Monseñor Roberto de Artois
La nieve fundida se escurría de los tejados. Por todas partes se barría, por todas partes se bruñía. El cuerpo de guardia resonaba en el chapoteo de los cubos de agua echada sobre las losas. Se engrasaban las cadenas del puente levadizo, se preparaban los hornos de hervir la pez, como si la fortaleza fuera a ser atacada en cualquier momento. Desde Ricardo Corazón de León, no había sufrido Château-Gaillard semejante zafarrancho.
Temiendo una súbita visita, el alcaide Bersumée decidió poner la guarnición en pie de revista. Con los puños en las caderas y a voz en grito, recorría las dependencias, se llevaba por delante las mondaduras que ensuciaban las cocinas, señalaba furiosamente con el mentón las telarañas que colgaban de las vigas y se hacía presentar todo el equipo. ¿Qué arquero había perdido su carcaj? ¿Dónde estaba ese carcaj? ¿Y esas cotas de malla herrumbrosas en las escotaduras? ¡Rápido, a coger arena a manos llenas y a frotarlas hasta que brillen!
-¡Si messire de Pareilles se nos echa encima, no quiero presentarle una pandilla de mendigos! -aullaba Bersumée-. ¡Venga, a moverse!
¡Y desgraciado de aquel que no corriera con toda su alma! El soldado Gros-Guillaume, justamente aquel que aspiraba a una ración suplementaria de vino, se ganó un puntapié en las piernas. El sargento Lalaine estaba extenuado. Al pisotear el barro y la nieve, los hombres entraban en los edificios tanta suciedad como quitaban. Se oía un batir constante de puertas; ChâteauGaillard parecía una casa en plena mudanza. Si las princesas hubieran querido evadirse, éste hubiera sido el mejor momento.
Por la tarde Bersumée ya no tenía voz, y sus arqueros dormitaban en las almenas. Pero cuando al día siguiente, a primera hora de la mañana, los vigías divisaron en el paisaje blanco, a lo largo del Sena, un grupo a caballo, con un pendón a la cabeza, por el camino de París, el comandante se felicitó por las disposiciones que había tomado.
Se vistió rápidamente su mejor cota de malla, se anudó sobre las botas las largas espuelas de siete centímetros, se puso el casco y salió al patio. Dedicó unos instantes a mirar, con inquieta satisfacción, a sus hombres alineados cuyas armas brillaban a la luz lechosa del invierno.
«Al menos, no se me podrá reprender por las ordenanzas -se dijo-. Y eso me dará más fuerzas para quejarme de mi escaso sueldo, y del retraso con que llega la paga de mis gentes.»
Las trompetas de los jinetes sonaban ya al pie del acantilado, y se oían los cascos de los caballos golpear el suelo gredoso.
-¡Los rastrillos! ¡El puente!
Las cadenas del puente levadizo temblaron al deslizarse y, un minuto más tarde, quince escuderos con las armas reales, que rodeaban a un alto caballero, vestido de rojo, erecto sobre su montura como si figurara su propia estatua ecuestre, atravesaron en tromba la sala del cuerpo de guardia y desembocaron en el segundo recinto de Cháteau-Gaillard.
«¿Será éste el nuevo rey?», pensaba Bersumée con precipitación, «¡Señor! ¿Será que el rey viene ya a buscar a su mujer?»
La emoción le cortó el aliento, y transcurrieron unos instantes antes de que pudiera distinguir claramente al hombre de la capa de color sangre de toro que había echado pie a tierra y que, cual coloso enfundado en pieles de abrigo, de cuero y plata, se encaminaba hacia él, entre dos filas de sus escuderos.
-¡Servicio del rey! -exclamó el inmenso caballero, agitando ante la nariz de Bersumée, sin dejarle tiempo para leerlo, un pergamino del que colgaba un sello-. Soy el conde Roberto de Artois.
Los saludos fueron breves. Monseñor Roberto de Artois hizo doblarse a Bersumée al darle una palmada en el hombro con el fin de mostrarle que no era altanero; después reclamó vino caliente para él y para toda su escolta, con una voz que hizo volver la cabeza a los vigías de las torres.
Desde la víspera, Bersumée se había preparado para brillar, para mostrarse el comandante perfecto de una fortaleza sin tacha y obrar de manera que se acordaran de él. Hasta había preparado toda una arenga; sin embargo, el discurso no salió de su garganta. Se escuchó farfullando pobres adulaciones, se vio invitado a beber el vino que se le había pedido, y empujado hacia las cuatro piezas de su alojamiento cuyas proporciones le parecieron empequeñecidas. Hasta aquel día, Bersumée se había considerado como un hombre de buena talla; delante de aquel visitante se sintió enano.
-¿Cómo están las prisioneras? -preguntó Roberto de Artois.
-Muy bien, monseñor, están muy bien, os doy las gracias -respondió Bersumée estúpidamente, como si le preguntaran por su familia, y se acabó, como pudo, el contenido de su cubilete. Pero ya Roberto había salido a grandes zancadas, y al instante Bersumée subía tras él las
escaleras que conducían a la prisión de las princesas.
A una señal, el sargento Lalaine, con temblorosa mano, descorrió los cerrojos.
Margarita y Blanca esperaban, de pie, en medio del redondo aposento. Ambas realizaron idéntico movimiento instintivo de aproximación y se cogieron de las manos.
-¡Vos, primo mío! -dijo Margarita.
El de Artois se había detenido en el marco de la puerta, que obstruía por completo. Guiñó los ojos. Y como no respondiera, ocupado por entero en contemplar a las dos mujeres, continuó ella, afirmando rápidamente la voz:·
-¡Miradnos, sí, miradnos bien! Y ved la miseria a que se nos ha reducido. Esto debe distraeros del espectáculo de la corte, y borraros el recuerdo que teníais de nosotras. Sin lencería, sin ropas, sin comida. ¡Ni siquiera tenemos una silla que ofrecer a tan gran señor como vos!
«¿Lo saben?» se preguntaba el de Artois, avanzando lentamente. «¿Saben ellas la parte que tuve en su desgracia, y que fui yo quien les tendió la celada en que cayeron?»
-Roberto, ¿venís acaso a liberarnos? -dijo Blanca de Borgoña.
Se dirigió hacia el gigante con las manos tendidas y los ojos brillantes de esperanza.
«No, no saben nada», pensó él. «Y esto va a hacer más fácil mi misión.» Se volvió de golpe. -¡Bersumée! -dijo-, ¿cómo es que no hay fuego aquí?
-Monseñor, las órdenes que tenía...
-¡Que lo enciendan! ¿No hay muebles?
-No, monseñor, yo...
-¡Traed muebles! ¡Que quiten ese jergón! Que traigan una cama, sillas, tapices y candelabros. ¡No me digas que no tienes nada! He visto en tu estancia todo lo que hace aquí falta. ¡Que lo traigan!
Había agarrado al comandante de la fortaleza por el brazo.
-Y de comer -dijo Margarita-. Decidle además a nuestro buen guardián, que nos ha dado a diario una papilla que los cerdos se dejarían en el fondo de su dornajo, que nos proporcione al fin una comida decente.
-¡Y de comer también, desde luego, señora! -dijo el de Artois-. Pasteles y asados. Legumbres frescas. Buenas peras de agua y confituras. ¡Y vino, Bersumée, mucho vino!
-Pero, monseñor... -gimió el comandante.
-Me has entendido, te lo agradezco -dijo el conde de Artois echándolo fuera. Y de una patada cerró la puerta.
-Mis buenas primas -continuó el de Artois-, en verdad me esperaba lo peor; pero veo con alivio que esta triste estancia no ha podido mancillar la hermosura de los dos rostros más bellos de Francia. -Todavía nos lavamos -dijo Margarita- tenemos agua suficiente.
El de Artois estaba sentado en el banco y continuaba mirándolas. «¡Ah, pajaritas», decía para sí, «he aquí el resultado de haber querido edificar vuestro destino de reinas sobre la herencia de Roberto de Artois! ». Trataba de adivinar si, bajo la estameña de sus ropas, los cuerpos de las dos jóvenes mujeres habían perdido sus dulces curvas de antaño. Venía a ser como un enorme gato preparándose a jugar con ratones enjaulados.
-Margarita -preguntó- ¿cómo están vuestros cabellos? ¿Han crecido de nuevo? Margarita de Borgoña saltó como si la hubieran pinchado.
-¡De pie, monseñor de Artois! -dijo con voz colérica-. ¡Aunque me encuentre aquí reducida a la miseria, todavía no tolero que un hombre esté sentado en mi presencia cuando yo no lo estoy!
Él se levantó lentamente, se quitó el sombrero y saludó con un amplio gesto irónico. Margarita se volvió hacia la ventana. A la luz del día que entraba, Roberto vio mejor el nuevo rostro de su víctima. Las facciones habían conservado su belleza. Pero toda dulzura había desaparecido de ellas. La nariz era más afilada, los ojos estaban hundidos. Los hoyuelos que la primavera anterior adornaban sus mejillas de ámbar se habían transformado en pequeñas arrugas. «Vaya», se dijo el de Artois, «todavía tiene ánimos. Tanto mejor, será más divertido». Le placía tener que luchar para conseguir el triunfo.
-Prima -dijo a Margarita con fingida bondad-, no era mi intención insultaros. No os tengáis en menos. Simplemente quería saber si vuestros cabellos habían vuelto a ser lo bastante largos como para que pudierais presentaros ante el mundo. Margarita no pudo refrenar un sobresalto de alegría. «Presentarme ante el mundo... Eso quiere decir que voy a salir. ¿Estoy perdonada? ¿Es el trono lo que él me trae? No, no puede ser; me lo habría anunciado inmediatamente...» Pensaba con demasiada rapidez y se sentía vacilar.
-¡Roberto! -dijo-, no hagáis que me consuma. No seáis cruel. ¿Qué habéis venido a decirme? -Prima, he venido a libraros...
Blanca lanzó un grito, y Roberto creyó que iba a caer desmayada. Había dejado adrede su frase sin terminar.
-...un mensaje -finalizó.
Entonces tuvo el placer de ver cómo se abatían los hombros de las dos mujeres y de escuchar dos suspiros de decepción.
-¿Un mensaje de quién? -preguntó Margarita.
-De Luis, vuestro esposo, ahora nuestro rey. Y de nuestro buen primo monseñor de Valois. Pero no puedo hablaros más que a solas. ¿Querrá dejarnos Blanca?
-Sí, sí -dijo Blanca con sumisión-, voy a retirarme. Pero antes, primo, decidme... ¿y Carlos, mi marido?
-La muerte de su padre le ha afectado profundamente.
-Y de mí... ¿qué piensa? ¿Qué dice de mí?
-Creo que os echa de menos, a pesar de lo que ha sufrido por vos. Desde lo de Pontoise, jamás se le ha vuelto a ver alegre como antes. Blanca se deshizo en lágrimas.
-¿Creéis -preguntó- que me perdonará?
-Eso depende mucho de vuestra prima -respondió el de Artois, señalando a Margarita. Abrió la puerta, siguió a Blanca con la mirada hasta el segundo piso, y cerró. Después, se fue a sentar en un estrecho espacio de piedra trabajada, al lado de la chimenea, y dijo:
-¿Lo permitís ahora, prima mía...? Ante todo es preciso que os informe de los últimos acontecimientos de la corte.
El aire glacial que bajaba por la chimenea lo hizo levantar.
-Realmente, aquí hiela -dijo.
Y se fue a sentar en el escabel, mientras Margarita se colocaba, con· las piernas cruzadas, sobre la tarima llena de paja que le servía de camastro. El de Artois prosiguió:
-Desde aquellos días tras la muerte del rey Felipe, vuestro esposo Luis, parecía hallarse en plena confusión. Despertarse rey, cuando uno se ha dormido príncipe, tiene que sorprender a cualquiera. El trono de Navarra lo ocupaba apenas de nombre, y todo se gobernaba allí, sin tener en cuenta su opinión. Vos me diréis que tiene veinticinco años y que a esa edad se puede reinar; pero vos sabéis tan bien como yo que el buen juicio, sin que con esto pretenda injuriarle, no es la cualidad por la que brilla vuestro esposo. Así pues, en la actualidad, su tío, monseñor de Valois, lo secunda en todo y dirige los asuntos en unión de monseñor de Marigny. Lo fastidioso es que estos dos poderosos personajes parece que se quieren poco. Y entienden mal lo que el uno le dice al otro. Incluso se ve que muy pronto llegarán a no entenderse en modo alguno, lo cual no puede durar mucho, porque el carro del reino no puede ser tirado por dos caballos que se pelean en las varas. El de Artois había cambiado completamente de tono. Hablaba pausadamente, claramente,
lo que inducía a pensar que en la turbulencia de su llegada, había puesto una buena dosis de comedia. -En cuanto a mí, vos lo sabéis -prosiguió- no estimo en absoluto a Enguerrando, que me ha
perjudicado en demasía, y apoyo de todo corazón a mi primo Valois, de quien soy amigo y aliado incondicional.
Margarita se esforzaba en comprender estas intrigas en las que de Artois la sumergía bruscamente. Ella no estaba al corriente de nada y le parecía como si despertara de un largo sueño. -Luis, ¿me sigue odiando? -dijo ella.
-¡Ah! Eso sí, no os lo oculto; ¡os odia con toda su alma! Reconoced que hay motivo respondió el de Artois-. ¡El par de cuernos con que le decorasteis las sienes le estorba bastante para colocarse encima la corona de Francia! Considerad, prima, que si hubiera sido a mí, por ejemplo, a quien hubierais hecho otro tanto, no me hubiera dedicado a pregonarlo por todo el reino. Habría obrado de manera que yo pudiera fingir que mi honor quedaba a salvo. Pero, en fin, vuestro esposo y el difunto rey vuestro suegro lo juzgaron de otro modo, y las cosas están como están.
Demostraba un magnífico descaro al deplorar un escándalo que él mismo, por todos los medios, había procurado hacer estallar. Prosiguió:
-El primer pensamiento de Luis cuando vio a su padre muerto, y el único que por ahora tiene en la cabeza, es el de salir del atolladero en que se encuentra por vuestra falta y borrar la vergüenza con que lo habéis cubierto. Margarita preguntó:
-¿Qué quiere Luis?
El de Artois levantó su pierna descomunal y golpeó dos o tres veces, con el tacón, el enlosado.
-Quiere solicitar la anulación de vuestro matrimonio -respondió él-, y podéis apreciar que la desea rápidamente, pues no ha tardado en enviarme junto a vos.
«Así, pues, jamás seré reina de Francia», pensó Margarita. Los insensatos sueños en que se había mecido la víspera se desvanecían en un instante. ¡Un día de ensueño por siete meses de prisión... y por toda la vida!
En este momento entraron dos hombres cargados de troncos y de leña menuda y encendieron el fuego.
Cuando salieron, Margarita se acercó ávidamente a tender las manos a las llamas, que se elevaban, rojizas, bajo la ancha campana de piedra. Permaneció silenciosa unos instantes, dejándose penetrar por la caricia del calor.
-Bien, -dijo al fin con un suspiro-, que pida la anulación; ¿qué puedo hacer yo?
-¡Ah! prima mía, precisamente vos podéis hacer mucho, y todo el mundo está dispuesto a agradeceros que digáis unas palabras, que casi no os costará esfuerzo. Resulta que el adulterio no es motivo de anulación; es absurdo, pero es así. Podríais haber tenido cien amantes en vez de uno, podríais haber ido a revolcaros en un burdel, y no dejaríais por eso de seguir casada indisolublemente con el hombre al que os unisteis delante de Dios. Preguntad al capellán, o a quien queráis. Yo mismo me he procurado una buena explicación, pues sé bien poca cosa de derecho canónico: un matrimonio no se rompe en modo alguno, y si se lo quiere anular, es preciso probar que había algún impedimento para aquello para lo que se contrató, o bien que no ha sido consumado. ¿Me comprendéis?
-Sí, si, os entiendo -dijo Margarita.
-Entonces, he aquí -continuó el gigante- lo que monseñor de Valois ha ideado para que Luis salga del apuro.
Se detuvo un momento y se aclaró la voz.
-Habréis de reconocer que vuestra hija, la princesa Juana, no es de Luis; reconoceréis que vos habéis rehusado siempre todo contacto carnal con vuestro esposo y que, por lo tanto, no ha habido, verdaderamente, matrimonio. Esto lo declararéis voluntariamente ante mí y ante vuestro capellán, el cual lo refrendará. Por otra parte, se encontrarán sin dificultad, entre vuestros antiguos servidores o familiares, algunos complacientes testigos para certificarlo. De este modo no se puede mantener el vínculo, y la anulación vendrá por si misma.
-¿Y qué se me ofrece a cambio?
-¿A cambio? -repitió de Artois. A cambio, prima mía, se os ofrece ser llevada al ducado de Borgoña, donde permaneceréis en un convento, hasta que se decrete la anulación, e inmediatamente después podréis vivir como os plazca o como le plazca a vuestra familia.
En el primer instante, Margarita estuvo a punto de responder: «Sí, acepto; declararé todo lo que quieran, firmaré lo que sea, con tal de salir de aquí.» Pero vio que el de Artois la espiaba, con los párpados entornados, con una dureza muy poco acorde con el aire bonachón que se esforzaba en aparentar. «Firmaré, pensó, y luego me dejarán en la prisión.» Puesto que le venían a proponer un trato es que la necesitaban.
-Eso es hacerme cometer un grave pecado -dijo ella. El de Artois soltó la carcajada.
-¡Vamos, prima mía! -exclamó- habéis cometido otros, me parece, ysin demasiados escrúpulos.
-Puede que haya cambiado, y me haya arrepentido. Necesito reflexionar antes de decidirme.
El gigante hizo una curiosa mueca, torciendo los labios de derecha a izquierda.
-Está bien, pero hacedlo de prisa -respondió él-, pues pasado mañana por la mañana debo estar en París, para la misa de los funerales del rey Felipe en Notre-Dame. He de recorrer veintitrés leguas. Con estos caminos donde uno se hunde un palmo en el fango, con los días que mueren pronto y amanecen tarde, no puedo retrasarme. Voy a dormir una hora, y luego estaré con vos para comer. No podrá decirse, prima mía, que os he dejado sola el primer día que vais a comer como Dios manda. Estoy seguro de que decidiréis como es debido.
Y salió precipitadamente. Poco faltó para que derribara en la escalera al arquero GrosGuillaume que subía, sudoroso y encorvado bajo un enorme cofre. Otros muebles obstruían los peldaños. Después penetró en el desnudo alojamiento del comandante de la fortaleza y se tumbó en la única cama que quedaba en él.
-Bersumée, amigo mío, que la comida esté a punto dentro de una hora -dijo- y llama a mi criado Lormet, que debe de estar entre los escuderos, para que venga a velar mi sueño.
Porque aquel hércules no tenía más temor que éste de hallarse indefenso ante sus enemigos mientras dormía. Y a cualquier velador de armas o escudero, prefería, para protegerse, a aquel servidor rechoncho, cuadrado y entrecano, que lo seguía a todas partes, y le servía para todo, lo mismo para proporcionarle muchachas, que para apuñalar silenciosamente a cualquiera, si un asunto se torcía en la taberna. Malicioso y fingiéndose imbécil a maravilla, era un espía excelente y tanto más peligroso, cuanto que no tenía el aspecto de serlo. Cuando le preguntaban la razón de su apego a monseñor de Artois, el buen hombre, con la cara atravesada por una risa desdentada, respondía:
-Porque de cada una de sus capas viejas me salen dos.
En cuanto Lormet entró, Roberto cerró los ojos y se durmió con los brazos abiertos, las piernas separadas, y el vientre levantándose rítmicamente con sus resoplidos de ogro.
Lormet se sentó en un escabel, y con la daga sobre las rodillas, vigilaba el sueño del gigante. Una hora más tarde se despertó por si mismo, se estiró como un enorme tigre, y se puso en
pie, descansado de cuerpo y fresco de espíritu.
-Vete a dormir ahora, mi buen Lormet -le dijo el de Artois-, pero antes, búscame al capellán.
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Los reyes malditos II - La reina estrangulada
Historical FictionDERECHOS RESERVADOS A MAURICE DRUON