II

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Enguerrando de Marigny
De vuelta a su casa, precedido como de costumbre por maceros que llevaban el bastón con la flor de lis, y seguido de secretarios y escuderos, monseñor de Marigny seguía aún henchido de furor. «Acusarme ese bribón, esa bestia voraz, traficar con los tratados», se decía. « ¡El reproche es, por lo menos, cómico. Viniendo de él, que se ha pasado la vida vendiéndose al mejor postor...! Y ese reyezuelo, con su cerebro de mosquito y su rabia de avispa, que no dice ni una palabra para defenderme, sino para separarme del Tesoro!»
Avanzaba sin ver nada, ni las calles ni las gentes. Gobernaba a los hombres desde tan alto y desde hacía tanto tiempo que había perdido el hábito de mirarlos. Los parisienses se apartaban ante él, se inclinaban con grandes sombrerazos, y después lo seguían con la mirada, cambiando entre sí amargas consideraciones. No era querido; al menos, ya no.
Al llegar a su palacio de la calle Fossés-Saint-Germain, atravesó el patio con paso rápido, arrojó su manto sobre el primer brazo que se le tendió y, llevando siempre consigo su bolsa de documentos, subió la escalera que conducía al primer piso.
Grandes muebles, grandes candeleros, gruesas alfombras, pesadas colgaduras, el palacio estaba amueblado nada más que con cosas sólidas y hechas para durar. Un ejército de criados cuidaba del servicio del dueño, y un ejército de empleados trabajaba al servicio del reino.
Enguerrando de Marigny empujó la puerta de la estancia donde sabía que hallaría a su mujer. Esta bordaba al lado del fuego. Su hermana, la señora de Chanteloup, una viuda charlatana, la acompañaba. Dos lebreles de Italia enanos y frioleros jugaban a sus pies.
Por el semblante de su marido, la señora de Marigny en seguida se inquietó.
-Enguerrando, amigo mío, ¿qué ha ocurrido? -preguntó. Alips de Marigny, de la familia de Mons, vivía, desde hacía cinco años, en plena admiración del hombre que se había casado con ella en segundas nupcias, y se consumía por él con una dedicación constante y apasionada.
-Sucede -respondió Marigny- que, ahora que ha desaparecido el rey Felipe que los contenía con el látigo, los perros se han lanzado contra mí.
-¿Os puedo ayudar en algún modo?
Tan duramente se lo agradeció Marigny, diciendo que era lo bastante crecido como para defenderse por sí mismo, que los ojos de la joven esposa se llenaron de lágrimas. Enguerrando, entonces, se inclinó, y la besó en la frente, mientras decía:
-¡Alips, bien sé que sólo vos me amáis!
Después pasó a su gabinete de trabajo y tiró su bolsa de documentos sobre un cofre. Por un momento fue de una ventana a otra, para que su razón tuviera tiempo de sobreponerse a su cólera. «Me habéis arrebatado el Tesoro, joven señor, pero omitisteis el resto. Esperad; no podréis
conmigo tan fácilmente.» Agitó una campanilla.
-¡Cuatro alguaciles, prontó! -dijo al criado que se presentó.
Los hombres llamados acudieron del cuerpo de guardia. Marigny les distribuyó las órdenes:
-Tú, ve a buscarme a messire Alán de Pareilles, en el Louvre. Tú, a mi hermano el arzobispo, en el palacio episcopal. Tú, a los señores Guillermo Dubois y Raúl de Presles, y tú, a messire Le Loquetier. Encontradlos dondequiera que estén. Y decidles que los espero aquí.
Cuando salieron los hombres, Enguerrando apartó una colgadura y abrió la puerta del aposento donde trabajaban los secretarios privados.
-¡Que venga uno para dictarle! -gritó.
Llegó un amanuense, con su pupitre y sus plumas. Marigny, de espaldas al fuego, comenzó:
-«Al muy poderoso, muy amado y muy temido Sire, el rey Eduardo de Inglaterra, duque de Aquitania... Sire, en el estado en que me encuentra el retorno a Dios de mi señor, dueño y soberano, el muy llorado rey Felipe, el más grande que ha tenido este reino, yo me dirijo a vos para comunicaros cosas que atañen al bien de ambas naciones...
Se interrumpió para tocar de nuevo la campanilla. Apareció un ujier y Marigny le mandó que hiciera buscar a su hijo Luis de Marigny. Después continuó la carta.
Desde 1308, año de la boda de Isabel de Francia con Eduardo II de Inglaterra, Marigny había tenido ocasión de prestar a éste algunos servicios políticos o personales. La situación, en el ducado de Aquitania, era siempre difícil y tensa, a causa del especial estatuto de este inmenso feudo francés tenido por un soberano extranjero. Más de cien años de guerra, de incesantes disputas, de tratados denunciados o incumplidos habían dejado su secuela de intranquilidad. Cuando los vasallos de Guyena se dirigían, según sus intereses o rivalidades, a uno u otro monarca, Marigny procuraba siempre evitar los conflictos. Por otra parte, Eduardo e Isabel no formaban un matrimonio feliz. Cuando Isabel se quejaba de las anormales costumbres de su marido y le reprochaba sus favoritos, con los cuales ella vivía en guerra declarada, Marigny le aconsejaba calma y paciencia, en bien de ambos reinos. En fin, la Tesorería de Inglaterra pasaba frecuentes dificultades. Cuando Eduardo se encontraba demasiado corto de dinero, Marigny se arreglaba para que le concedieran un préstamo.
En reconocimiento de tantos servicios, Eduardo le había gratificado el año anterior con una pensión vitalicia de mil libras.7
Ahora le tocaba a Marigny apelar al rey inglés, y pedirle ayuda. Era importante para las buenas relaciones entre los dos países que los asuntos de Francia no cambiaran de dirección.
-...«Va en ella, Sire, más que mi prestigio y mi fortuna; vos comprendéis que está involucrada la paz de ambos imperios, para cuya conservación soy y seré siempre vuestro muy fiel servidor.» Se hizo leer la carta y la enmendó algo.
-Copiadla y traédmela a firmar.
-¿Debe salir con los mensajeros, monseñor? -preguntó el secretario.
-De ningún modo. Y la sellaré con mi sello privado.
Salió el secretario, y Marigny se desabrochó la parte alta de su ropaje, pues la actividad le había hinchado el cuello.
«¡Pobre reino! se dijo. «¡En qué enredo y miseria van a hundirla, si yo no me opongo! » ¿Habré trabajado tanto para ver mis esfuerzos por tierra?
Los hombres que han ejercido largo tiempo el poder llegan a identificarse con el cargo y a considerar cualquier ataque hacia su persona como un ataque dirigido contra los intereses del Estado. Marigny se hallaba en esta situación; estaba, pues, dispuesto, sin darse cuenta de ello, a obrar contra el reino, desde el mismo instante que le limitaban la facultad de dirigirlo.
Mientras se hacía estas reflexiones, llegó su hermano el arzobispo, Juan de Marigny, con su delgado cuerpo envuelto en un manto violeta, tenía un aspecto constantemente fingido que no era del agrado del coadjutor. De buena gana le habría dicho a su hermano menor: «Adopta ese aire con tus canónigos, si te place, pero no conmigo que te he visto babear con la sopa y quitarte los mocos con los dedos.»
En diez frases le resumió el desarrollo del Consejo del que acababa de salir y, a renglón seguido, le dio sus instrucciones en el mismo tono que empleaba al dirigirse a sus empleados y que no admitía réplica:
-Por lo pronto, no quiero papa en modo alguno, pues mientras no lo haya, tendré en mis manos a ese malvado reyecito. Nada de cónclave bien avenido y dispuesto a aceptar las órdenes de Bouville cuando vuelva de Nápoles. Nada de paz en Avignon entre los cardenales; que disputen y se desgarren; componéoslas, Juan, para que así suceda.
Juan de Marigny, que había empezado por compartir la cólera de su hermano, se entristeció al tocar la cuestión del cónclave. Reflexionó un momento, contemplando su anillo pastoral.
-Y bien, hermano. Espero vuestra aquiescencia -dijo Enguerrando.
-Hermano, vos sabéis que quiero serviros en todo; y creo que lo podré hacer mejor si un día llego a cardenal. Ahora bien, sembrando en el cónclave más discordia de la que ya tiene, me arriesgo a enajenarme la amistad de tal o cual padre, Francisco Gaetani, por ejemplo, si resulta elegido, negaría el capelo...
Enguerrando estalló.
-¡Vuestro capelo! ¡Buen momento para hablar de eso! Si alguna vez, mi pobre Juan, debéis llevarlo, seré yo quien os lo conseguiré, como os conseguí la mitra. Pero si, por cálculos estúpidos, os ponéis de parte de mis adversarios, como el tal Gaetani, yo os digo que bien pronto estaréis, no sólo sin capelo, sino también sin zapatos, como un miserable monje que echarán a un convento. Olvidáis demasiado rápidamente lo que me debéis, y el apuro del que os saqué hace apenas dos meses por el negocio que realizasteis con los bienes de los Templarios. A propósito... -añadió. Su mirada se volvió fulgurante, más aguda bajo sus espesas cejas.
-...a propósito, ¿habéis podido destruir las pruebas dejadas imprudentemente por vos en manos de Tolomei, con las cuales me hicieron doblegar?
El arzobispo hizo un movimiento de cabeza que podría interpretarse como una afirmación; pero en seguida, se mostró más dócil y rogó a su hermano que le precisara sus instrucciones.
-Enviad a Aviñón dos emisarios eclesiásticos de absoluta confianza, me refiero a hombres que estén a vuestra merced. que vayan a Carpentras, a ChAteauneuf, a Orange, a cualquier lugar donde han sido dispersados los cardenales, y que esparzan, provenientes de la corte de Francia, los más opuestos rumores. Uno dirá a los cardenales franceses que el nuevo rey permitirá que la Santa Sede vuelva a Roma, el otro comunicará a los italianos que quiere encerrar al papa más cerca de París, para que esté, todavía más, bajo nuestra dependencia. Lo cual es la pura verdad, después de todo, y por ambos lados, pues ya que el rey es incapaz de opinar sobre estas cosas, Valois quiere el papa en Roma, y yo lo quiero en Francia. El rey no tiene en la cabeza más que la anulación de su matrimonio, y no ve más allá. La tendrá, pero cuando yo quiera, y de un papa que me convenga..., por el momento pues, retrasemos la elección. Vigilad que los emisarios no tengan contactos entre sí, y hasta sería de desear que ni se conocieran.
Tras estas palabras, despidió a su hermano para recibir a su hijo Luis que esperaba en la antecámara. Pero cuando entró el joven, Marigny quedó silencioso un momento. Pensó tristemente, amargamente: «Juan me traicionará en cuanto crea hallar provecho»...
Luis de Marigny era un muchacho delgado, de bella apariencia, y vestía con afectación. Se parecía mucho, por los rasgos de la cara, a su tío el arzobispo. Hijo de un personaje ante quien todo el reino se inclinaba, y ahijado además del nuevo rey, ignoraba lo que era lucha y esfuerzo. Y aunque admiraba y respetaba mucho a su padre, sufría para sus adentros por la autoridad brutal de éste, y por la rudeza de sus modales. Un poco más, y hubiera reprochado a su padre no haber nacido noble.
-Luis, equipaos -dijo Enguerrando-. Partiréis al instante para Londres a entregar una carta. El rostro del joven se ensombreció.
-¿No puede dejarse para pasado mañana, padre, o acaso no podría reemplazarme un mensajero? Tengo que cazar mañana en el bosque de Boulogne... Caza menor por el luto, pero...
-¡Cazar! ¡Vos no pensáis, pues, más que en cazar! -exclamó Marigny-. ¿No puedo pedir nada a los míos, por quien lo hago todo, sin que empiecen por fruncir el ceño? ¡Sabed que, por el momento, es a mí a quien se está dando caza! Para arrancarme la piel, y la vuestra. ¡Si fuera suficiente un mensajero, ya lo habría decidido sin consultaros! Es al rey de Inglaterra a quien os envío, para que se la entreguéis en su mano, no vayan a circular copias que el viento traiga hasta aquí. ¿Halaga esto bastante a vuestro orgullo para que renunciéis a una cacería?
-Perdonadme, padre -dijo Luis de Marigny-, os obedeceré.
-Cuando entreguéis mi carta al rey Eduardo, al cual recordaréis que os conoció el año pasado, en Maubuisson, añadiréis esto, que en manera alguna he querido escribir, a saber: que Carlos de Valois intriga para casar al nuevo rey con una princesa de Nápoles, lo cual dirigiría nuestras alianzas hacia sur en vez de hacia el norte. Eso es. ¿Habéis entendido? Y si el rey Eduardo os pregunta qué puede hacer por mí, decide que me ayudaría mucho si me recomendara calurosamente al rey Luis, su cuñado... Tomad los escuderos y arrieros que os sea preciso. Pero no exhibáis demasiado boato. Y que mi tesorero os entregue cien libras.
Sonaron golpes en la puerta.
-Messire Alán de Pareilles ha llegado -dijo un ujier.
-Que pase... Adiós, Luis. Mi secretario os dará la carta. ¡Que el Señor vele vuestro viaje! Enguerrando de Marigny abrazó a su hijo, cosa que raramente hacía. Después se volvió hacia Alan de Pareilles que entraba, lo agarró por el brazo, y mostrándole una silla delante de la chimenea, le dijo:
-Caliéntate, Pareilles.
El capitán general de los arqueros tenía los cabellos color de acero y el rostro curtido por las inclemencias del tiempo y de la guerra. Sus ojos habían visto tantos combates, tantas violencias, torturas y ejecuciones que estaban curados de espanto. Los ahorcados de Montfaucon eran para él un espectáculo habitual. Sólo en el último año había conducido al Gran Maestre de los Templarios a la hoguera, a los hermanos de Aunay a la rueda y a las princesas reales a la prisión. Además era responsable del cuerpo de arqueros y de los jefes de todas las fortalezas, estaba encargado de mantener el orden en todo el reino y de los arrestos ordenados por la justicia represiva o criminal. Marigny, que no tuteaba a ningún miembro de su familia, lo hacía con este viejo compañero, instrumento exacto sin merma ni tacha del poder del Estado.
-Alán, tengo para ti dos misiones que atañen a la inspección de las fortalezas -dijo Marigny-. Irás tú mismo a Château-Gaillard y me sacudirás al asno del alcaide... ¿cómo se llama?
-Bersumée, Roberto de Bersumée -respondió Pareilles.
-Le dirás, pues, a ese Bersumée que se ajuste exactamente a las instrucciones recibidas. He sabido que Roberto de Artois estuvo allí, y que le permitió visitar a madame de Borgoña. Eso va contra las órdenes. La reina, aunque la llamen así, está condenada a prisión, eso es, al silencio. Ningún salvoconducto vale para acercarse a ella, si no lleva mi sello o el tuyo. Sólo el rey puede ir a visitarla, y dudo de que tenga tal deseo. Por lo tanto, ni embajadas ni mensajes. Y que sepa el asno, que le cortaré las orejas si no obedece.
-¿Qué deseas, monseñor, que le pase a doña Margarita? -interrogó Pareilles.
-Nada. Que viva. Me sirve de rehén, y la quiero conservar. Que velen con mucho cuidado por su seguridad. Que incluso se dulcifique el régimen de comida y alojamiento si perjudica su salud... Segunda orden: tan pronto como vuelvas de Château-Gaillard cabalgarás hacia el mediodía con tres compañías de arqueros que instalarás en el fuerte de Villeneuve para reforzar nuestra guarnición enfrente de Avignon. Te ruego que entres aparatosamente y que hagas desfilar a los arqueros seis veces seguidas delante de la fortaleza, de manera que los de la otra orilla crean que han entrado dos mil hombres. Dedico esta parada militar a los cardenales, para completar el cerco que les preparo por otro hIJo. Hecho esto, vendrás en seguida, pues tus servicios pueden serme muy necesarios aquí...
-...donde los aires que corren no nos gustan, ¿verdad, monseñor?
-Ciertamente no... Adiós, Pareilles, ya dictaré tus instrucciones.
Marigny estaba más tranquilo. Las diversas piezas de su juego empezaban a moverse. Se quedó un momento solo, reflexionando. Después entró en la cámara de los secretarios. Grandes sillones de haya labrada cubrían las paredes hasta la mitad como si fuera el coro de una iglesia. Cada silla estaba equipada con tablilla de escribir, donde pendían pesos para conservar planos los pergaminos, y los brazos tenían cuernos para la tinta. Facistoles giratorios de cuatro caras sostenían registros y documentos. Quince hombres trabajaban en silencio. Marigny, de paso, firmó y selló la carta para el rey Eduardo y pasó a la sala siguiente, donde estaban reunidos los legistas que había mandado llamar y otros más,entre ellos Bourdena y Briançon venidos espontáneamente por las noticias.
-Señores -dijo Enguerrando-, no os han hecho el honor de invitaros al Consejo de esta mañana. Así que vamos a celebrar un consejo muy privado.
-No faltará más que nuestro señor el rey Felipe -Raál de Presles con triste sonrisa.
-Roguemos por que su espíritu nos asista -dijo Geoffroy de Briançon y Nicolás Le Loquetier añadió: -El no dudó de nosotros.
-Sentémonos -dijo Marigny.
Y cuando todos se hubieron sentado:
-Ante todo, tengo que comunicaros que me ha sido retirada la gestión del Tesoro, y que el rey va a hacer revisar las cuentas. La ofensa os atañe tanto como a mí. No os indignéis, señores, tenemos algo mejor a que dedicarnos. Porque quiero presentar las cuentas bien limpias. Para hacer esto... Se tomó su tiempo, y se arrellanó en el asiento.
-...para hacer esto -repitió-, daréis orden a todos los prebostes y recaudadores en todas las bailías y senescalías de que paguen al instante todo lo que deben. Que pongan al día lo referente a las provisiones, a los trabajos en curso, y a lo que ha sido ordenado por la Corona, sin omitir lo referente a la casa de Navarra. Que paguen en todas partes hasta que se agote el oro, e incluso en los casos que sean susceptibles de moratoria. Y por el resto que hagan un estado de deudas. Enguerrando hizo crujir las junturas de sus dedos, como si estuviera partiendo nueces.
-¿Quiere monseñor de Valois echar mano al Tesoro? -dijo-. ¡Que lo haga! Se romperá las uñas arañando el fondo, y tendrá que buscar en otra parte el dinero para sus intrigas.

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora