VII

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La estatua abatida

En la oscuridad de Montfaucon, donde las cadenas rechinaban al viento, aquella noche, unos ladrones descolgaron al ilustre muerto y lo despojaron de sus vestiduras; al amanecer, se encontró el cuerpo de Marigny desnudo sobre la piedra.
Monseñor de Valois, al que a toda prisa advirtieron del suceso cuando aún se encontraba acostado, dio orden de volverlo a vestir, y de que nuevamente se le colgara. Después, él mismo se vistió, bajó lleno de vitalidad, con más vitalidad que nunca, y fue, completamente hinchado por su fuerza intacta, a mezclarse con el movimiento de la ciudad, con el tráfico de los hombres y con el poder de los reyes.
Llegó al Palacio en compañía del canónigo Mornay, su antiguo canciller, para el que había logrado el cargo de guardasellos de Francia. En la Galería Merciére mercaderes y papanatas contemplaban el trabajo de cuatro albañiles encaramados en un andamiaje, que desempotraban la gran estatua de Enguerrando de Marigny. La efigie estaba sujeta al muro, no sólo por la base, sino por la espalda. Los picos y los buriles golpeaban la piedra, que saltaba en pequeños cascotes blancos. Se abrió una ventana interior que daba a la galería y Valois y el canciller aparecieron en la
balaustrada. Los mirones, a la vista de sus nuevos amos, se destocaron.
-Seguid, buena gente, seguid mirando; buen trabajo el que se está haciendo -lanzó Valois, dirigiendo al grupo un gesto insinuante. Luego volviéndose a Mornay, le preguntó-: ¿Habéis acabado el inventario de los bienes de Marigny?
-Lo he acabado, monseñor; y las cifras son muy elevadas.
-No lo dudo -dijo Valois-. Así se encontrará el rey con fondos para recompensar a los que le han servido bien en este asunto. Para empezar, yo exijo la devolución de mi tierra de Gaillefontaine, que el bribón me arrebató aprovechándose de un mal cambio. Esto no es recompensa, es justicia. Por otra parte, convendría que mi hijo Felipe dispusiera por fin de casa propia y de propios medios de vida. Marigny tenía dos palacios el de Fossés-Saint-Germain y el de la calle Austriche. Me inclino por el segundo. También sé que el rey quiere ser generoso con Enrique de Meudon, que le abre las canastas de las palomas, y a quien él llama su montero; anotad ese deseo. ¡Ah! Sobre todo no olvidéis que monseñor de Artois espera, desde hace cinco años, las rentas de su condado de Beaumont. Ésta es la ocasión de darle una parte. El rey está muy obligado con nuestro sobrino de Artois. -El rey -dijo el canciller- va a tener que ofrecer a su nueva esposa los regalos de costumbre,
y parece decidido, llevado de su enamoramiento, a las mayores larguezas. Pero su bolsa no está en condiciones de subvenir a este gasto. ¿No podrían retenerse ahora los bienes de Marigny para cubrir las atenciones que serán tributadas a nuestra nueva reina?
-Pensáis cuerdamente, Mornay. Presentad al rey una partición en ese sentido, colocando a mi sobrina de Hungría a la cabeza de los beneficiarios. El rey no podrá menos que aprobarla -dijo Carlos de Valois sin apartar los ojos de los albañiles.
-Naturalmente, monseñor -añadió el canciller-, yo me guardaré bien de pedir nada para mí mismo. -Y en eso hacéis bien, Mornay, pues los espíritus maliciosos podrían decir que no habéis
buscado la perdición de Marigny más que para participar en el reparto de sus bienes. Haced, pues, engrosar mi parte, y yo os gratificaré según vuestros méritos... ¡Ah, se ha movido! -agregó Valois, señalando la estatua con el dedo.
La gran efigie de Marigny estaba ahora completamente despegada del muro; la ataron con cuerdas. Valois puso su mano ensortijada sobre el hombro del canciller.
-Verdaderamente el hombre es una criatura extraña. ¿Creeréis que, de golpe, experimento como un vacío en el alma? Estaba tan acostumbrado a odiar a ese malvado, que me parece que ahora voy a echarlo de menos.
En el mismo instante, en el interior de palacio, Luis X, en su dormitorio, acababa de hacerse afeitar. A unos pasos de él, permanecía de pie doña Eudelina, de buen color y fresca, teniendo de la mano a una niña de diez años un poco delgada, intimidada, y que no podía saber que aquel rey, cuyo mentón estaban secando con toallas calientes, era su padre.
La primera lencera de palacio, conmovida y llena de esperanza, esperaba conocer el motivo por el que Luis les había llamado a ella ya su hija.
Cuando el barbero hubo salido llevándose bacía, ungüentos y navajas, el rey de Francia se levantó, sacudió sus largos cabellos alrededor del cuello y dijo:
-¿Verdad, Eudelina, que mi pueblo está contento porque he hecho colgar al señor de Marigny? -Es cierto, monseñor Luis... Sire, quiero decir. Todo el mundo cree que los infortunios han
terminado...
-Está bien, está bien; así quiero que sea.
Luis recorrió la cámara, se inclinó hacia un espejo, observó su rostro unos momentos y se volvió. -Te había prometido asegurar el porvenir de esta niña... Se llama Eudelina, como tú...
Lágrimas de emoción nublaron los ojos de la lencera; presionó ligeramente los hombros de su hija. La pequeña Eudelina se arrodilló para oír de la boca soberana el anuncio de sus beneficios.
-Sire, esta niña os bendecirá hasta el fin de sus días en sus oraciones.
-Eso es precisamente lo que he decidido -respondió el Turbulento-. ¡Que ore! Entrará en religión, en el convento de Saint-Marcel, reservado a jóvenes nobles, donde estará mejor que en ninguna otra parte.
El estupor ensombreció las facciones de la lencera.
-¿Es eso pues, Sire, lo que deseáis para ella? ¿Enclaustrarla?
-Pues ¿qué? ¿No es un buen porvenir? -dijo Luis-. Además es preciso que sea así; ella no sabría estar en el mundo. Y considero bueno para nuestra salvación y para la suya que expíe con una vida de piedad la falta que nosotros cometimos trayéndola al mundo. En cuanto a ti...
-Monseñor Luis, ¿pensáis encerrarme también en un claustro? -preguntó Eudelina con espanto. ¡Cómo había cambiado el Turbulento en poco tiempo! Ya no encontraba nada en este
hombre que expresaba sus órdenes en un tono que no admitía réplica, del adolescente inquieto a quien había enseñado el amor, ni del pobre príncipe, tembloroso de angustia, de impotencia y de frío, que ella había hecho entrar en calor una noche del pasado invierno. Solamente los ojos conservaban la misma expresión huidiza.
-A ti -dijo él-, te voy a dar el cargo de vigilar en Vincennes el mobiliario y la ropa blanca, para que todo esté dispuesto allí cuando yo vaya.
Eudelina movió la cabeza. Este alejamiento de palacio, enviándola a una residencia secundaria, lo sentía como una ofensa. ¿No estaba, pues, satisfecho de la manera como cumplía su oficio? En cierto sentido, habría aceptado mejor el claustro. Su orgullo no se habría dolido tanto.
-Soy vuestra servidora y os obedeceré -respondió friamente. Hizo levantar a la niña y la cogió de la mano.
En el momento de franquear la puerta, vio el retrato de Clemencia de Hungría colocado sobre una consola y preguntó:
-¿Esella?
-Es la próxima reina de Francia -respondió Luis X no sin altivez.
-Que seáis muy dichoso, Sire -dijo ella al abandonar la estancia. Había dejado de amarlo.
«Desde luego, desde luego, voy a ser dichoso», se repetía Luis, andando a través de la habitación en la qúe el sol entraba a raudales.
Por primera vez desde que era rey, se sentía plenamente satisfecho y seguro de si mismo. Se había librado de su infiel esposa y del demasiado poderoso ministro de su padre; había alejado a su primera amante y había enviado a su hija natural a un convento.
Despejados todos los caminos, ahora podía acoger a la bella princesa napolitana, a cuyo lado ya se veía viviendo un largo reinado de gloria.
Llamó al chambelán de servicio.
-He mandado llamar a messire de Bouville. ¿Ha llegado?
-Sí, Sire; espera vuestras órdenes.
En aquel momento los muros de palacio vibraron con un ruido sordo.
-¿Qué es eso? -preguntó el rey.
-La estatua, creo, Sire, que acaba de caer.
-Está bien... decid a Bouville que entre.
Y se dispuso a recibir al antiguo gran chambelán.
En la Galería Merciére yacía sobre el pavimento la estatua de Enguerrando. Las cabrias habían girado con demasiada rapidez, y los veinte quintales de piedra habían chocado brutalmente contra el suelo. Los pies se habían roto.
En la primera fila de la multitud, maese Spinello Tolomei y su sobrino Guccio se inclinaban sobre el coloso abatido.
-¡Yo lo he visto, yo lo he visto! -murmuraba el capitán de los Lombardos.
Druon
No mostraba una alegría ostentosa, como monseñor de Valois allá en lo alto de la ventana en la balaustrada; pero su alegría no tenía el menor asomo de melancolía. Sentía plena satisfacción, simple y sin reservas. Bajo el gobierno de Marigny, ¡habían temblado tantas veces los banqueros italianos por sus bienes y hasta por su vida! Maese Tolomei, con un ojo abierto y otro cerrado, aspiraba el aire de la liberación.
-Ese hombre, verdaderamente, no era amigo nuestro, -dijo-. Los barones se glorian de haberlo hecho caer, pero nosotros hemos tenido nuestra buena parte en ese trabajo. Tú mismo, Guccio, me has ayudado mucho. Quiero darte una recompensa, asociarte más a mis negocios. ¿Deseas algo en particular?
Habían echado a andar entre los azafates de los mercaderes. Guccio bajó su afilada nariz y sus largas pestañas negras.
-Tío Spinello, quisiera dirigir la factoría de Neauphle.
-¡Qué! -exclamó Tolomei verdaderamente sorprendido-. ¿Esa es toda tu ambición? ¿Una factoría rural? ¡Una factoría que funciona con tres empleados que se bastan y sobran para su tarea! ¡No son muy grandes tus aspiraciones!
-Me gusta esa factoría -dijo Guccio-, y estoy seguro de poder ampliarla.
-Más seguro estoy yo -dijo Tolomei- de que es el amor más que la banca lo que te empuja hacia allá... ¿No será la damita de Cressay? He visto las cuentas. No solamente nos deben, sino que encima los alimentamos.
Guccio observó a su tíoy vio que sonreía.
-Es bella como ninguna, tío, y de gran nobleza.
-¡Vaya, vaya! -exclamó Tolomei elevando las manos-. ¡Una niña de la nobleza! Te vas a meter en un gran aprieto. La nobleza, tú lo sabes, siempre está dispuesta a tomar nuestro dinero, pero no a dejar que su sangre se mezcle con la nuestra. ¿Está de acuerdo la familia?
-Lo estará, tío, sé que lo estará. Los hermanos me tratan como a uno de los suyos. Arrastrada por dos caballos de tiro, la estatua de Marigny acababa de abandonar la Galería Merciére. Los albañiles enrollaban sus cuerdas y la multitud se dispersaba.
-María me ama tanto como yo a ella, y querer que vivamos el uno sin el otro, es querer hacernos morir. Con las nuevas ganancias que voy a conseguir en Neauphle, podré reparar la casa solariega, que es hermosa, os lo aseguro, pero que requiere un poco de trabajo, y vos tendréis un castillo, tío, un castello como un vero signore.
-Pero tú sabes que no me gusta el campo -dijo Tolomei-. Si alguna vez he tenido que ir a Granelle o a Vaugirar, me parece que estoy al fin del mundo y me caen cien años encima... Yo había soñado para ti otra boda, con una hija de nuestros primos los Bardi... Se interrumpió un instante.
-Pero es querer mal a quien se quiere, procurar construir su felicidad contra su gusto. ¡Ea, muchacho! Te doy la factoría de Neauphle. Y cásate con quien te plazca. Los sieneses son hombres libres y han de elegir su esposa según su corazón. Pero trae a tu mujer a París cuanto antes. Será bien acogida bajo mi techo.
-Grazie, zio Spinello, grazie tante! -dijo Guccio arrojándose al cuello del banquero.
El conde de Bouville, saliendo de las estancias reales atravesaba entonces la Galería Merciére. Andaba con el paso firme que adoptaba cuando el soberano le había hecho el honor de darle una orden.
-¡Ah! ¡Amigo Guccio! -exclamó al distinguir a los italianos-. Es una suerte haberos encontrado aquí. Precisamente iba a enviar un escudero a buscaros.
-¿En qué puedo serviros, messire Hugo? -dijo el joven-. Mi tío y yo estamos a vuestra disposición.
Bouville sonreía a Guccio con expresión de auténtica amistad.
-¡Una buena noticia, si, una buena! He hablado al rey de vuestros méritos y de cuán útil me fuisteis. El joven se inclinó, en señal de agradecimiento.
-Pues bien, amigo Guccio -añadió Bouville-, ¡volvemos a Nápoles!

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora