Haz lo que quieras; yo ya te lo he advertido.
En seguida que partió Bouville, Enguerrando fue a tratar de aquel asunto con su esposa y con su cuñada la señora de Chanteloup. Necesitaba hablar y sentir la presencia de sus familiares. Las dos mujeres opinaron asimismo, que debía partir al instante hacia uno de los señoríos normandos y después, desde allí, si el peligro apremiaba, ganar un puerto y refugiarse en la corte del rey de Inglaterra.
Pero Enguerrando se encolerizó.
-¡Así, pues, no estoy rodeado más que de cluecas y de capones!
Y se fue a acostar como las demás noches. Acarició a su perro favorito, se hizo desnudar por su ayuda de cámara, y miró como éste sacaba la pesa del reloj, objeto poco extendido todavía entre los nobles, y que había adquirido a gran precio. Pensó durante un momento en las últimas frases de la memoria al rey y las anotó; se aproximó a la ventana, apartó la cortina y contempló los tejados de la ciudad dormida. Pasaba la ronda por la calle de Fossés-Saint-Germain, repitiendo cada veinte pasos, con voz rutinaria:
-¡Medianoche... y la ronda...! ¡Dormid en paz...!
Como siempre, llevaban un retraso de un cuarto de hora con relación al reloj... Enguerrando fue despertado al alba por un estrépito de botas que llegaba del patio, y por los golpes qúe daban en las puertas. Un escudero despavorido vino a advertirle que los arqueros estaban abajo. Pidió sus vestidos, se vistió a toda prisa y, en el rellano, se encontró con su mujer y su hijo que acudían, trastornados.
-Teníais razón -dijo a su mujer besándola en la frente-. Nunca os he escuchado cuanto debía. Partid hoy mismo con Luis.
-Hubiera partido con vos, Enguerrando. Pero ahora no sabría alejarme del lugar donde se os va a imponer un injusto padecimiento.
-El rey Luis es mi padrino -dijo Luis de Marigny-. Voy corriendo en seguida a Vincennes...
-Tu padrino es un pobre diablo y la corona le queda ancha en la cabeza -respondió Marigny con cólera.
Después, como advirtiera que estaba oscura la escalera, gritó:
-¡Vamos, criados! ¡Luz! ¡Alumbradme!
Y cuando sus servidores acudieron, descendió entre las dos filas de candelabros como un rey. El patio estaba lleno de soldados. En el marco de la puerta armado con casco y cota de
mallas, se recortaba una alta silueta sobre la mañana gris.
-¿Cómo has aceptado, Pareilles...? ¿Cómo has osado? -dijo Marigny levantando las manos.
-No soy Alan de Pareilles -respondió el oficial. Messire de Pareilles ya no manda los arqueros. Se apartó para dejar pasar a un hombre delgado, con vestido eclesiástico, que era el
canciller Esteban de Mornay. Como Nogaret, ocho años antes, había ido en persona a apoderarse del Gran Maestre de los Templarios, Mornay venía ahora en persona a prender al rector general del reino. -Messire Enguerrando -dijo-, os ruego que me sigáis al Louvre, donde tengo orden de
encerraros.
A la misma hora, la mayor parte de los grandes jurisconsultos burgueses del reinado anterior, Raúl de Presles, Miguel de Bourdenai, Guillermo Dubois, Godofredo de Briançon, Nicolás Le Loquetier y Pedro de Orgemont, eran detenidos en sus domicilios y conducidos a diversas prisiones, mientras se despachaba un destacamento hacia Châlons para prender al obispo Pedro de Latille, el amigo de juventud de Felipe el Hermoso, al que éste había llamado con tanto interés en sus últimos instantes.
Con ellos, todo el reinado del Rey de Hierro era sometido a prisión.

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora