Asesinos en la prisión
Cuando Margarita de Borgoña oyó, en plena noche, bajar el puente levadizo de ChâteauGaillard, y el resonar de los pasos de los caballos en el patio, dudó en un principio de que estos sonidos fueran verdaderos. ¡Había esperado tanto, tanto había soñado en aquel instante desde que
-en la carta dirigida al conde de Artois-, había aceptado su deshonra y consentido en perder todos sus derechos, en su propio perjuicio y en el de su hija, a cambio de una liberación prometida y que no llegaba nunca!
Nadie había respondido, ni Roberto ni el rey. No había aparecido ningún mensajero. Las semanas se deslizaban en un silencio más destructor que el hambre, más agotador que el frío, más degradante que la miseria. Margarita, aquellos días, no se movía de su lecho, víctima de una fiebre en la que el alma tenía tanta parte como el cuerpo, y que la mantenía en un estado de semi inconsciencia. Con los grandes ojos abiertos sobre las tinieblas de la torre, pasaba las horas escuchando los latidos demasiado rápidos de su corazón. El silencio se poblaba de rumores inexistentes y la oscuridad era invadida de amenazas trágicas que no venían de la tierra, sino del Más Allá. El delirio de los insomnios desorganizaba su razón... Felipe de Aunay, el bello Felipe, no estaba totalmente muerto; lo veía marchar a su lado, con las piernas quebradas y el vientre ensangrentado; ella extendía los brazos hacia él pero no lo podía coger. Sin embargo, él la atraía, sin que ella se moviera, sobre el trayecto que va de la tierra hasta Dios, sin sentir ya la tierra y sin ver jamás a Dios. Y esta marcha atroz duraría hasta la consumación de los siglos, hasta el Juicio final; tal vez eso era, después de todo, el Purgatorio...
-¡Blanca! -gritó-. ¡Blanca! ¡Ya llegan!
Porque los candados, los cerrojos y las puertas rechinaban verdaderamente al pie de la torre; numerosos pasos resonaban en los escalones de piedra.
-¡Blanca! ¿Oyes?
Pero la débil voz de Margarita no llegaba hasta su prima a través del espesor de la puerta que, durante la noche, separaba los dos pisos de su calabozo.
La luz de una sola vela cegó a la reina prisionera. Unos hombres se apretaban en el marco de la puerta. Margarita no pudo contarlos. No veía más que al gigante de manto rojo, de ojos claros y de puñal plateado que avanzaba hacia ella.
-¡Roberto! -murmuró-. ¡Roberto, al fin habéis venido!
Detrás del conde de Artois, un soldado llevaba un asiento que depositó junto al lecho de Margarita.
-Y pues, prima -dijo Roberto sentándose- vuestra salud no marcha bien, por lo que me han dicho y por lo que veo. Sufrís...
-...Padezco de todo -dijo Margarita- y ni siquiera sé si estoy viva.
-Así, pues, he llegado a tiempo. Pronto va a acabar todo; lo vais a ver. Vuestros enemigos han sido destruidos. ¿Estáis en condiciones de escribir?
-No sé -dijo Margarita.
El de Artois, haciendo acercar la luz, observó más atentamente el rostro descompuesto y enjuto, los labios consumidos de la prisionera y sus ojos negros anormalmente brillantes y hundidos, sus cabellos pegados por la fiebre al borde de la frente combada.
-Al menos podréis dictar la carta que el rey espera. ¡Capellán! -llamó el de Artois chasqueando los dedos.
Un hábito blanco y un gran cráneo afeitado y azulado salieron de la penumbra.
-¿Se me ha concedido la anulación? -preguntó Margarita.
-¿Cómo se os iba a conceder, prima, si rehusásteis acceder a lo que se os pedía?
-No rehusé -dijo ella-. Lo acepté..., lo acepté todo. No sé, no comprendo.
-Que vayan a buscar un cántaro de vino para reanimarla -dijo el de Artois volviendo la cabeza. Unos pasos se alejaron por la habitación y por la escalera.
-Haced un esfuerzo, prima -prosiguió el de Artois-. Ahora es cuando debéis aceptar lo que os voy a aconsejar.
-Pero si yoos escribí, Roberto; os escribí para que dijerais a Luis... todo cuanto me habíais pedido... que mi hija no era suya...
El mundo exterior vacilaba alrededor de Margarita.
-¿Cuándo? -preguntó Roberto.
-Pues hace mucho tiempo... semanas, dos meses, me parece y espero desde entonces ser liberada...
-¿A quién le disteis esa carta?
-Pues... a Bersumée.
De repente pensó Margarita, despavorida: «¿Escribí verdaderamente? Esto es horroroso, no sé... no sé nada.»
-Preguntad a Blanca -murmuró ella.
Se produjo un gran ruido cerca de ella; Roberto de Artois se había levantado; había agarrado a uno que estaba a su alcance; lo sacudía por el cuello, y gritaba de tal forma que Margarita apenas comprendía las palabras.
-Pues, sí, monseñor... yo mismo, yo la llevé -respondió con voz despavorida Bersumée.
-¿Dónde la entregaste? ¿A quién?
-Dejadme, monseñor, dejadme, me ahogáis. Le di la carta a monseñor de Marigny. Eran las órdenes que tenía.
El alcaide no pudo esquivar el puñetazo que le dio en plena cara, un verdadero mazazo que le hizo gemir y tambalearse.
-¿Es que yo me llamo Marigny? Cuando se te confía un pliego para mi, ¿se lo has de llevar a otro? -El me aseguró, monseñor...
-Cállate, animal, te ajustaré las cuentas más tarde; y puesto que eres tan amigo de Marigny, te enviaré a hacerle compañía al calabozo del Louvre -dijo el de Artois. Después, volviéndose a Margarita, prosiguió:
-Nunca recibí vuestra carta, prima, Marigny se la guardó para si.
-¡Ah! ¡Bien! -dijo ella.
Se sintió tranquilizada. Al menos, ahora sabía que había escrito.
En aquel momento, el sargento Lalaine entró, trayendo la cántara de vino que habían pedido. Roberto de Artois miró cómo bebía Margarita.
«¡Y no me he traído veneno!», pensaba, «tal vez hubiera sido más fácil; soy tonto de no haber pensado en ello... Así, pues, ella había aceptado... y nosotros sin saberlo. Sí, todo ha sido una gran tontería; pero ahora es demasiado tarde para cambiar. Y de todas maneras, en el estado en que se encuentra, no vivirá mucho».»
Habiendo descargado su cólera en Bersumée, ya no sentía interés por aquello y estaba casi triste. Allí estaba, macizo, sentado con las manos puestas sobre los muslos, rodeado de guerreros armados hasta los dientes, delante de aquel jergón donde yacía una joven agotada. ¡Cuánto la había detestado mientras era reina de Navarra y prometida del trono de Francia! ¿Qué no había tramado para perderla, multiplicando viajes, intrigas y gastos, uniendo contra ella a la corte de Inglaterra y a la corte de Francia? Incluso el último invierno, por muy poderoso barón que él fuera, y miserable la condición de prisionera en que ella se encontraba, la hubiera molido a gusto cuando rehusó escribir la carta. Ahora, su triunfo lo había llevado más allá de donde hubiera querido ir. No sentía compasión, solamente una especie de indiferencia asqueada, una lasitud amarga.
¡Tantos medios movilizados contra un cuerpo femenino, enflaquecido y enfermo! El odio, en Roberto, había desaparecido porque no encontraba ya la resistencia a la altura de su fuerza.
Y verdaderamente sintió, sí, sinceramente sintió que la carta no hubiera llegado a su poder, y pensó en lo absurdo del encadenamiento del destino. Sin el obtuso celo de aquel asno de Bersumée, ahora Luis X ya habría tenido la oportunidad de casarse de nuevo, Margarita estaría instalada en un tranquilo convento y Marigny, sin duda, en libertad, o quizá todavía en el poder. Nadie se habría visto empujado a soluciones extremas, y él mismo, Roberto de Artois, no se encontraría allá, encargado de ejecutar a una moribunda.
-Es un trago necesario; pero debe hacerse dentro del secreto de la familia -le había dicho Carlos de Valois.
Y Roberto había aceptado aquella misión por la razón principal de que le daría ventaja sobre Valois y sobre el rey. Tales servicios se pagan sin limitación... Además, el destino, si bien se considera, no había sido absurdo más que en apariencia; cada uno, con los actos que le dictaba su propio carácter, había contribuido a que los hechos no pudieran desarrollarse de forma distinta: «¿No fui yo quien el año pasado inició este asunto en Westminster? Me toca pues acabarlo. Pero ¿lo hubiera empezado yo, si Marigny, para concertar las bodas de las de Borgoña, no me hubiera obligado, al despojarme de mi condado de Artois en provecho de mi tía Mahaut? Y Marigny se pudre ahora en el Louvre.» El destino mostraba cierta lógica.
Roberto se percató de que todos los de la habitación lo miraban: Margarita desde el fondo de su camastro, Bersumée que se frotaba la mandíbula, Lalaine que había vuelto a coger la cántara, Lormet apoyado contra la pared en la penumbra, el capellán apretando el escritorio sobre su vientre; todos parecían estupefactos al verlo meditar. El gigante resopló.
-Ya veis, prima -dijo-, cómo Marigny era vuestro enemigo y cómo es enemigo de todos nosotros. Esta carta robada nos da una nueva prueba. Sin Marigny, jamás habríais sido acusada, ni tratada de esta forma. Aquel felón se ingenió para perjudicaros, tanto como al rey y al reino. Pero ahora está detenido y yo vengo a recoger vuestras quejas contra él, a fin de apresurar la justicia del rey y vuestra gracia.
-¿Qué tengo que declarar? -preguntó Margarita.
El vino que acababa de beber apresuraba aún más los latidos de su corazón, respiraba de manera entrecortada, y se apretaba el pecho.
-Voy a dictar por vos al capellán, -dijo Roberto.
El capellán se sentó en tierra, con la tablilla de escribir sobre sus rodillas. A su lado la vela iluminaba desde abajo los tres rostros.
Roberto sacó de su bolsa una hoja plegada, con el texto escrito, que él leyó al capellán.
-«Sire, esposo mio, me muero de pesadumbre y consumida por la enfermedad. Os suplico me otorguéis el perdón, pues si no lo hacéis pronto...
-Un momento, monseñor, no os puedo seguir -dijo el capellán-, yo no escribo como vuestros empleados de París.
-...pues si no lo hacéis pronto, siento que me queda muy poco de vida, y que el alma va a abandonarme. Todo ha sido culpa del señor de Marigny, que me ha querido perder en vuestra estima y en la del difunto rey denunciando cosas cuya falsedad os juro, y que me ha hecho, con odioso trato...
-Un momento, monseñor -rogó el capellán.
Había cogido un raspador para suavizar una aspereza de la vitela. Roberto tuvo que esperar un momento, antes de reemprender y terminar:
-»...reducir a la miseria en que me encuentro. Todo ha sucedido por causa de ese malvado. También os ruego que me saquéis de este estado y os aseguro que jamás he dejado de seros obediente esposa en la voluntad de Dios.»
Margarita se alzó un poco en su jergón. No comprendía por qué enorme contradicción pretendían, ahora, que ella se proclamara inocente.
-Pero, entonces, primo, pero entonces, ¿las confesiones que me habíais pedido?
-Ya no son necesarias, prima -respondió Roberto-. Esto que vais a firmar aquí reemplazará todo lo demás.
Pues lo que necesitaba en aquel momento Carlos de Valois era reunir contra Enguerrando todos los testimonios posibles, falsos o verdaderos. Este de Margarita era de gran importancia, ya que ofrecía la ventaja de lavar, al menos en apariencia, el deshonor del rey, y la de hacer anunciar por la reina su propia muerte. ¡Verdaderamente, monseñores de Valois y de Artois eran hombres de imaginación!
-¿Y Blanca? -preguntó Margarita-. ¿Qué va a ser de ella? ¿Se ha pensado en Blanca?
-No os inquietéis -dijo Roberto-. Se hará por ella todo lo necesario. Y Margarita trazó su nombre al pie del pergamino.
Entonces Roberto de Artois se levantó y se inclinó hacia su prima. Los otros se habían retirado hacia el fondo de la estancia. El gigante posó las manos sobre el hombro de Margarita.
Al contacto de aquella ancha palma, Margarita sintió un agradable calor que la calmaba y que descendía por todo su cuerpo. Colocó sus descarnadas manos sobre los dedos de Roberto como si temiera que los retirara demasiado pronto.
-Adiós, prima mía -dijo él-. Adiós. Os deseo un buen descanso.
-Roberto, -preguntó ella en voz baja buscando al mismo tiempo su mirada-, la otra vez que vinisteis y me quisisteis poseer, ¿ me deseabais verdaderamente?
Ningún hombre es totalmente malvado; el conde de Artois dijo en aquel momento una de las pocas frases caritativas que jamás hubieran salido de sus labios:
-Sí, mi hermosa prima, os quise.
Entonces sintió que ella se distendía bajo sus manos, calmada y casi feliz. Ser amada, ser deseada había constituido la verdadera razón de vivir de aquella reina, mucho más que cualquier corona. Margarita miró a su primo que se alejaba al mismo tiempo que la luz; ahora le parecía irreal;
¡era tan grande que le hacía soñar, envuelto en aquella penumbra, en los héroes invencibles de lejanas leyendas!
El hábito blanco del dominico y el gorro de lobo de Bersumée desaparecieron con Roberto, que empujaba a su mundo delante de él. Todavía permaneció un momento en el umbral, como si experimentara una ligera vacilación, y aún tuviera algo que decir. Después se cerró la puerta, la oscuridad se hizo total y Margarita, asombrada, no oyó el habitual ruido de los cerrojos. Así pues, no la encerraban con candados, y este hecho, omitido por primera vez después de trescientos cincuenta días, le pareció promesa de liberación.
Al día siguiente la dejarían bajar y pasearse a su antojo por Château-Gaillard; y además, pronto una litera vendría a recogerla y la llevaría hacia los árboles, las ciudades y los hombres. «¿Podré ponerme de pie?» se decía. « ¿Me sostendrán las fuerzas? ¡Oh sí, me volverán las fuerzas!» Sus brazos, la frente y el pecho estaban ardiendo, pero ella curaría, sabía que curaría.
También sabía que no podría dormir el resto de la noche. ¡Pero se sentiría tan acompañada hasta el alba por aquella hermosa esperanza!
De pronto, percibió un ruido ínfimo; ni siquiera era ruido aquella especie de herida en el silencio que produce el aliento contenido de un ser vivo. Había alguien en la estancia.
-¡Blanca! -exclamó. ¿Eres tú?
Tal vez hubieran descorrido también los cerrojos que separaban los dos pisos. Sin embargo, ella no había oído girar ningún gozne. ¿Y porqué su prima habría de tomar tantas precauciones para avanzar? A menos que... pero no, Blanca no había enloquecido repentinamente. Incluso parecía estar mejor aquellos últimos días, desde que había llegado la primavera.
-¡Blanca! -repitió Margarita con voz angustiada.
Volvió a hacerse el silencio, y Margarita, por un instante, creyó que era su fiebre la que inventaba presencias. Pero, un momento después oyó otra vez el hálito contenido, más cerca, y un ligerísimo rechinamiento en el suelo, como el que producen las uñas de un perro. Sentía a su lado ya aquella respiración. Tal vez fuera verdaderamente un perro, el perro de Bersumée que habría entrado tras su dueño, y que había quedado olvidado allí; o bien las ratas... las ratas con sus pasitos de hombre, sus rozamientos, sus activos enredos, su extraña manera de cruzar la noche en misteriosas tareas. En muchas ocasiones había habido ratas en la torre, y el perro de Bersumée, precisamente, las había matado. Pero a las ratas no se las oye respirar.
Se alzó bruscamente en su lecho, aterrada, enloquecida. Había llegado a su oído el roce de un hierro contra la piedra del muro. Con los ojos desesperadamente abiertos, interrogaba a las tinieblas a su alrededor.
-¿Quién está ahí? -gritó.
De nuevo, silencio. Pero ahora estaba cierta de no hallarse sola. También ella contenía inútilmente la respiración. La oprimía una angustia como jamás había sentido. Iba a morir en unos instantes; tenía la insufrible certeza; y el terror que sentía en la espera de lo inadmisible, se sumaba al horror de no saber cómo iba a morir, ni en qué lugar de su cuerpo iba a ser herida, ni cuál era esa presencia invisible que se aproximaba a ella alo largo del muro.
Una forma redonda, más negra que la noche, cayó de repente sobre el lecho. Margarita lanzó un alarido que Blanca de Borgoña, en el piso de encima, percibió a través de la noche y que siempre recordaría. El grito fue ahogado inmediatamente. Dos manos habían echado un paño sobre la boca de Margarita y lo retorcían alrededor de su garganta.
Con el cráneo mantenido contra un ancho pecho de hombre, con los brazos batiendo el aire y con todo el cuerpo agitándose para tratar de liberarse, Margarita respiraba produciendo un ruido ronco. La tela que le aprisionaba el cuello se estrechaba como una argolla de plomo ardiendo. Se ahogaba. Sus ojos se llenaron de fuego; enormes campanas de bronce comenzaron a sonar en sus sienes. Pero el verdugo tenía una ligereza de manos digna de él; enmudecieron las campanas bruscamente y Margarita cayó en el oscuro abismo sin limites.
Momentos después, en el patio de Chateau-Gaillard, Roberto de Artois, que esperaba bebiendo un cubilete de vino con los escuderos, vio a su criado Lormet aproximarse a su caballo fingiendo volverlo a cinchar. Habían apagado las antorchas, y el día empezaba a despuntar. Hombres y caballos flotaban en una bruma gris.
-Está hecho, monseñor -murmuró Lormet.
-¿Ninguna huella? -preguntó Roberto en voz baja.
-Ninguna, monseñor. No le quedará la cara negra; le he roto el hueso del cuello y he vuelto a dejar la cama en orden.
-No es fácil, sin luz.
-Bien sabéis que soy como las lechuzas; veo de noche, monseñor.
El de Artois, que había saltado a la silla, hizo a Bersumée señal de que se acercara.
-He encontrado a doña Margarita muy mal -le dijo-. Mucho me temo, en vista de su estado, que no pase de la semana, ni tal vez siquiera del día de mañana. Si llegara a morir, tienes orden de marchar a París a todo galope y presentarte directamente en casa de monseñor de Valois, para hacerle saber la noticia... En casa de monseñor de Valois, ya me has oído. Procura esta vez no equivocarte de dirección, y cierra el pico. Acuérdate de que tu monseñor de Marigny está en prisión, y de que podría haber para ti un puesto en la hornada que se prepara para las horcas del rey.
Empezaba a clarear tras la espesura de los bosques de Andelys, dibujando con su suave resplandor, entre el gris y el rosa, un horizonte de árboles. Abajo, el río lanzaba débiles reflejos.
Roberto de Artois, bajando del acantilado de Château-Gaillard, sentía bajo él los movimientos regulares de las espaldillas de su caballo, y los ijares tibios que se estremecían contra sus botas. Se llenó los pulmones con una gran bocanada de aire fresco.
-Después de todo, es bueno estar vivo -murmuró.
de sol. -Sí, monseñor, es bueno -respondió Lormet-. De seguro que va a hacer un espléndido dia.
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Los reyes malditos II - La reina estrangulada
Historical FictionDERECHOS RESERVADOS A MAURICE DRUON