Saint-Denis
Las llamas de centenares de cirios, dispuestos en pirámide alrededor de los pilares, proyectaban su movedizo resplandor sobre las tumbas de los reyes. Las alargadas estatuas yacentes de piedra parecían como sacudidas a veces, por estremecimientos fantasmagóricos y se hubiera dicho que formaban un ejército de caballeros mágicamente adormecidos en medio de un bosque incendiado.
En la basílica de Saint-Denis, necrópolis real, la corte asistía al entierro de Felipe el Hermoso. En la nave central, de cara a la nueva tumba, se encontraba toda la tribu de los Capetos, con vestiduras oscuras y suntuosas: los príncipes de la sangre, los pares seglares, los pares eclesiásticos, los miembros del Consejo Privado, los Grandes Limosneros, el condestable, y dignatarios.
El supremo maestresala del palacio real, seguido de cinco oficiales de la corona, se adelantó con paso solemne hasta el borde del hueco abierto en donde ya había sido depositado el cadáver, echó en la fosa el bastón tallado, insignia de su cargo y pronunció la fórmula que marcaba oficialmente el paso de uno a otro reinado:
-¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!
La concurrencia repitió en seguida:
-¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!
Y este grito lanzado por cien pechos, repercutido de ojiva en ojiva, de arco en arco, fue a correr largamente en las alturas de las bóvedas.
El príncipe de ojos apagados, de espaldas estrechas y de pecho hundido que, en este instante, comenzaba a ser el rey Luis X, experimentó una extraña sensación en la nuca, como si en ella acabaran de estallar las estrellas. La angustia le atenazó el cuerpo, hasta el punto de que pensó caer desfallecido.
A su derecha, sus dos hermanos, Felipe, conde de Poitiers, y el príncipe Carlos, que aún no tenía patrimonio propio, miraban intensamente la tumba.
A su izquierda se habían situado sus dos tíos, monseñor Carlos de Valois y monseñor Luis de Evreux, dos hombres de anchas espaldas. El primero había pasado los cuarenta. El segundo se aproximaba.
El conde de Evreux se sentía asaltado por viejos recuerdos. «Hace veintinueve años», pensaba, «también nosotros éramos tres hijos, y estábamos en este mismo sitio, ante la tumba de nuestro padre... y he aquí, ahora, que el primero de nosotros se va. La vida ha pasado ya».
Su mirada se dirigió hacia la estatua yacente más cercana, que era la del rey Felipe III. «Padre», rogó intensamente Luis de Evreux, «acoged en el otro reino a mi hermano Felipe, pues fue digno de vos».
Más lejos, al lado del altar, seencontraba la tumba de San Luis, y más allá las pesadas efigies de los ilustres antepasados. Al otro lado de la nave, los espacios vacíos, que un día se abrirían para este joven, el décimo que llevaba el nombre de Luis, que hoy llegaba al trono y, después de él, reinado tras reinado, para todos los reyes futuros. «Aún hay sitio para muchos siglos», pensó Luis de Evreux.
Monseñor de Valois, con los brazos cruzados, la barbilla alzada, lo observaba todo y velaba por que la ceremonia se desarrollara en la forma debida.
-¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey.!...
Cinco veces más resonó el grito a lo ancho de la basílica, a medida que desfilaban los maestresalas y arrojaban su bastón. Rebotó el último bastón en el féretro, y se produjo el silencio.
En este momento Luis X se vio atacado por un violento acceso de tos que no pudo dominar a pesar de los esfuerzos que hizo. Un flujo de sangre coloreó sus mejillas, y, durante un buen rato, fue víctima del espasmo. Parecía como si fuera a escupir el alma ante la tumba de su padre.
Los asistentes se miraron, las mitras se inclinaron hacia las mitras; las coronas, hacia las coronas; hubo cuchicheos de inquietud y de compasión. Cada uno pensaba: «¿Y si éste muriera también en unas semanas?»
Entre los pares seglares, la poderosa condesa Mahaut de Artois, alta, ancha, enrojecida, observaba a su sobrino Roberto, cuya cabeza sobresalía entre todas las demás. Se preguntaba por qué, la víspera, había llegado a Notre-Dame, a la mitad bien cumplida del oficio fúnebre, sin afeitar y enlodado hasta la cintura. ¿De dónde venía y qué había ido a hacer? En cuanto aparecía Roberto, se respiraba un aire de intriga. Desde hacía poco tiempo parecía bienquisto en la corte, lo que no dejaba de inquietar a Mahaut, ahora en desgracia tras haber sido encerradas sus dos hijas, una en Dourdan, otra en Château-Gaillard.
Rodeado de los jurisconsultos del Consejo, monseñor Enguerrando de Marigny, coadjutor del soberano que enterraban, llevaba luto de príncipe. Marigny era de esos raros hombres que pueden tener la certeza de haber entrado en vida en el seno de la historia, porque ellos la han hecho. «Sire Felipe, mi rey», pensaba dirigiéndose al féretro. « ¡Cuántas jornadas hemos pasado trabajando codo con codo! Pensábamos igual en todas las cosas; cometimos errores, los corregimos. En vuestros últimos días estuvisteis un poco apartado de mí, porque vuestro espíritu flaqueaba, y los envidiosos procuraban separarnos. Ahora, estaré solo en la obra emprendida. Yo os juro defender lo que hemos realizado juntos.»
Sólo necesitaba Marigny recordar su prodigiosa carrera, considerar de dónde había salido y a dónde había llegado, para aquilatar en este instante su pujanza y a la vez su soledad. «La obra de gobernar no se acaba jamás», se decía. Había fervor en este gran político, y pensaba verdaderamente en el reino como si fuera su segundo rey.
Egidio de Chambly, abad de Saint-Denis, arrodillado al borde de la tumba, trazó por última vez la señal de la cruz. Después se incorporó, y seis monjes empujaron la pesada losa que cerraba la tumba. Jamás ya Luis de Navarra, ahora Luis X, volvería a oír la terrible voz de su padre diciéndole,
durante los consejos:
-¡Callaos, Luis!
Pero lejos de sentirse liberado por ello, sintió un terror pánico. Se sobresaltó cuando oyó pronunciar a su lado:
-¡Vamos, Luis!
Era Carlos de Valois indicándole que debía avanzar. Luis X se volvió hacia su tío y murmuró:
-Vos lo visteis cuando fue coronado. ¿Qué hizo? ¿Qué dijo?
-Tomó para si de golpe toda la responsabilidad -respondió Carlos de Valois.
«Y tenía dieciocho años... siete menos que yo», pensó Luis X. Todas las miradas se posaban sobre él. Tuvo que hacer un esfuerzo para caminar. Detrás de él la tribu capetina, príncipes, pares, barones, prelados y dignatarios, entre racimos de cirios y estatuas yacentes, atravesó la sepultura de familia. Los monjes de Saint-Denis cerraban el cortejo, con las manos enfundadas en las mangas y cantando salmos.
Así se pasó de la basílica a la sala capitular de la abadía donde estaba preparada la comida tradicional que remataba los funerales.
-Sire -dijo el abate Egidio-, rezaremos en lo sucesivo dos plegarias, una por el rey que Dios se nos ha llevado, otra por el que nos da.
-Os lo agradezco, padre -dijo Luis X con voz bastante Insegura.
Después se sentó dando un suspiro de desfallecimiento y pidió en seguida un cubilete de agua que vació de un trago. Durante toda la comida permaneció silencioso. Se sentía febril, y cansado de cuerpo y de alma.
«Es preciso ser robusto para ser rey», decía Felipe el Hermoso a sus hijos, cuando ponían mala cara ante los ejercicios o frente a las pasadas ante el estafermo ( El estafermo o quintaine era un ejercicio que se realizaba caballo, armado de lanza, y que consistía en golpear en pleno tronco un manIquí montado sobre un eje, que representaba a un caballero de armas, uno de cuyos brazos llevaba sujeto un palo. Si el justador asestaba mal el golpe, el maniquí. girando sobre si mIsmo, venia a golpear al torpe caballero). «Es preciso ser robusto para ser rey», se repetía Luis X en este primer momento de su reinado. Era de esos hombres en los que la fatiga engendra la irritación, y pensaba con humor que cuando se hereda un trono, se debería heredar igualmente la fuerza necesaria para mantenerse erguido en él.
Lo que el ritual exigía del nuevo soberano, para su elevación al trono, era verdaderamente insoportable. Luis después de asistir a la agonía de su padre tuvo que comer durante dos días delante del cadáver embalsamado. En efecto, no sufriendo el principio de la realeza interrupción ni cesura en su encarnación, se suponía que el rey muerto reinaba hasta su enterramiento, y su sucesor, al lado de sus restos, comía en cierta forma para él y en su lugar.
Para Luis, más penosa que la presencia de aquella forma cérea vaciada de sus entrañas y vestida con los ornamentos de ceremonia, era la vista del corazón de su padre colocado junto al túmulo funerario, en un cofrecito de cristal y bronce dorado. Los que veían aquel corazón, cortadas las arterias a ras y detrás del vidrio, quedaban estupefactos de su pequenez; «un corazón de niño..,
o de pájaro», murmuraban los visitantes. Costaba creer que una víscera tan minúscula hubiera animado a un monarca tan terrible.
Después se trasladó el cuerpo por vía acuática, desde Fontainebleau a París, luego en la capital se sucedieron una serie de cabalgatas y de vigilias, de oficios religiosos y de cortejos interminables; todo ello con un horroroso tiempo de invierno en que se chapoteaba en el barro helado, un viento sutil cortaba el aliento y el rostro era azotado por crueles ráfagas de nieve.
Luis admiraba a su tío Carlos de Valois, que, constantemente a su lado, decidiéndolo todo, zanjando los problemas más perentorios, infatigable, tenaz, parecía tener carácter de rey.
Ya, hablando con el abate de Saint-Denis, empezaba a preocuparse por la consagración de Luis, que tendría lugar el verano siguiente. Pues la abadía de Saint-Denis conservaba, no sólo las tumbas reales y el pendón de Francia, sino también los atributos y vestiduras que los reyes llevaban en su coronación. Valois quería saber si todo estaba en orden. Después de veintinueve años, ¿no habría necesidad de componer el manto de gala? Los escriños para transportar a Reims el cetro, las espuelas y la mano de justicia ¿se hallaban en buen estado? ¿Y la corona de oro? Sería preciso que los orfebres, lo más pronto posible, ajustaran la guarnición interior a la nueva medida.
El abate Egidio observaba al joven rey, al que la tos no dejaba de sacudir, y pensaba: «Desde luego, todo se va a preparar; ¿pero durará él hasta entonces?»
Acabada la comida, Hugo de Bouville, gran chambelán de Felipe el Hermoso, fue a quebrar delante de Luis X su bastón dorado, y significar con ello que había cumplido su misión. El corpulento Bouville tenía los ojos llenos de lágrimas; sus manos le temblaban y tuvo que realizar tres veces el intento de romper su cetro de madera, imagen y delegación del gran cetro de oro. Después, al primer chambelán de Luis, Mathieu de Trye, que iba a sucederle, le susurró:
-A vos os toca ahora, messire.
Entonces, la tribu capetina se levantó de la mesa, y salió al patio donde esperaban las monturas. En el exterior, la muchedumbre era escasa para gritar: « ¡Viva el rey!» Las gentes ya se habían helado bastante la víspera en su afán de presenciar el gran cortejo que comprendía tropas, clerecía de París, maestros de la Universidad, y corporaciones; el de hoy no ofrecía nada que pudiera maravillar. Además, caía una especie de granizo que calaba los vestidos hasta la piel; sólo saludaban al nuevo rey los bobos empedernidos o los que podían gritar desde el umbral de su puerta sin mojarse.
Desde la infancia, el Turbulento esperaba reinar. A cada reprimenda, fracaso o contrariedad que le acarreaban su mediocridad de espíritu y de carácter, él se decía rabiosamente:
«El día que sea rey...» y mil veces había deseado que la suerte apresurara la desaparición de su padre.
Ahora, he aquí que había sonado la ansiada hora, he aquí que acababa de ser proclamado. Salía de Saint-Denis... Pero nada le advertía interiormente de que se hubiera producido en él cambio alguno. Solamente se sentía más débil que la víspera, y pensaba más en su padre al que había querido tan poco.
· Con la cabeza baja y los hombros temblorosos, guiaba su caballo entre los campos desiertos en los que restos de rastrojo alternaban con restos de nieve. El crepúsculo oscurecía rápidamente. A las puertas de París, el cortejo hizo un alto, para que los arqueros de la escolta pudieran encender las antorchas.
El pueblo de la capital no fue más entusiasta que el de SaintDenis. Además, ¿qué razones tenía para mostrarse alegre? El invierno precoz impedía los transportes y multiplicaba las defunciones. Las últimas cosechas habían sido pésimas: las mercancías se encarecían a medida que escaseaban; se respiraba miseria. Y lo poco que se conocía del nuevo rey no invitaba a la esperanza.
Se decía que era pendenciero y cruel y el pueblo empezaba a llamarlo por el sobrenombre de Turbulento. No se podía citar de él ningún acto importante o generoso. Su única fama se debía a su infortunio conyugal.
«Por esto el pueblo no me demuestra afecto», se decía Luis X, por culpa de aquella ramera que me ridiculizó delante de ellos. Pero si no me aman, haré de tal modo que temblarán y pondrán cara de pascuas cuando me vean, como si me amaran verdaderamente. Y desde luego quiero volver a tomar esposa, tener una reina a mi lado... para que quede borrado mi deshonor.»
¡Ay! El relato que, la víspera, le había hecho su primo el de Artois, a su regreso de ChâteauGaillard, no permitía esperar que la empresa fuera fácil. «La ramera cederá; haré que la sometan a régimen y tormentos tales que cederá.»
Como había corrido entre la plebe la noticia de que arrojarían monedas al paso del cortejo, grupos de mendigos permanecían en las esquinas de las calles. Las antorchas de los arqueros iluminaban un instante caras chupadas, ojos ávidos y manos extendidas. Pero no cayó ni la más vil moneda. Por el Chatelet y el Pont au Change el cortejo alcanzó el Palacio de la Cité.
La condesa Mahaut dio la señal de dispersarse declarando que todos tenían ahora necesidad de calor y de reposo, y que ella regresaba al palacio de Artois. Prelados y barones tomaron el camino de su mansión. Hasta los hermanos del nuevo rey se retiraron. Así que cuando echó pie a tierra, Luis X no se vio rodeado, fuera de su escolta de escuderos y de servidores, más que por sus dos tíos Valois y Evreux, Roberto de Artois, y Mathieu de Trye.
Pasaron por la Galería Mercière, inmensa, y a aquella hora, casi desierta. Algunos mercaderes, que acababan de echar el candado a sus azafates, se quitaron el gorro. (Los comerciantes de mercería, aderezos, baratijas y ornamentos, tenían el privilegio de vender dentro del palacio real, en la galería llamada Galería Mercière o Galería Marchande).
El Turbulento avanzaba lentamente, con las piernas tiesas en las botas demasiado pesadas y con el cuerpo calenturiento por la fiebre. Miraba, a derecha e izquierda, en lo alto de los muros, las cuarenta estatuas de reyes, colocadas sobre grandes consolas esculpidas, que Felipe el Hermoso había hecho erigir allí, a la entrada de la habitación real, copias, en pie, de las yacentes de Saint-Denis, con el fin de que el soberano viviente apareciera a los ojos de cada visitante como el continuador de una raza sagrada, designada por Dios para ejercer el poder.
Esta colosal familia de piedra, de blancos ojos bajo el resplandor de las antorchas, no hacía más que abrumar aún más al pobre príncipe de carne que había recogido la sucesión. Un mercader dijo a su mujer:
-No tiene aspecto muy altivo, nuestro nuevo rey. La mujer, riendo burlonamente, respondió:
-Lo tiene sobre todo de cornudo.
No había hablado muy fuerte, pero su aguda voz resonó en el silencio. El Turbulento se sobresaltó y con el rostro bruscamente airado, trató de distinguir a la persona que había osado pronunciar aquel insulto. Todos los de la escolta desviaron la mirada y fingieron no haber oído nada.
A ambos lados de la arcada bajo la que arrancaba la escalera principal hacían juego las estatuas de Felipe el Hermoso y de Enguerrando de Marigny, pues el regente general del reino había recibido este honor único de tener su efigie en la galería de los reyes. Honor justificado por el hecho de que la reconstrucción y embellecimiento del palacio era obra esencialmente suya.
Esta estatua era lo que más irritaba a monseñor de Valois, que cada vez que se veía obligado a pasar ante ella, se indignaba de que hubieran elevado tan alto a aquel burgués. «La astucia y la intriga lo han conducido a tal descaro que se da aires de ser de nuestra sangre», pensaba Valois. «Pero tiempo al tiempo, monseñor; os bajaremos de ese pedestal, lo juro, y os enseñaremos muy pronto que el momento de vuestras malvadas grandezas ha concluido.»
-Monseñor Enguerrando -dijo volviéndose con altanería hacia su enemigo-, creo que el rey desea ahora quedarse en familia.
Marigny, para evitar todo choque hizo como si no hubiera comprendido. Pero para hacer constar que no recibía órdenes más que del rey, se dirigió a éste:
-Sire, hay muchos asuntos pendientes que me reclaman. ¿Puedo retirarme?
Luis tenia el pensamiento en otra parte: la frase lanzada por la mujer del mercader le daba vueltas en la cabeza.
-Hacedlo, messire, hacedlo -respondió con impaciencia.
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Los reyes malditos II - La reina estrangulada
Historical FictionDERECHOS RESERVADOS A MAURICE DRUON