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Damas de Hungría en un castillo de Nápoles

Hay ciudades más fuertes que los siglos; el tiempo no las cambia. Las dominaciones se suceden en ellas; las civilizaciones se depositan en su alma como aluviones geológicos; pero ellas conservan a través de todas las épocas su carácter, su propio perfume, su ritmo y el rumor que las distinguen de todas las demás ciudades de la tierra. Nápoles fue, desde siempre, una de estas ciudades. Así había sido, así ha quedado y así quedará a lo largo de los siglos; medio africana y medio latina, con sus callejuelas apiñadas, su bullicioso hormigueo, su olor de aceite, de grasas, de azafrán y de pescado frito, su polvo color de sol, su ruido de cascabeles al cuello de las mulas.
Los griegos la organizaron, los romanos la conquistaron, la asolaron los bárbaros; bizantinos y normandos se turnaron un instante en ella como dueños; pero Nápoles absorbió, utilizó, fundió sus artes, sus leyes y sus lenguajes; y la imaginación de la calle se nutría de los recuerdos, de los ritos y de los mitos de sus conquistadores.
El pueblo no era griego, ni romano, ni bizantino; era el pueblo napolitano de siempre, ese pueblo que no se parece a ningún otro en el mundo, que usa la alegría como máscara de mimo para cubrir la tragedia de la miseria, que emplea el énfasis para salpimentar la monotonía de las horas, y cuya aparente pereza es sabiduría que consiste en no fingir actividad cuando no haya nada que hacer; un pueblo que ama la vida, que se ríe de los reveses del destino, que desprecia la agitación guerrera porque la paz, que raramente le fue concedida, no le aburre jamás.
En aquella época, y desde hacía unos cincuenta años, Nápoles había pasado de la dominación de los Hohenstaufen a la de los príncipes de Anjou. El establecimiento de éstos, llamados por la Santa Sede, se logró en medio de matanzas, represiones y asesinatos, que ensangrentaron entonces la península. Las dos más grandes aportaciones de la nueva monarquía fueron por una parte la industria de la lana, que fundaron en los arrabales para allegar fondos; y por otra, la enorme residencia, mezcla de palacio y fortaleza, que la monarquía se hizo construir cerca del mar por el arquitecto francés Pedro de Chaulnes, el Castillo Nuevo, gigantesco torreón rosado levantado hacia el cielo, al cual los napolitanos, tanto por su humor como por su apego a los antiguos cultos falicos, llamaron inmediatamente el Maschio Angiovino, el Macho Angevino.
Una mañana de enero de 1315, en una pieza alta de este castillo, Roberto Oderisi, joven pintor napolitano discípulo de Giotto, contemplaba el retrato que acababa de concluir, el cual constituía la parte central de un tríptico. Inmóvil delante del caballete, con el pincel entre los dientes, se hallaba embebido en el examen de su cuadro en donde el óleo todavía fresco despedía húmedos reflejos. Se preguntaba si un toque de amarillo más pálido, o por el contrario de amarillo ligeramente anaranjado no habría plasmado mejor el brillo dorado de los cabellos, si la frente era bastante clara, si los ojos, aquellos ojos azules, y algo redondos, lograban expresar perfectamente la vida. La forma era aquélla, desde luego, ¡la forma!... ¿Pero y la mirada? ¿Qué tenía la mirada? ¿Un puntito de blanco en la pupila? ¿Una sombra un poco más extendida en el rabillo del ojo? ¡Cómo lograr jamás, mediante colores molidos y dispuestos los unos al lado de los otros, reproducir la realidad de un rostro y las extrañas variaciones de luz sobre el contorno de las formas! Tal vez no eran los ojos, después de todo, su preocupación, sino la transparencia de la nariz, o bien el claro brillo de los labios...
«He pintado muchas vírgenes, siempre con la misma cara y la misma expresión de éxtasis y de ausencia...», pensaba el pintor.
-Así pues, signor Oderisi, ¿está terminado? -preguntó la bella princesa que le servía de modelo. Desde hacía una semana, pasaba horas al día sentada en esta pieza posando para un
retrato pedido por la corte de Francia.
A través de la gran ojiva con la vidriera abierta, se veían las arboladuras de los navíos de Oriente amarrados en el puerto; más allá, la extensión de la bahía de Nápoles, el mar inmenso, asombrosamente azul a la dorada luz del sol y el triangular perfil del Vesubio. Había dulzura en el aire, y el día invitaba a vivir.
El joven se quitó el pincel de entre los dientes.
-¡Ay de mí! si -respondió-, está terminado.
-¿Porqué «¡ay de mí!»?
-Porque me veré privado de la felicidad de ver cada mañana a Donna Clemenza y me parecerá que no ha salido el sol.
No era más que un pequeño cumplido, pues para un napolitano, declararle a una mujer, sea princesa o mesonera, que va a caer gravemente enfermo al no volverla a ver no representa más que un mínimum obligado de cortesía. Y la dama de compañía que bordaba silenciosamente en un rincón de la pieza, con la misión de velar por la decencia de la reunión, no halló ni siquiera motivo para levantar la cabeza.
-Y además, señora... Y además -prosiguió- digo « ¡ay de mí!» porque este retrato no es bueno. No da de vos una imagen de belleza tan perfecta como la realidad.
Era correcto que se rebajara, pero criticándose a sí mismo, era sincero. Experimentaba la tristeza del artista delante de su obra acabada, por no haber podido hacerla mejor. Aquel joven de diecisiete años tenía ya el temperamento de un gran pintor.
-¿Puedo verlo? -preguntó Clemencia de Hungría.
-Madama, no me abruméis. Yo sé muy bien que hubiera hecho falta mi maestro para pintaros. Efectivamente se había recurrido a Giotto, despachando a un mensajero a través de toda
Italia. Pero el ilustre toscano, ocupado aquel año en pintar los frescos de la vida de San Francisco de Asís en los muros del coro de Santa Croce de Florencia, había respondido, desde lo alto de sus andamios, que se dirigieran a su joven discípulo de Nápoles.
Clemencia de Hungría se levantó y se acercó al caballete, haciendo oír el roce de los tiesos pliegues de su vestido de seda. Alta y rubia, tenía menos gracia que grandeza, y tal vez menos feminidad que nobleza. Pero la impresión un poco severa que producía su porte se veía compensada por la pureza de su rostro, y la expresión maravillosa de su mirada.
-¡Pero, signor Oderisi -exclamó-, me habéis más bella de lo que soy!
-No he hecho más que copiar vuestros rasgos, doña Clemencia, procurando, además, plasmar vuestro espíritu.
-Entonces, desearía que mi espejo tuviera tanto talento como vos. Se sonrieron y se dieron mutuamente las gracias por sus cumplidos.
-Esperemos que esta imagen agradará en Francia... quiero decir a mi tío el conde de Valois
-añadió con un poco de confusión.
Porque se decía, aunque no lo creía nadie, que el retrato iba destinado a Carlos de Valois por el gran afecto que tenía a su sobrina.
Clemencia, al decir esto, se sintió enrojecer. A los veintidós años todavía se ruborizaba a menudo y, consciente de ello, se lo reprochaba como una debilidad. ¡Cuántas veces su abuela, la reina María de Hungría, no le había repetido: «Clemencia, no cabe el rubor cuando se es princesa y a punto de ser reina.»
¿Podría llegar de verdad a ser reina? Con la mirada vuelta hacia el mar, soñaba con aquel primo lejano, con aquel rey desconocido del que tanto se le hablaba desde hacía veinte días, cuando llegó de París un embajador oficioso...
El corpulento Bouville le había pintado al rey Luis X como un príncipe desgraciado, que había sido duramente herido en sus afectos, pero que estaba dotado de atractivos físicos y carácter y corazón que podían agradar a una dama de alto linaje. En cuanto a la corte de Francia, era desde luego tan agradable como la corte de Nápoles, con la ventaja de que en ella disfrutaría de las alegrías familiares y de las grandezas de la realeza... Nada podía seducir más a una doncella del temperamento de Clemencia de Hungría que la perspectiva de borrar las heridas que en el alma de un hombre habían abierto la traición de una mujer indigna, y la muerte prematura de un padre al que adoraba. Para Clemencia, el amor no podía separarse de la abnegación. Y además, a todo ello añadía para ella el orgullo de haber sido elegida por Francia... «Ciertamente, había esperado tanto tiempo, hasta el punto de perder la esperanza. Pero he aquí que quizá Dios me dé el mejor esposo y el más feliz reinado. Así pues, desde hacía tres semanas vivía sumergida en el milagro y rebosaba de gratitud hacia Dios y el Universo.
De pronto, se alzó un tapiz, bordado de leones y águilas, y un joven de pequeña estatura, nariz afilada, ojos ardientes y alegres, y cabellos muy negros hizo su entrada con una reverencia.
-¡Oh signor Baglioni, vos aquí... -exclamó Clemencia de Hungría en tono jovial.
Estimaba al joven sienés que servía a Bouville de intérprete y que, para ella, por lo mismo, formaba parte de los mensajeros de la felicidad.
-Señora -dijo-, el señor de Bouville me envía a preguntar si puede venir a visitaros.
-Desde luego -respondió Clemencia-. Siempre me es grato ver al señor de Bouville. Pero acercaos, y decidme qué pensáis de este retrato ya terminado.
-Digo, señora -respondió Guccio después de haber permanecido un instante en silencio delante del cuadro-, que es maravillosamente fiel y que representa la más bella dama que han admirado mis ojos.
Oderisi, con los antebrazos manchados de ocre y de bermellón, saboreaba el elogio.
-¡Creía que estabais enamorado de una doncella de Francia! -dijo Clemencia sonriendo.
-Cierto, la amo... -respondió Guccio.
-Entonces, o no sois sincero respecto a ella o no lo sois para conmigo, signor Guccio, pues siempre he oído decir que para quien ama no hay en el mundo rostro más bello que el de la persona amada.
-La dama que guarda mi corazón -replicó Guccio con ardor-, es de seguro la más bella que existe en el mundo... después de vos, Donna Clemenza, y no va contra el amor decir la verdad.
Desde que estaba en Nápoles y se hallaba mezclado en los preparativos del matrimonio real, el sobrino del banquero Tolomei se complacía en darse aires de héroe de la caballería herido de amor por una hermosa lejana. En la realidad, su pasión se compaginaba bien con el alejamiento, pues no había desperdiciado ninguna ocasión de los placeres que se ofrecen al viajero.
La princesa Clemencia se sentía súbitamente llena de curiosidad y de simpatía por los amores ajenos; hubiera querido que todos los jóvenes y todas las doncellas de la tierra fueran dichosos.
-Si Dios quiere que vaya a Francia... -enrojeció de nuevo- tendría gran placer en conocer a la dama de vuestros pensamientos, con la que supongo vais a casaros...
-¡Ah, señora, permita el cielo que vengáis! No tendréis mejor servidor que yo, ni tampoco, estoy seguro de ello, una servidora más fiel que ella.
Y dobló la rodilla, con la mayor elegancia, como si se encontrara en un torneo delante del palco de las damas. Ella le hizo con la mano ademán de agradecimiento; tenía lindos dedos ahusados, un poco alargados por la punta, parecidos a los que suelen verse en las santas de los frescos. «¡Ah, qué buen pueblo y, qué personas tan gentiles», pensaba, ante aquel italianito que, a
sus ojos, venía a representar a toda Francia.
-¿Podéis decirme su nombre -preguntó-, o bien es un secreto?
-En modo alguno puede ser un secreto para vos, si es que os agrada saberlo, Donna Clemenza. Se llama María.. - María de Cressay. Es de noble linaje; su padre era caballero. Me espera en su castillo que está a diez leguas de París... Tiene dieciséis años.
-¡Pues bien! Que seáis feliz, os lo deseo, signor Guccio; que seáis feliz con vuestra María de Cressay.
Guccio salió y atravesó los corredores bailando. Ya veía a la reina de Francia asistiendo a su boda. Sin embargo, para realizar ese sueño, faltaba que doña Clemencia llegara a ser reina, como también que la familia Cressay tuviera a bien concederle a él, un Lombardo, la mano de María. Guccio encontró a Hugo de Bouville en el cuarto donde lo habían alojado. El anciano
canciller, espejo en mano, buscaba la luz adecuada y giraba sobre si mismo para asegurarse de su aspecto y poner en orden sus mechones blancos y negros que le daban aspecto de caballo pío. Se preguntaba si no le convendría más hacérselos teñir. Los viajes enriquecen a la juventud; pero perturban a los de edad madura. El aire de Italia había exaltado a Bouville. Este buen señor, tan atento a sus deberes, no pudo resistirse en Florencia a engañar a su mujer, e inmediatamente se metió en una iglesia a confesarse. En Siena, donde Guccio conocía algunas damas dedicadas a la vida galante, recayó, pero ya con menos remordimientos. En Roma se portó como si hubiera rejuvenecido veinte años. Nápoles, pródiga en fáciles deleites, a condición de que se llevara un poco de oro colgado a la cintura, hizo vivir a Bouville en una especie de encantamiento. Lo que en otras partes hubiera pasado por vicio, aquí tomaba un aspecto deliciosamente natural e ingenuo. Rapazuelos de doce años, andrajosos y rubios, alababan las nalgas de su hermana mayor con elocuencia de siglos; después, se quedaban prudentemente sentados en la antecámara rascándose los pies. Es más, se tenía el sentimiento de hacer una buena acción, dando de comer con ello a una familia entera durante toda una semana. ¡Y además el placer de pasearse en el mes de enero sin manto! Bouville se había vestido a la última moda y llevaba ahora una sobrevesta con mangas de dos colores, rayadas a lo ancho. ¡De seguro, le habían timado en todas partes! ¡Pero el placer de vivir bien merecía aquella insignificancia!
-Amigo mío -dijo al ver entrar a Guccio-, ¿sabéis que he adelgazado hasta el punto de que no parece imposible que pueda recobrar un talle elegante? Esta suposición era francamente optimista.
-Señor -dijo el joven-, Donna Clemenza está preparada para recibiros.
-¡Espero que no estará terminado el retrato!
-Lo está, señor.
Bouville lanzó un hondo suspiro.
-Entonces, eso significa que debemos regresar a Francia. Lo lamento, pues confieso que le había tomado cariño a este país, y de buena gana le habría dado unos florines a ese pintor para que alargara un poco su trabajo. ¡Qué vamos a hacer!, hasta las mejores cosas se acaban.
Los dos tuvieron una sonrisa de connivencia y para llegar hasta las estancias de la princesa, el grueso embajador cogió afectuosamente a Guccio por el brazo.
Entre estos dos hombres, tan diferentes por la edad, el origen y la situación, había nacido una sincera amistad que había crecido a lo largo del camino. Para Bouville, el joven toscano era la encarnación misma de este viaje, con sus licencias, sus descubrimientos, y la juventud nuevamente encontrada. Además, el muchacho se mostraba activo, sutil, discutía con los proveedores, administraba los gastos, allanaba las dificultades y organizaba los placeres. En cuanto a Guccio, compartía, gracias a Bouville, una manera de vivir de gran señor y en familiaridad con los príncipes. Sus funciones poco definidas de intérprete, secretario y tesorero le valían muchas atenciones. Por otra parte, Bouville no era avaro de sus recuerdos y durante las largas cabalgadas, o bien por la noche, mientras cenaban en los albergues o en las hospederías de los monasterios, había contado a Guccio muchas cosas sobre el rey Felipe el Hermoso, la corte de Francia y las familias reales. De este modo se abrían mutuamente mundos desconocidos y se completaban a maravilla, formando una curiosa pareja en la que el adolescente guiaba frecuentemente al vejete.
Penetraron así en la habitación de doña Clemencia; pero el aire de descuidada indiferencia que habían adoptado se es fumó cuando vieron en pie ante el cuadro a la vieja reina madre María de Hungría. Haciendo reverencias avanzaron con paso prudente.
Madame de Hungría era una anciana de setenta años. Viuda del rey de Nápoles Carlos II el Cojo, y madre de trece hijos de los que ya había visto morir casi la mitad. Sus embarazos le habían ensanchado la pelvis y las penas le habían marcado grandes arrugas, que iban de los párpados a su boca desdentada. Era alta de estatura y de tez oscura, de cabellos nevados, toda su fisonomía daba una impresión de fuerza, decisión y autoridad no atenuadas por la edad. Llevaba la corona desde que se despertaba. Emparentada con toda Europa y reivindicando para sus descendientes el trono vacante de Hungría, lo había logrado, por fin, después de veinte años de lucha.
Ahora que su nieto Caroberto, heredero de su hijo mayor Carlos Martel, muerto prematuramente, ocupaba el trono de Buda; que su segundo hijo, el difunto obispo de Toulouse, estaba a punto de ser canonizado; que el tercero, Roberto, reinaba en Nápoles y las Pullas; que el cuarto era príncipe de Tarento, y emperador titular de Constantinopla; y el quinto, duque de Durazzo; y que sus hijas sobrevivientes estaban casadas la una con el rey de Mallorca y la otra con Federico de Aragón, la reina María no creía haber acabado aún su tarea; se ocupaba de su nieta, Clemencia, la huérfana, hermana de Caroberto, que ella había educado.
Volviéndose bruscamente hacia Bouville, como un halcón que localiza un capón, le hizo una señal para que se acercara.
-Bien, señor, ¿qué os parece este retrato?
Bouville se puso a meditar delante del caballete. Miraba menos el rostro de la princesa que los dos postigos laterales destinados a proteger el cuadro durante el transporte, y en los que Oderisi había pintado, en uno, el Maschio Angiovino y en el otro, en una perspectiva con superposición, el puerto y la bahía de Nápoles. Contemplando aquel paisaje que tanto le dolía abandonar, Bauville sentía ya nostalgia.
-Su arte me parece impecable -dijo al fin-. Fuera de que el marco es tal vez un poco simple para encuadrar un rostro tan bello. ¿No creéis que un festón dorado...? Trataba de ganar un segundo o dos.
-No importa, señor -cortó la vieja reina-. ¿Creéis que se parece? Sí, pues esto es lo importante. El arte es cosa frívola y me asombraría que el rey Luis perdiera el tiempo mirando guirnaldas. El rostro es lo que interesa, ¿no es verdad?
No se comía las palabras, y a diferencia de toda la corte, María de Hungría no se preocupaba en disimular el motivo de la embajada. Despidió a Oderisi diciéndole:
-Habéis hecho un buen trabajo, giovanetto. Que nuestro tesorero os pague lo que se os debe. Y ahora volved a pintar nuestra iglesia y procurad que el diablo sea bien negro y los ángeles bien resplandecientes.
Y para desembarazarse también de Guccio, le mandó que ayudara al pintor a llevar sus pinceles. Con el mismo fin envió a la dama de compañía a bordar afuera. Después, alejados los testigos, se volvió a Bouville.
-Así pues, messire, regresaréis a Francia.
-Con infinita pena, señora. Todas las atenciones de que se me ha hecho objeto aquí...
-Pero en fin -dijo ella interrumpiéndole-, vuestra misión ha terminado. Por lo menos, hasta cierto punto.
Sus negros ojos estaban fijos en los de Bouville.
-¿Hasta cierto punto, señora?
-Quiero decir que este asunto ha quedado resuelto en principio, ya que el rey, mi hijo, y yo damos nuestro consentimiento. Pero este consentimiento, messire -y apretó las mandíbulas de manera que se le marcaron los tendones del cuello-, este consentimiento, no lo olvidéis, es condicional. Pues, aunque nos sentimos altamente honrados ante la petición del rey de Francia nuestro primo, y estamos dispuestos a amarlo con una fidelidad completamente cristiana y a darle numerosa descendencia, pues las mujeres de nuestra familia son fecundas, no es menos cierto que nuestra respuesta definitiva depende de que vuestro señor se vea libre de madame de Borgoña, prontamente y realmente. No sabríamos contentarnos con una anulación dictada por obispos complacientes, la cual podría ser protestada por las más altas jerarquías de la Iglesia.
-Conseguiremos la anulación dentro de poco, señora, como he tenido el honor de asegurároslo.
hacer. -Messire -dijo ella-, ahora estamos solos, no me aseguréis, pues, lo que todavía está por
Bouville tosió para disimular su turbación.
-Este asunto -contestó- es la primera preocupación de monseñor de Valois, que hará todo por apresurarla e, incluso, en la actualidad, ya lo da por hecho.
-¡Sí, sí! -gruñó la vieja reina-. Conozco a mi yerno. De palabra, nada se le resiste, y no cae mientras no tropieza.
Aun cuando su hija Margarita había muerto hacía quince años y Carlos de Valois se había vuelto a casar después dos veces, ella continuaba llamándolo «mi yerno».
-Queda bien claro, también, que no damos nada de tierra. Me parece que Francia tiene suficiente. Hace tiempo, cuando nuestra hija se casó con Carlos, ella aportó de dote Anjou, que era muy importante. Pero al año siguiente, cuando una hija del segundo matrimonio de Carlos se casó con nuestro hijo de Tarento, ella aportó Constantinopla.
Y la vieja reina hizo un gesto con su gotosa mano para significar que tan hermoso título no era más que viento.
Retirada cerca de la ventana abierta, y mirando al mar, Clemencia experimentaba la violencia de tener que presenciar este debate. ¿Debía acompañarse el amor con estos preliminares, muy parecidos a una discusión de negocios? Después de todo, de lo que se trataba era de su felicidad y de su vida. ¡Habían rehusado para ella, y sin consultar su opinión, tantos partidos considerados insuficientes! Y he aquí, que se le ofrecía el trono de Francia, cuando sólo un mes antes, se preguntaba si no tendría que entrar en un convento. Creía que su abuela empleaba un tono demasiado cortante. Por su parte, ella estaba dispuesta a tratar a la suerte más suavemente, y a mostrarse menos puntillosa sobre el derecho canónico... Muy lejos, allá en la bahía, un navío de alto bordo ponía rumbo hacia las costas de Berbería.
-A mi regreso, señora, pasaré por Aviñón con instrucciones de monseñor de Valois -dijo Bouville-. Y, dentro de poco, yo os aseguro que tendremos ese Papa que nos falta.
-Deseo creeros -respondió María de Hungría-. Pero también deseamos que todo quede arreglado para el verano. Tenemos otras ofertas para Clemencia; otros príncipes la quieren por esposa. No podemos consentir una demora más prolongada. Los tendones del cuello se le volvieron a contraer.
-Sabed que en Aviñón -prosiguió ella-, el cardenal Duèze es nuestro candidato. Deseo vivamente que también sea el del rey de Francia. Vos obtendréis la anulación mucho más rápidamente si él llega a ser Papa, pues nos es enteramente afecto y nos debe mucho. Además Aviñón es tierra angevina, de la que somos señores feudales, bajo el rey de Francia, desde luego. No lo olvidéis. Id a despediros del rey mi hijo y que todo suceda según vuestros deseos... ¡Antes del verano, os lo recuerdo, antes del verano!
Bouville, después de inclinarse, se retiró.
-Mi señora abuela -dijo Clemencia con voz insegura-, creéis que... La vieja reina le dio unos golpecitos en el brazo.
-Todo está en las manos de Dios, hija mía -respondió-, y no nos sucede nada que El no quiera. La anciana salió a su vez.
«Quizá tenga el rey Luis otras princesas en su pensamiento», pensó Clemencia al quedarse sola. «¿Será acertado apremiarlo así? ¿No dirigirá a otra parte su elección?»
Permanecía delante del caballete, con las manos cruzadas sobre el talle, habiendo adoptado maquinalmente la postura que tenía en el retrato.
«¿Será un rey el que sienta el placer», se preguntó una vez más, «de posar sus labios sobre esas manos?»

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora