La carta de la desesperación
Una ráfaga de viento azotó la angosta vidriera. Margarita de Borgoña se echó hacia atrás, como si alguien desde el fondo del cielo la hubiera intentado golpear.
El día comenzaba a alborear, incierto, sobre la campiña normanda. Era la hora en que la primera guardia subía a las almenas de Château-Gaillard. La tempestad del oeste empujaba enormes nubarrones negros portadores en su seno de verdaderas montañas de agua, y los álamos, a lo largo del Sena, curvaban su desnudo tronco.
El sargento Lalaine vino a descorrer los cerrojos de la puerta que aislaba, a mitad de la escalera de caracol, los calabozos de las dos princesas; el arquero Gros-Guillaume depositó sobre el escabel dos escudillas de madera llenas de una papilla humeante; después salió arrastrando los pies, sin haber pronunciado palabra.
-¡Blanca! -llamó Margarita acercándose a la escalera. No obtuvo respuesta.
-¡Blanca! -repitió más fuerte.
El silencio que siguió la llenó de angustia. Al fin oyó el chasquido de los zuecos de madera sobre los escalones. Blanca entró vacilante, abatida; sus ojos claros, en la gris claridad que llenaba la estancia, mostraban una expresión a la vez ausente y obstinada.
-¿Has dormido algo? -le preguntó Margarita.
Blanca, sin contestar, fue hasta el cántaro de agua puesto al lado de las escudillas, se arrodilló e, inclinándolo hacia su boca, bebió a grandes tragos. Desde hacía algún tiempo, adoptaba extrañas posturas para realizar los hechos ordinarios de la vida.
En la pieza ya no quedaba ninguno de los muebles de Bersumée. El comandante de la fortaleza lo había recogido todo hacía ya dos meses, inmediatamente después de la brutal visita de Alán de Pareilles, con la orden de Marigny de atenerse a las antiguas instrucciones. Habían desaparecido los cofres y las cajas llevadas allí en honor de monseñor de Artois, había desaparecido la mesa en la que había comido la reina prisionera, frente a su primo. Sólo algunos elementos del grosero mobiliario destinado a la tropa animaban pobremente el redondo calabozo. El camastro estaba provisto de un colchón relleno de vainas de guisantes secos.
Por lo contrario, habiendo dicho Pareilles que la salud de Madame Margarita era importante para Marigny, Bersumée se cuidaba de que las mantas fueran numerosas. Pero las sábanas no se habían cambiado una sola vez, y no se encendía la chimenea más que cuando helaba.
Las dos mujeres se sentaron en el camastro, una al lado de la otra, con las escudillas colocadas sobre sus rodillas.
Blanca, sin usar la cuchara, consumía a lengüetadas la papilla de alforfón en la misma escudilla. Margarita no comía. Se calentaba las manos alrededor del tazón de madera; aquél era uno de los pocos minutos buenos de la jornada, y el último placer corporal que le quedaba. Cerraba los ojos, totalmente concentrada en el miserable gozo de recoger un poco de calor en el hueco de sus manos.
De repente, Blanca se levantó y arrojó su escudilla a través de la estancia. La papilla se esparció por el suelo, donde se agriaría durante una semana.
-¿Quieres decirme qué te pasa? -preguntó Margarita.
-¡Quiero morir, me voy a matar! -gritó Blanca-. ¡Me tiraré de lo alto de la escalera, y tú te quedarás sola... sola!
Margarita suspiró y hundió la cuchara en el tazón.
¿-Nunca saldremos de aquí, por culpa tuya -prosiguió Blanca-, porque no quisiste escribir la carta que te pidió Roberto. ¡Por tu culpa, por tu culpa! Estar aquí no es vivir. Pero yo voy a morir, tú te quedarás sola.
· La esperanza truncada es funesta para los prisioneros. Blanca había creído, al saber la muerte de Felipe el Hermoso, y sobre todo, ante la visita de Roberto de Artois, que iba a ser puesta en libertad. Y después, nada había sucedido, sino la retirada casi total del pequeño alivio material que la estancia de su primo había significado para las reclusas. Desde entonces, el cambio que se había operado en Blanca era pavoroso. Había dejado de lavarse y adelgazaba rápidamente; pasaba de repentinos furores a crisis de llanto que dejaba largos surcos en sus manchadas mejillas. Sus cabellos algo más largos salían, pegados y enredados, de su toca de tela. Y no cesaba de abrumar a Margarita con reproches. Llegó hasta a acusarla de haberla empujado a los brazos de Gualterio d'Aunay; la insultaba y luego le exigía pataleando que escribiera a París para aceptar la proposición que le habían hecho. El odio había levantado una barrera de incomprensión entre aquellas dos mujeres, que no tenían más que su mutuo apoyo y compañía.
-¡Pues bien, revienta, ya que no tienes el valor de luchar! -respondió Margarita.
-¿Para qué? Luchar contra los muros... ¿Para que tú seas reina? ¿Es que aún crees que serás reina? ¡Reina! ¡Reina! ¡Mirad la reina!
-Pero si hubiera aceptado, hubiera sido a mí a quien quizá habrían puesto en libertad, no a ti. -¡Sola, sola, te vas a quedar sola! -repetía Blanca.
-¡Tanto mejor! ¡No deseo otra cosa! -exclamó Margarita. También en ella, las últimas semanas habían hecho más estragos que todo el medio año anterior de reclusión. Su rostro se había estirado y endurecido, marcado por herpes. Como los días se sucedían sin traer nada nuevo, continuamente le atormentaba la misma pregunta: «¿Habré hecho mal rehusando la propuesta?»
Blanca se lanzó hacia la escalera. « ¡Bueno, que se tire! ¡A ver si no la oigo gemir ni gritar más! No se matará, pero al menos la harán entrar en razón, o se la llevarán», se dijo Margarita.
Luego corrió tras de su cuñada, con las manos por delante como si quisiera empujarla a las profundidades de la escalera.
Blanca se volvió. Durante un instante, se desafiaron con la mirada. De repente, Margarita se apoyó, se hundió casi, en el muro.
-Nos volvemos locas las dos... -dijo-. Vamos, creo que hay que escribir esta carta. Yo tampoco aguanto más.
E inclinándose sobre el agujero de la escalera gritó:
-¡Guardias, guardias! Que llamen al capellán.
No le respondió más que el viento del invierno que arrancaba las tejas de las techumbres.
-Ya ves... -dijo Margarita encogiéndose de hombros-. Lo haré llamar cuando nos traigan la comida. Pero Blanca bajó los escalones volando y se puso a golpear frenéticamente la puerta de
abajo gritando que quería ver al capitán. Los arqueros de guardia interrumpieron su juego de dados y se oyó que salía uno de ellos.
Bersumée llegó un momento después, con su gorro de piel de lobo hundido hasta las cejas. Escuchó la petición de Margarita.
¿El capellán? Estaba ausente aquel día.
¿Plumas, un pergamino? ¿Para qué? Las prisioneras no tenían derecho a comunicarse con nadie, ni oralmente ni por escrito. Estas eran las órdenes de monseñor de Marigny.
-Tengo que escribir al rey -dijo Margarita.
¿Al rey? ¡Ah! Verdaderamente aquello planteaba un problema a Bersumée. La palabra «nadie» ¿comprendía también al rey?
Margarita habló con tal altivez y estuvo tan acertada que acabó por hacerse obedecer.
-Id sin tardanza -exclamó.
Bersumée se dirigió a la sacristía y trajo por sí mismo el material de escribir.
En el momento de empezar la carta, Margarita sintió una última rebeldía y tuvo como una sensación de repulsa. Nunca más, si por suerte se volvía a abrir su proceso, podría defender su inocencia y pretender que los hermanos de Aunay habían confesado en falso bajo el tormento. Además iba a privar a su hija de todo derecho a la corona...
-¡Venga, venga! -insistió Blanca animándola.
-En verdad nada podrá ser peor que esto -murmuró Margarita. Y comenzó a escribir su renuncia.
-Yo reconozco y confieso que mi hija Juana no es hija vuestra. Yo reconozco y declaro haberos negado siempre mi cuerpo, de manera que, entre nosotros, nunca hubo unión carnal... Yo reconozco y confieso que no tengo derecho a considerarme casada con vos... Espero, como se me prometió, de parte vuestra por messire de Artois, si yo confesaba sinceramente mis faltas, que tengáis piedad de mi pena y arrepentimiento y me enviéis a un convento de Borgoña...»
Bersumée, receloso, se mantuvo a su lado durante todo el tiempo que estuvo escribiendo; después, cuando hubo acabado, tomó la carta y la observó durante un momento, lo que no constituía más que un simulacro, puesto que no sabía leer.
-Esto debe llegar lo más pronto posible a manos de monseñor de Artois -dijo Margarita.
-¡Ah! Señora, eso cambia las cosas. Al solicitarla habíais dicho que era para el rey...
-¡...a monseñor de Artois para que él la lleve al rey! -exclamó Margarita-. Sois demasiado estúpido, en verdad. ¿No veis, el encabezamiento?
-¡Ah!, bueno... ¿Y quién llevará esta carta?
-¡Vos mismo!
-Es que no tengo ninguna orden.
En todo el día no pudo decidir lo que debía hacer, y esperó al capellán para pedirle consejo. No estando sellada la carta, el capellán la leyó.
-Yo reconozco y confieso.., yo reconozco y confieso.., o miente cuando se confiesa conmigo, o miente aquí -dijo, rascándose la cabeza.
Estaba algo borracho y olía a sidra. No obstante, se acordó de que monseñor de Artois le había hecho esperar tres horas en el cortante frío de la noche, para tomar una carta de madame Margarita y que se había marchado sin ella y encima lo había insultado en sus propias narices... Persuadió a Bersumée que descorchara otra botella y, tras abundantes comentarios, le aconsejó que le entregara la carta, previendo en ello algunas esperanzas personales.
Bersumée no compartía la misma opinión y por motivos igualmente personales. Se comentaba abundantemente en los Andelys que Marigny había caído en desgracia, y hasta se aseguraba que el rey intentaba procesarlo. Una cosa era cierta: aunque Marigny continuaba cursando instrucciones, ya no enviaba dinero. Bersumée había recibido, de improviso, sus atrasos de sueldo, hacía tres meses; pero después nada, y no estaba lejos el momento en que no podría alimentar a sus hombres ni a las prisioneras. No estaba mal la ocasión para ir a informarse sobre el terreno de lo que pasaba.
-En tu lugar, capitán -decía el capellán-, yo haría enviar la carta al Gran Inquisidor, que al mismo tiempo es confesor del rey. Ella ha escrito: «Yo confieso.» Esto es asunto de Iglesia y es asunto real... Si te parece, yo podría encargarme. Conozco al hermano inquisidor, que es de mi convento de Poissy...
-No, iré yo mismo -respondió Bersumée.
-Entonces -si ves al hermano inquisidor-, no dejes de hablarle de mi.
A la mañana siguiente, pasadas las consignas al sargento Lalaine, Bersumée, con su casco de hierro y montado en su mejor jaca, tomó el camino de París.
Llegó al día siguiente a media tarde, cuando llovía a mares. Bersumée enfangado hasta los ojos, y con el tabardo* calado, entró en una taberna cercana al Louvre, para reponer energías y reflexionar, ya que durante todo el camino la inquietud no había dejado de rondar en su cabeza. ¿Cómo saber si hacía bien o mal, si obraba en pro o en contra de su ascenso? ¿Debía dirigirse a Marigny o bien a monseñor de Artois? Al infringir las órdenes del primero, ¿qué ganaba ante el segundo? Marigny... o de Artois; de Artois o Marigny. O si no, ¿por qué no al Gran Inquisidor?
* El hoqueton (que traduzco por tabardo): vestimenta sobre todo militar con capuchón y mangas cortas y amplias, cuyo faldón, que apenas llegaba más abajo de la rodilla, estaba hendido por delante. El hoqueton podía llevarse por encima de la cota de malla o de la armadura. El de los guardias llevaba bordadas las armas del príncipe al que servían.
La providencia vela a veces por los imbéciles. Mientras Bersumée secaba sus botas delante del fuego, un manotazo asestado sobre su espalda lo sacó de sus meditaciones.
Era el sargento Quatre-Barbes, un antiguo compañero de guarnición, que acababa de entrar y lo había reconocido. No se habían visto desde hacía seis años. Se abrazaron, retrocedieron para examinarse, se volvieron a abrazar, y comenzaron a pedir vino con gran alboroto a fin de celebrar su nuevo encuentro.
Quatre-Barbes, un mocetón delgado, con los dientes negros -y bisojo-, era sargento de arqueros en la compañía del Louvre, allí cerca, y frecuentaba aquella taberna. Bersumée lo envidiaba por residir en París. Quatre-Barbes envidiaba a Bersumée por haber ascendido más rápidamente que él y por ser comandante de fortaleza. Así, pues, todo iba de maravilla, puesto que cada uno se creía admirado por el otro.
-¿Cómo? ¿Eres tú el encargado de custodiar a doña Margarita? Dicen que tenía cien amantes. Las nalgas le deben de quemar, y seguro que no te aburres, viejo picarón -exclamó Quatre-Barbes.
-¡Si, sí...! ¡No lo creas!
De las preguntas pasaron a los recuerdos, después a los problemas del día. ¿Qué había de verdad en la pretendida desgracia de Marigny? Quatre-Barbes debía saberlo, puesto que vivía en la capital. Así supo Bersumée que monseñor de Marigny había triunfado de todas las añagazas que le habían tendido; que el rey, no hacía más de tres días, lo había llamado y abrazado delante de muchos nobles, y que de nuevo era poderoso como nunca.
«Heme aquí metido en un buen embrollo con esta carta», pensaba Bersumée.
Con la lengua suelta por el vino, Bersumée se deslizaba hacia las confidencias, y pidiendo a Quatre-Barbes que le guardara un secreto que él mismo no podía guardar, le reveló el motivo de su viaje. -¿Qué harías tú en mi lugar?
El sargento balanceó un momento su narizota encima de su pichel; después respondió:
-En tu lugar, yo iría a ver a Alán de Pareilles, que es tu jefe, para que te dé su parecer. Al menos, así te pondrás a cubierto.
-Bien pensado, eso haré.
Habían pasado la tarde hablando y bebiendo. Bersumée estaba algo embriagado, y se sentía aliviado sobre todo, porque habían tomado la decisión por él. Pero la hora era ya demasiado avanzada para ejecutarla inmediatamente, y Quatre-Barbes, aquella noche, no estaba de guardia. Los dos compañeros cenaron en la taberna; el tabernero se excusó por no haber podido servir más que salchichas con guisantes, y se quejó largamente de las dificultades que encontraba para abastecerse. Sólo el vino no escaseaba.
-Vos estáis todavía mejor que nosotros, en nuestros campos, donde empieza ya a venderse la corteza de los árboles -dijo Bersumée.
Después de lo cual, para que la fiesta fuera completa, Quatre-Barbes condujo a Bersumée a las callejuelas detrás de Notre Dame, a las chicas de vida alegre, que, por una ordenanza que databa de San Luis, continuaban llevando el cabello teñido de color de cobre, para distinguirlas de las mujeres honradas.
Al amanecer, Quatre-Barbes invitó a Bersumée a ir a su alojamiento del Louvre para asearse, y hacia las tres, cepillado, lustrado y afeitado hasta hacerse sangre, Bersumée llegó al cuerpo de guardia de palacio y se hizo anunciar a Alán de Pareilles.
El capitán de los arqueros no mostró vacilación alguna cuando Bersumée le hubo explicado su caso. -¿De quién recibís vuestras instrucciones?
-De monseñor de Marigny, señor.
-¿Quién, por encima de mi, manda sobre todas las fortalezas reales?
-Monseñor de Marigny, señor.
-¿A quién debéis dirigiros en todo?
-A vos, señor.
-¿Y por encima de mí?
-A monseñor de Marigny.
Bersumée recuperó ese sentimiento de honor y a la vez de protección que experimenta el buen militar delante de un hombre que tiene un grado superior al suyo, y que le dicta su conducta.
-Entonces -concluyó Alán de Pareilles-, es a monseñor de Marigny a quien os es preciso entregar esa misiva. Pero hacedlo en sus propias manos.
Media hora más tarde, en la calle de Fossés-Saint-Germain, entraron a anunciar a Enguerrando de Marigny, que trabajaba en su gabinete, que un tal capitán Bersumée, que venía de parte de messire de Pareilles, insistía en verlo.
-Bersumée... Bersumée -dijo Enguerrando-. ¡Ah, sí! Es el asno que manda en ChâteauGaillard. Que pase.
Temblando ante el hecho de ser introducido a la presencia de tan gran personaje, Bersumée apenas podía sacar de debajo de su cota y tabardo la carta destinada a monseñor de Artois. Marigny la leyó en seguida, con mucha atención, y sin que ningún músculo de su cara se moviera. -¿Cuándo fue escrita? -preguntó.
-Anteayer, monseñor.
-Habéis hecho muy bien trayéndomela. Os felicito. Asegurad a doña Margarita que su carta será enviada a donde debe ir. Y si se le antoja escribir otra, procurad que tome el mismo camino... ¿Cómo se encuentra doña Margarita?
-Como una persona puede encontrarse en prisión, monseñor. Sin embargo, con toda seguridad la resiste mejor que doña Blanca, cuya razón parece algo extraviada.
Marigny hizo un gesto vago que significaba que la mente de las prisioneras le importaba poco. -Cuidad de su salud corporal; que estén bien alimentadas y calientes.
-Monseñor, ya sé que ésas son vuestras órdenes; pero no puedo darles más que alforfón, que es lo único de lo que me queda un poco. En cuanto a leña, tengo que enviar a mis arqueros a cortarla; pero no puedo exigirles muchas veces este trabajo penoso y gratuito a unos hombres que apenas comen lo suficiente.
-¿Por qué eso?
-Hay escasez de dinero en Château-Gaillard. No he recibido la soldada de mis hombres, ni he podido renovar el aprovisionamiento, que está todo al precio que vos sabéis, en estos tiempos de hambre.
Marigny se encogió de hombros.
-No me sorprende -dijo-. En todas partes sucede lo mismo. No he sido yo quien ha regido el Tesoro estos últimos meses. Pero pronto se arreglarán las cosas. El pagador de vuestra bailía os pagará todo antes de una semana. ¿Cuánto se os debe a vos personalmente?
-Quince libras y seis sueldos, monseñor.
-Vais a recibir treinta al instante.
Y Marigny llamó a su secretario para que acompañara a Bersumée y le pagara el precio de su obediencia.
Una vez solo, Marigny releyó la carta de Margarita, reflexionó un momento, la arrojó al fuego, y permaneció ante la chimenea todo el tiempo que tardó en consumirse el pergamino.
En aquel instante se sentía verdaderamente el más poderoso personaje del reino; tenía en sus manos todos los destinos, hasta el del rey.
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Los reyes malditos II - La reina estrangulada
Historical FictionDERECHOS RESERVADOS A MAURICE DRUON