VII

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Una absolución a cambio de un pontífice

Con sus piernas delgadas, en postura de garza, y la cabeza baja, Felipe de Poitiers permanecía delante de Luis el Turbulento.
-Sire, hermano mío -dijo con voz tranquila y fría que recordaba la de Felipe el Hermoso-, os he entregado el resultado de nuestra investigación. No podéis pedirme que niegue la verdad cuando resplandece.
La comisión nombrada para comprobar la gestión financiera de Enguerrando de Marigny había acabado la noche antes sus trabajos.
Durante varias semanas Felipe de Poitiers, los condes de Valois y de Evreux, el conde de Saint-Pol, el maestresala, Luis de Bourbon, el arzobispo Juan de Marigny, el canónigo Esteban de Mornay y el primer chambelán Mathieu de Trye, reunidos bajo la severa presidencia del conde de Poitiers, habían estudiado línea por línea el diario del Tesoro de los últimos dieciséis años, y habían exigido explicaciones complementarias y comprobantes sin omitir ningún capítulo.
Ahora bien, en esta severa investigación, efectuada en un clima de rivalidad y aún de odio, pues la componían, casi a partes iguales, adversarios y amigos de Marigny, no se había encontrado nada que pudiera acusar a éste. Su administración de los bienes de la corona y de los fondos públicos se revelaba como totalmente exacta y escrupulosa. Si era rico, se debía a la liberalidad del difunto rey y a su propia habilidad financiera. Pero nada probaba que hubiera confundido alguna vez sus intereses privados con los del Estado y menos aún que hubiera robado al Tesoro. Valois, preso de una furiosa decepción, como jugador que ha hecho un mal envite, se obstinó, hasta el fin, en negar la evidencia. Y sólo su canciller Mornay, a regañadientes, lo apoyaba en esta posición insostenible.
Luis X tenía en sus manos ahora las conclusiones de la comisión, con seis votos contra dos, y, sin embargo, dudaba en aprobarlas; esa vacilación hería en lo más vivo a su hermano.
-Las cuentas de Marigny están limpias, yo os traigo la prueba -prosiguió Felipe de Poitiers-. Si deseabais un informe diferente de la verdad debíais haber buscado otro informador.
-Las cuentas, las cuentas... -replicó Luis X-. Todos saben que a los números se les hace decir lo que se quiere; y todos saben también que vos sois favorable a Marigny. Poitiers miró a su hermano con tranquilo desprecio.
-Yo no soy favorable a nada, Luis, sino al reino y a la justicia; por esto os presento a la firma la aprobación que debe darse a Marigny.
La misma oposición de carácter que había existido entre Felipe el Hermoso y su hermano menor Carlos de Valois reaparecía entre Luis X y Felipe de Poitiers. Pero aquí los caracteres se hallaban invertidos. Al lado de un hermano que reinaba con acierto, el envidioso Valois había desempeñado siempre un papel de enredón. Ahora el enredón era el rey, y el hermano menor el que poseía cerebro de soberano. Valois había murmurado durante veintinueve años: «¡Ah, si yo hubiera nacido primero!...», ahora Felipe de Poitiers empezaba a decirse, pero con mayor razón: «Yo ocuparía mejor el sitio donde el nacimiento ha puesto a mi hermano...»
-Y además -dijo Luis-, las cuentas no es todo; hay cosas que me gustan muy poco. Mirad esta carta que he recibido del rey de Inglaterra, recomendándome que devuelva a Marigny la confianza que nuestro padre tenía en él, y alabando los servicios que ha prestado a los dos reinos. No quiero que me dicten mis actos.
-¿Y porque nuestro cuñado os da un sabio consejo es preciso que os neguéis en seguida a seguirlo? Luis X esquivó la mirada de su hermano, y se movió en su asiento. Respondía con
evasivas, y visiblemente quería ganar tiempo.
-Aguardemos a Bouville, cuyo inmediato regreso se me ha anunciado.
-¿Qué tiene que ver Bouville con vuestra decisión?
-Quiero tener noticias de Nápoles y del cónclave -dijo el Turbulento empezando a ponerse nervioso-. No quiero ir contra nuestro tío Carlos en el momento en que me consigue una esposa y me proporciona un Papa.
-Así que estáis dispuesto a sacrificar a los antojos de nuestro tío un ministro íntegro, y a alejar del poder al único hombre que sabe, hoy por hoy, conducir los asuntos del reino. Tened cuidado, hermano; no podréis seguir entre dos aguas. Habéis visto que mientras estábamos escudriñando las cuentas de Marigny como las de un mal servidor, todos seguían obedeciéndole en Francia, como siempre. Os será preciso restablecerlo en todo su poder o bien destruirlo completamente, considerándolo culpable de crímenes inventados y castigándolo por haber sido fiel. Escoged. Marigny puede tardar un año en obteneros un Papa; pero os lo dará conforme a los intereses del reino. Nuestro tío Carlos os prometerá tener un Padre Santo de la noche a la mañana; no será más rápido, y os proporcionará a algún Caetani que querrá volver a Roma, nombrar desde allá a vuestros obispos y regirlo todo en vuestra misma corte.
Cogió el escrito de descargo que había preparado, y se lo acercó a los ojos, pues era muy miope, para leerlo por última vez:
-...y así apruebo, celebro y recibo las cuentas del señor En guerrando de Marigny y lo considero libre, a él y a sus herederos, de todos los ingresos hechos por la Administración del Tesoro del Temple, del Louvre y de la Caja del Rey. »
No le faltaba al pergamino más que la firma real y la aplicación del sello.
-Hermano -prosiguió el conde de Poitiers-, me asegurasteis que me haríais par, al final del duelo de la corte, y que ya debía considerarme serlo. Como par del reino, os aconsejo que firméis. Es un acto de justicia.
-La justicia no pertenece más que al rey -exclamó el Turbulento con aquella repentina violencia que lo acometía cuando se veía en un mal paso.
-No, Sire -replicó calmosamente Felipe-. Es el rey quien pertenece a la justicia, para ser su expresión y hacerla triunfar.
El mismo día hacia la misma hora, Bouville y Guccio llegaban a París. La capital empezaba a aletargarse por el frío y por las repentinas sombras de las tardes de invierno.
Mathieu de Trye esperaba a los viajeros en la puerta de Saint-Jacques. Estaba encargado de saludar a Bouville en nombre del rey, y de llevarlo inmediatamente a palacio.
-¿Qué? ¿Sin el menor descanso? -dijo Bouville-. Estoy tan fatigado como sucio, mi buen amigo, y me tengo en pie de milagro. Mi edad no me permite estos trotes. ¿No podía darme tiempo para asearme y dormir un poco?
Estaba disgustado por tanta premura. Había imaginado que cenaría con Guccio por última vez, en una habitación íntima de alguna buena posada, que se dirían todo aquello que no habían encontrado modo de decirse en sesenta días de viaje, y que se siente necesidad de formular en el último momento, como si ya no se hubiera de presentar otra ocasión.
En lugar de eso, se vieron obligados a separarse en medio de la calle, e incluso sin grandes efusiones, pues la presencia de Mathieu de Trye constituía un estorbo. Bouville estaba afligido; sentía la melancolía de las cosas que se terminan, y mirando a Guccio marcharse, veía alejarse con él los bellos días de Nápoles y aquel milagroso instante de juventud que la suerte le había deparado en su otoño. Ahora el retoño se había secado y no renacería jamás.
«No le he agradecido bastante todos los servicios que me ha prestado, ni su grata compañía», pensaba Bouville.
Incluso no había advertido, tan natural era la cosa, que Guccio llevaba consigo el cofre donde se encontraba el resto del oro de los Bardi, pequeña suma restante después de los gastos del viaje y del óbolo al cardenal, pero que permitiría a la banca Tolomei percibir su comisión.
Esto no impedía que Guccio sintiera también la emoción de dejar al grueso Bouville, pues a las gentes bien dotadas para los negocios, el sentido del interés no les entorpece de ningún modo sus sentimientos.
Al penetrar en palacio, Bouville notó algunas cosas que no le gustaron. Los servidores con que se cruzaba parecían haber perdido aquella corrección que él les había sabido imponer en tiempos del rey Felipe, y aquel aire de deferencia y de ceremonia, en sus menores gestos, que era prueba de que pertenecían a la casa real. El relajamiento era visible.
Pero cuando el antiguo gran chambelán se encontró en presencia de Luis X, perdió todo espíritu crítico. Estaba delante del rey y no pensaba en nada que no fuera en hacer su reverencia lo bastante profunda.
-Bien, Bouville -dijo el Turbulento dándole un corto abrazo, lo que acabó de trastornar al grueso señor-, ¿cómo está madame de Hungría?
-Temible, Sire; no ha dejado de hacerme temblar. Para su edad, tiene una vitalidad asombrosa.
-¿Y su apariencia? ¿Y su figura?
-Muy majestuosa todavía, Sire, aunque le faltan completamente los dientes.
El rostro del Turbulento se contrajo de espanto. Carlos de Valois, que permanecía al lado de su sobrino, se echó a reir.
-No, Bouville -exclamó-, el rey no os interroga sobre la reina María, sino sobre doña Clemencia.
-¡Oh! ¡Perdón, Sire! -dijo Bouville enrojeciendo-, ¿Doña Clemencia? Os la voy a mostrar.
E hizo traer el cuadro de Oderisi que pusieron sobre una consola. Abrieron los postigos que protegían al retrato y se aproximaron unos candelabros.
Luis se acercó lentamente, con prudencia, como si temiera un desengaño. Después sonrió mirando a su tío con aire feliz.
-Si vos supierais, Sire, lo hermoso que es aquel país -dijo Bouville al volver a ver Nápoles pintado en los dos postigos. El sol brilla todo el año, la gente es alegre, y por todas partes se oye cantar... -Y bien, sobrino, ¿os había engañado? -exclamó Valois-. ¡Mirad esa tez, esos cabellos
como de miel, esa hermosa apostura de nobleza! Y el escote, sobrino, ¡qué hermoso escote de mujer! Él mismo, que hacía doce años que no había visto a la joven princesa, se sintió satisfecho y
contento de sí mismo.
-Y debo decir al rey -añadió Bouville-, que doña Clemencia es aún más agradable de contemplar al natural...
Luis callaba; parecía como si se hubiera olvidado de la · presencia de los otros. Con la frente adelante y la espalda algo encorvada, se hallaba absorto en un extraño mano a mano con el retrato. No hacía más que mirarlo. Le interrogaba, y se interrogaba. En los azules ojos de Clemencia volvía a encontrar algo de la mirada de Eudelina, una especie de paciencia soñadora y de tranquilizadora bondad; la sonrisa, los mismos colores no dejaban de sugerir cierto parecido con la lencera de palacio... Una Eudelina, pero que había nacido de reyes, y para ser reina.
· Por un instante, Luis trató de superponerle al retrato, con la imaginación, el rostro de Margarita, su frente redonda y combada, los rizos de negros cabellos que la bordeaban, su piel morena, sus ojos fácilmente hostiles... Después, este rostro se desvaneció y el de Clemencia reapareció triunfante en su · tranquila belleza, y Luis tuvo la convicción de que, al lado de esta rubia princesa, no habría de temer que su cuerpo desfalleciera.
-¡Ah! ¡Es bella, verdaderamente bella! -dijo al fin-. Tío, habéis tenido una buena idea, y lo mismo haber encargado este retrato; os estoy agradecido, altamente agradecido. Y vos, Bauville, recibiréis doscientas libras de renta a cargo del Tesoro, en mérito a vuestra embajada.
-¡Oh, Sire! -murmuró Bauville con reconocimiento-, estoy suficientemente pagado con el honor de haberos servido.
· El rey paseaba, agitado.
-Así que somos prometidos -prosiguió el Turbulento-. Somos prometidos... No nos queda más que desposarnos.
-Sí, Sire, y ha de hacerse antes del verano. Esta es la condición para que podáis casaros con madame Clemencia.
-¡Cuento con que no tendré que esperar tanto! ¿Pero quién ha impuesto esa condición?
-La reina María. Ella tiene otros partidos para su nieta, y aunque el que vos representáis sea en verdad el más honroso y el más deseado, no quiere comprometerse por más tiempo.
El rey se volvió con expresión interrogante hacia Valois, que puso también cara de asombro. Valois, que durante la estancia de Bouville, había permanecido en contacto epistolar con
Nápoles, y se atribuía el éxito de la empresa, había asegurado a su sobrino que el compromiso estaba en vías de conclusión, de manera definitiva y sin plazo alguno.
-¿Esta condición ¿os la ha expresado madame de Hungría en el último instante? -le preguntó a Bouville.
-No, monseñor, lo dijo muchas veces, y lo repitió en el último momento.
-¡Bah! No son más que palabras para darnos un poco de prisa o hacerse valer. Si por desgracia, lo que por otra parte no creo, la anulación tardara algo más, madame de Hungría tendría paciencia.
-No sé, monseñor, hizo la advertencia de manera muy seria y muy firme.
Valois no se sentía muy a gusto, y tamborileaba con la punta de los dedos en el brazo de su silla. -Antes del verano -murmuró Luis-, antes del verano. ¿Y en qué situación se halla el
cónclave? Entonces Bouville dio cuenta de su visita a Aviñón, esforzándose en no presentar una
imagen demasiado ridícula. Repitió la información recogida por Guccio, contó su entrevista con el cardenal Duèze, e insistió sobre el hecho de que la elección del papa dependía principalmente de Marigny. Luis X escuchaba con gran atención, sin apartar los ojos del retrato de Clemencia de
Hungría. -Duéze... sí -dijo-. ¿Por qué no Duéze?... Está dispuesto a conceder la anulación... Le faltan
siete votos franceses... ¿Así, pues, me aseguráis, Bouville, que sólo Marigny puede llevar a buen término este asunto?
-Esa es mi firme convicción, Sire.
El Turbulento se trasladó lentamente hacia la mesa en que se hallaba el escrito de descargo preparado por su hermano. Tomó una pluma de ganso y la mojó en tinta. Carlos de Valois palideció.
-¡Sobrino -exclamó lanzándose hacia él-, no iréis a exculpar a ese bribón!
-Otros, tío, afirman que sus cuentas son limpias. Seis de los barones designados para realizar el examen son de este pa·recer; sólo vuestro canciller está de vuestra parte.
-Sobrino, os suplico que esperéis... ¡Ese hombre nos engaña como engañó a vuestro padre!
-gritó Valois.
Bouville hubiera querido hallarse fuera de la estancia. Luis X miraba a su tío con aire obstinado, malicioso.
-Os había dicho que hacía falta un Papa -dijo al fin.
-Pero Marigny es opuesto a Duèze.
-Bien. Ya buscará otro.
Para cortar cualquier otra objeción, añadió, fuera de lugar, pero con gran autoridad en la voz: -Recordad que el rey pertenece a la justicia, para... para... para hacerla triunfar.
Y firmó el descargo.
Valois salió de la estancia, sin ocultar su despecho. Estaba ahogado de rabia. «Hubiera hecho mejor, pensaba, encontrándole una joven contrahecha y de aspecto desagradable. Así tendría menos prisa. He hecho el ridículo, y Marigny va a volver al favor del rey, gracias a los manejos que yo había forjado para echarlo.»

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora