VI

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Camino de Montfaucon

A pesar de la angostura del tragaluz, Marigny podía ver, entre los gruesos barrotes empotrados en cruz en la piedra, el majestuoso manto del cielo en el que brillaban las estrellas de abril. No deseaba dormir. Espiaba los extraños rumores nocturnos de París: el grito de los
guardias que hacían su ronda, el rodar de las carretas campesinas que llevaban hasta el mercado su cargamento de legumbres... Aquella ciudad, cuyas calles había alargado, cuyos edificios había embellecido, cuyos motines había calmado, aquella ciudad nerviosa, en la que se sentía siempre latir el pulso del reino, y que había sido durante dieciséis años el centro de sus pensamientos y de sus cuidados, ahora, desde hacía dos semanas, la odiaba como se odia a una persona.
Este resentimiento había comenzado la mañana en que Carlos de Valois, temiendo que Marigny encontrara algunos cómplices en el Louvre, del que había sido capitán en otro tiempo, había decidido trasladarlo a la torre del Temple. A caballo, rodeado de soldados y de arqueros, Marigny había atravesado una gran parte de la capital y, de pronto, había descubierto que aquel pueblo que durante tantos años se había inclinado a su paso, lo detestaba. Los insultos que le habían lanzado, la explosión de alegría en las calles y a lo largo de su recorrido, los puños tendidos, las burlas, las risas, las amenazas de muerte; todo aquello había sido para el antiguo rector del reino un hundimiento acaso peor que su mismo arresto.
Quien ha gobernado largo tiempo a los hombres, esforzándose en obrar por el bien común, el que sabe las fatigas que esta labor le ha costado, cuando súbitamente percibe que nunca ha sido amado ni comprendido, sino solamente soportado, le invade una gran amargura, y se pregunta si no habría sido mejor dedicar su vida a otro menester.
Las siguientes jornadas no habían sido menos horrorosas.
Conducido a Vincennes, en esta ocasión, no para sentarse entre los dignatarios del reino, sino para comparecer ante un tribunal de nobles y de prelados, Enguerrando de Marigny habí a tenido que escuchar al procurador Juan de Asnières, la interminable lectura del acta de acusación.
-Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tu.... * -exclamó Juan de Asnières al comenzar.
* No para nosotros. Señor, no para nosotros, sino en tu nombre...
En nombre del Señor, mantenía contra Marigny cuarenta y un cargos: concusión, traición, prevaricación, relaciones secretas con enemigos del reino, todo ello fundamentado sobre extraños asertos. Reprocharon a Marigny haber hecho llorar de tristeza al rey Felipe el Hermoso, haber engañado a monseñor de Valois en la valoración de la tierra de Gaillefontaine, haber sido visto hablando a solas, en medio del campo, con Luis de Nevers, hijo del conde de Flandes...
Enguerrando pidió la palabra y se la negaron. Reclamó el juicio de Dios e igualmente le fue negado. Lo declararían culpable sin dejarle siquiera defenderse, como si juzgaran a un muerto.
Entre los miembros del tribunal se encontraba Juan de Marigny. Enguerrando se imaginó fácilmente el innoble trato cerrado por su hermano, para conservar la archidiócesis que él le había conseguido... Todo el tiempo que duró aquel proceso sin debate, Enguerrando buscaba la mirada de su hermano menor; pero no encontraba más que un rostro impasible, unos ojos huidizos y unas bellas manos que alisaban con gesto indolente las cintas de una cruz pectoral.
-¿No me mirarás, Judas? ¿No me mirarás, Cain? -murmuraba Enguerrando.
Si hasta su mismo hermano se colocaba con tal cinismo entre el número de sus acusadores, ¡cómo esperar de nadie un gesto de lealtad ode gratitud!
No asistían ni el conde de Poitiers ni el conde de Evreux, pues no podían manifestar más que con la ausencia su reprobación de aquella parodia de juicio.
Los silbidos de la muchedumbre habían acompañado de nuevo a Marigny en su trayecto de vuelta de Vincennes al Temple, donde ahora, con cadenas en los pies, se vio encerrado en el mismo calabozo que había servido para Jacobo de Molay. Su cadena fue remachada a la misma argolla en la que antaño había sido remachada la cadena del Gran Maestre; y el salitre conservaba todavía las marcas hechas por el anciano caballero para contar el paso de los días.
«¡Siete años! Nosotros lo condenamos a pasar aquí siete años, para enviarlo después a la hoguera. Y yo, que no estoy más que desde hace siete días, ya comprendo todo lo que sufriría», pensó Marigny.
El hombre de Estado, desde las alturas en que ejerce su poder, protegido por todo el aparato de tribunales, de policía y de ejércitos, no ve al hombre en el condenado que envía a la prisión o a la muerte; anula simplemente una oposición. Marigny, se acordaba del malestar que había experimentado mientras los Templarios se quemaban en la isla de los Judíos, y cómo en aquel instante había comprendido que no se trataba ya de abstractos poderes hostiles, sino de seres humanos, de sus semejantes.
Durante un breve momento, aquella noche, aun reprochándose este sentimiento como una debilidad, se había hecho solidario de los ajusticiados. Ahora lo era él, en el fondo de aquel calabozo. «Verdaderamente, todos nosotros fuimos maldecidos por lo que hicimos entonces.»
Después, Marigny fue conducido otra vez a Vincennes, para asistir allí a la más siniestra y espantosa ostentación de odio y de bajeza. Como si no fueran suficientes todas las acusaciones que se habían hecho pesar sobre él, como si aún quedaran en las conciencias del reino algunas dudas que fuera preciso eliminar, se habían dedicado a imputarle crímenes extravagantes, haciendo desfilar a tal efecto un pasmoso desfile de falsos testigos.
Carlos de Valois se gloriaba de haber descubierto a tiempo una monstruosa confabulación de hechicería. La señora de Marigny y su hermana, la señora de Chanteloup, bajo la instigación de Enguerrando, habían mandado hechizar y traspasar con agujas muñecas de cera que representaban al rey, al mismo Valois y al conde de Saint-Pol. Al menos, esto afirmaban unos individuos salidos de la calle de Bourdonnais donde tenían su oficina de magia con la tolerancia de la policía. Se citaron como testigos, una coja, criatura del diablo, y un cierto Paviot que acababan de ser condenados por un asunto similar. No pusieron inconvenientes para declararse cómplices de madame Marigny; pero se vieron dolorosamente sorprendidos cuando les fue confirmada la sentencia que los enviaba a la hoguera. ¡Hasta los testigos falsos eran engañados en este proceso!
Finalmente, se anunció la muerte de Margarita de Borgoña, y en medio de la gran emoción causada por esta noticia, se leyó la carta que la reina había escrito a su esposo la vigilia de su muerte. -¡La han asesinado! -gritó Marigny, que vio entonces clara toda la maquinación.
Pero los hombres que lo guardaban lo hicieron callar, mientras Juan de Asnières añadía aquel nuevo elemento a su requisitoria.
En vano el rey de Inglaterra había intervenido días antes mediante un mensaje, a su cuñado de Francia para que perdonara a Enguerrando. En vano Luis de Marigny se había arrojado a los pies de su padrino el Turbulento, pidiéndole gracia y justicia. Luis X, en cuanto oía el nombre de Marigny, no respondía más que con estas palabras:
-He retirado mi mano de sobre su cabeza. Y las repitió por última vez en Vincennes.
Enguerrando oyó entonces que lo condenaban a la horca, que su mujer sería encerrada en una prisión y sus bienes conf iscados.
Pero Valois seguía frenético; no estaría tranquilo mientras no viera a Enguerrando balancearse colgado de una cuerda. Y para evitar cualquier posible tentativa de evasión, hizo trasladar a su enemigo a una tercera cárcel, la de Chatelet.
Era, pues, desde un calabozo de Chatelet, desde donde Marigny, la noche del 30 de abril de 1315, contemplaba el cielo a través de un tragaluz.
No tenía miedo de la muerte, al menos se esforzaba en aceptar lo inevitable. Pero la idea de la maldición le obsesionaba; porque la iniquidad había sido tan completa, que necesitaba ver en ella, a través y por encima de la súbita rabia de los hombres, la señal manifiesta de una voluntad superior. <¿Era, verdaderamente, la cólera divina la que hablaba por boca del Gran Maestre? ¿Por qué fuimos maldecidos todos, aun los no nombrados, simplemente por estar presentes? Sin embargo, sólo habíamos actuado por el bien del reino, por la grandeza de la Iglesia y por la pureza de la Fe. Entonces, ¿por qué ese encarnizamiento del cielo contra cada uno de nosotros?»
Faltándole unas horas para ser ejecutado, volvía sobre los pasos del proceso de los Templarios, como si fuera allí, más que en ninguna otra de las acciones públicas o privadas que realizara a lo largo de su vida, donde se ocultaba la última explicación, que quería encontrar antes de morir. Y subiendo lentamente los peldaños de su memoria, con la determinación que había puesto siempre en todas las cosas, llegó como a un umbral donde, de repente, se hizo la luz y lo comprendió todo claramente.
La maldición no venía de Dios. La maldición venía de él mismo y no tenía otra fuente que sus propios actos; y lo mismo sucedía a todos los hombres y para todos los castigos.
«Los Templarios se habían alejado de su regla; se habían desviado del servicio de la Cristiandad para no ocuparse más que del comercio y del dinero; el vicio se había deslizado entre sus filas y había minado su grandeza. Por eso ellos llevaban en sí mismos su maldición, y había sido justo suprimir la Orden. Pero para acabar con los Templarios, yo hice nombrar arzobispo a mi hermano, ambicioso y cobarde, a fin de que los condenara por crímenes imaginarios; por consiguiente, no puede sorprender que mi hermano se haya sentado en el tribunal que me ha condenado por crímenes imaginarios. No puedo reprocharle su traición: soy yo el autor... Porque Nogaret había torturado demasiados inocentes para extraerles las confesiones que deseaba y que creía necesarias para el bien público, sus enemigos acabaron por envenenarlo... Porque Margarita de Borgoña fue obligada a casarse por razones de Estado con un príncipe que no amaba, traicionó al matrimonio; porque lo traicionó, fue descubierta y encarcelada. Porque yo quemé su carta que habría podido liberar al rey Luis, he perdido a Margarita y me he perdido al mismo tiempo... Porque Luis la ha hecho asesinar, cargándome a mí el crimen, ¿qué le sucederá? ¿Qué le sucederá a Carlos de Valois, que esta mañana me va a hacer ahorcar por faltas que él ha inventado? ¿Qué le sucederá a Clemencia de Hungría si acepta, para ser reina de Francia, casarse con un asesino...? Hasta cuando somos castigados por falsos motivos, hay siempre una causa verdadera de nuestro castigo. Todo acto injusto, aun cometido por una causa justa, lleva en sí la maldición.»
Y cuando hubo descubierto esto, Enguerrando de Marigny dejó de odiar a todo el mundo y de buscar un responsable de su suerte. Este era su acto de contrición, y a su modo, tan eficaz como el de las oraciones aprendidas. Se sentía lleno de paz, y como de acuerdo con Dios aceptaba que su destino tuviera aquel fin.
Permaneció muy tranquilo hasta el alba, y no tuvo la impresión de descender de aquel umbral luminoso donde su meditación acababa de situarlo.
Hacia la hora de prima, oyó un gran tumulto por el otro lado de las murallas. Cuando vio entrar al preboste de París, al lugarteniente de lo criminal y al procurador, se puso lentamente en pie y esperó a que le quitaran las cadenas. Tomó el manto escarlata que llevaba el día de su detención y se cubrió los hombros. Experimentaba una extraña impresión de fuerza, y se repetía constantemente aquella verdad que se le había revelado: «Todo acto injusto, aun cometido por una causa justa...»
-¿A dónde me llevan? -preguntó.
-A Montfaucon, messire.
-Está bien. Yo hice construir ese patíbulo; acabaré pues en miobra.
Salió del Châtelet en una carreta tirada por cuatro caballos, precedida, seguida y flanqueada por varias compañías de arqueros y guardias de la ronda. «Cuando mandaba en el reino yo no quería más que tres guardias de escolta. Ahora tengo trescientos para llevarme a morir...» A los alaridos de la muchedumbre, Marigny, en pie, respondía: «Buenas gentes, rogad a Dios por mi.»
Al final de la calle de Saint-Denis, el cortejo se detuvo delante del convento de las FillesDieu. Se hizo descender a Marigny y se le condujo al patio al pie de un crucifijo de madera colocado bajo un dosel. «Es verdad, que siempre se hace así», pensó, «pero yo nunca había asistido a esto. Sin embargo, ¡cuántos hombres he enviado a la horca!... He tenido dieciséis años de dicha y de fortuna para cobrarme el bien que haya podido hacer, y dieciséis días de infortunio y una mañana de muerte para castigarme por el mal... Dios es misericordioso».
Al pie del crucifijo, el capellán del convento recitó sobre Marigny arrodillado, la oración de los agonizantes. Después las religiosas le llevaron al condenado un vaso de vino y tres trozos de pan que él masticó lentamente, apreciando por última vez el gusto de los alimentos del mundo. Detrás de los muros, la muchedumbre continuaba aullando. «El pan que ellos comerán en seguida, les parecerá menos bueno que el que acaban de darme», pensó Marigny cuando volvía a subir a la carreta. El cortejo franqueó las murallas, y pasados los arrabales, apareció, erigido sobre una
eminencia, el cadalso de Montfaucon.
Reconstruido, hacía poco, sobre el emplazamiento del viejo cadalso que databa de tiempos de San Luis, aparecía como una gran construcción inacabada y sin techumbre. Dieciséis pilares de sillería, erectos hacia el cielo, se alzaban desde una vasta plataforma cuadrada que se asentaba sobre grandes bloques de piedra sin desbastar. En el centro de la plataforma se abría una gran fosa, que servía de osario y las horcas estaban alineadas a lo largo de esta fosa. Los pilares estaban unidos por vigas dobles y cadenas de hierro de las cuales se colgaban los cuerpos después de su ejecución. Se les dejaba pudrir allí a pleno viento y abandonados a los cuervos, para que sirvieran de ejemplo e inspiraran respeto a la justicia real. Aquel día se hallaban suspendidos una docena de cuerpos, unos desnudos, otros vestidos hasta la cintura, y cubiertos los riñones con un girón de tela, según los verdugos tuvieran derecho a todos o parte de sus vestidos. Algunos cadáveres eran ya esqueletos, otros comenzaban a descomponerse en sus vestiduras, con las caras verdes o negras, rezumando repugnantes líquidos por los oídos y la boca, y con jirones de carne, arrancados por el pico de los pájaros, caídos sobre las telas. Un hedor espantoso se esparcía a su alrededor.
Una muchedumbre reunida rápidamente había venido para asistir al suplicio. Los arqueros formaron cordón para contener los remolinos.
Cuando Marigny descendió de la carreta, el sacerdote que lo acompañaba le invitó a hacer confesión de las faltas por las que le habían condenado.
-No, padre -dijo Marigny.
Negó haber hecho hechizar a Luis X ni ningún príncipe real, negó haber robado al Tesoro, negó todos los cargos que se habían acumulado contra él y afirmó que los actos que le reprochaban habían sido ordenados o aprobados por el difunto rey su señor.
-Pero he cometido actos injustos por causas justas y de eso no me arrepiento.
Precedido por el verdugo, subió la pendiente de piedra por la que se llegaba a la plataforma y, con la autoridad que siempre había tenido, preguntó designando las horcas:
-¿Cuál?
Como desde lo alto de un estrado, dirigió una última mirada sobre la aullante multitud. Rehusó que le ataran las manos.
-Que no se me sujete.
Él mismo levantó sus cabellos y adelantó la cabeza de toro hacia el nudo corredizo que se le presentaba. Tomó una gran bocanada, como para conservar el mayor tiempo posible la vida en sus pulmones, cerró los puños; y la cuerda, tirada por seis brazos, lo elevó dos toesas del suelo.
Y el gentío, que no esperaba más que esto, lanzó, sin embargo, un inmenso grito de asombro. Durante varios minutos se le vio retorcerse, con los ojos desorbitados, con la cara volviéndose azul y después violeta, con la lengua fuera y con los brazos y las piernas agitándose como si tratara de trepar a lo largo de un palo invisible. Al fin los brazos volvieron a caer, las convulsiones disminuyeron su amplitud, cesaron por completo, y los ojos perdieron la mirada. La muchedumbre, entonces, enmudeció, todavía sorprendida.
Valois había ordenado que el condenado quedara completamente vestido a fin de que fuera más reconocible.
Los verdugos bajaron el cuerpo y lo arrastraron por los pies a través de la plataforma; luego, acercando sus escaleras a la parte delantera del cadalso, de cara a París, suspendieron en las cadenas, para dejarlo pudrir entre carroñas de desconocidos malhechores, a uno de los ministros más grandes que Francia haya tenido jamás.

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora