VI

226 8 0
                                    

La caza de los cardenales
Bouville y Guccio se embarcaron a la mañana siguiente. Se había decidido, en efecto, volver por mar, para ganar tiempo. Entre el bagaje llevaban un cofrecillo forrado de metal, que contenía el oro entregado por los Bardi de Nápoles, cuya llave guardaba Guccio sobre su pecho. Acodados en el pasamanos del castillo de popa, contemplaban, con melancolía, cómo se alejaban Nápoles, las islas y el Vesubio. Se veían grupos de velas blancas que dejaban la costa para la pesca diaria. Después se adentraron en alta mar. El Mediterráneo estaba en perfecta calma, justamente con la brisa necesaria para impulsar el navío. Guccio, que no estaba muy tranquilo al embarcarse, pues se acordaba de su detestable travesía del canal de la Mancha el año anterior, se regocijaba de no haberse indispuesto. A las dos horas, ya había tomado confianza en la estabilidad del navío y en sí mismo y poco le faltó para que se comparara con maese Marco Polo, el navegante veneciano, cuyo libro Las Maravillas del mundo, escrito hacía poco, después de sus viajes, era muy leído y apreciado aquellos años. Guccio iba y venía de proa a popa, instruyéndose en los términos de marinería y teniéndose en su interior por un auténtico aventurero, mientras el anciano gran chambelán seguía echando de menos la maravillosa ciudad que había tenido que abandonar.
Cinco días más tarde, llegaron a Aigues-Mortes. Este puerto, del que en otro tiempo había partido San Luis para la cruzada, no se había acabado realmente hasta el reinado de Felipe el Hermoso.
-Ea -dijo el grueso señor, esforzándose en sacudir su nostalgia-, será preciso que ahora nos dediquemos a lo que apremia.
Los escuderos se dedicaron a buscar caballos y mulas, y los criados a cargar los portamantas, el retrato de Oderisi embalado en una caja y el cofre de los Bardi que Guccio no perdía de vista.
El tiempo era desabrido, nuboso, y Nápoles ya no más que el recuerdo de un sueño.
Llegar a Aviñón les costó, con una parada en Arlés, jornada y media de cabalgada. Durante este trayecto, messire de Bouville se resfrió. Acostumbrado ya al sol de Italia, se había olvidado de abrigarse convenientemente. Los inviernos en Provenza son cortos; pero a veces, duros. Tosiendo, expectorando y sonándose, Bouville echaba pestes sin parar contra aquel país que ya no le parecía el suyo. La llegada a Aviñón bajo las ráfagas del mistral, constituyó amarga decepción, pues allí no
había un solo cardenal. ¡ Cosa extraña para una ciudad donde residía el papado! Nadie pudo informar sobre el asunto al enviado del rey de Francia, nadie sabía nada, o no quería saber.
El palacio pontificio estaba cerrado, puertas y ventanas, y guardado solamente por un portero mudo e imbécil. Con la noche al caer, Bouville y Guccio decidieron dirigirse a la fortaleza de Villeneuve, al otro lado del puente. Allí un capitán de arqueros, muy desabrido y avaro de conversación, les comunicó que los cardenales se encontraban, sin duda, en Carpentras y que allí era donde había que buscarlos. Luego, pro porcionaron a los viajeros, pero sin diligencia alguna, cena y cama.
-Ese capitán de arqueros -dijo Bouville a Guccio-, no es muy atento con quienes vienen de parte del rey. Haré la oportuna observación cuando regresemos a Paris.
Al alba, todo el mundo cabalgaba ya, para recorrer las seis leguas que separan Aviñón de Carpentras. La esperanza renació en Bouville pues habiendo ordenado Clemente V, en sus últimas voluntades, que el cónclave se reuniera en Carpentras, se podía colegir, si los cardenales habían vuelto allí, que el cónclave se asentaba, por fin, donde había sido dispuesto.
En Carpentras, nuevo desencanto. Allí no había rastro de cardenales. Por si fuera poco, helaba, y el viento, que seguía soplando, se acanalaba en las callejuelas y cortaba la cara. A todo esto se añadía un vago sentimiento de inseguridad o de maquinación, pues a la amanecida, apenas Bouville y los suyos habían dejado Aviñón, dos jinetes los habían adelantado, sin saludarles, marchando a todo galope hacia Carpentras.
-Es extraño -advirtió Guccio-, se diría que esa gente no se cuida más que de llegar antes que nosotros a donde vamos.
La pequeña ciudad estaba desierta; parecía como si los habitantes estuvieran metidos bajo tierra o hubieran huido.
-¿Será nuestra llegada -dijo Bouville- lo que produce esa desbandada? Nuestra escolta no es tan numerosa como para asustar a nadie.
En la catedral, no encontraron más que un viejo canónigo que fingió, al principio, tomarlos por viajeros que querían confesarse, los llevó hacia la sacristía, y se expresaba cuchicheando o por signos. Guccio, que se temía una emboscada y estaba inquieto por su cofre dejado con las mulas en el portal de la iglesia, echó mano a la daga. El buen hombre, después de haberse hecho repetir seis veces las preguntas, haber reflexionado, balanceando la cabeza y sacudido el polvo de su muceta pelada, consintió al fin en confiarles que los cardenales se encontraban en Orange. Lo habían dejado allí, completamente solo...
-¡En Orange! -exclamó el señor de Bouville-. ¡ Pero por los clavos de Cristo! ¡Esos no son prelados, son golondrinas! ¿Estáis seguro al menos de que están en Orange?
-Seguro... -respondió el viejo canónigo, enojado por el juramento que acababa de oir-. ¡Seguro! ¿De qué se puede estar seguro en este mundo, fuera de que Dios existe? Creo que en Orange, por lo menos, encontraréis a los italianos.
Después se calló, como si temiera haber dicho ya demasiado. Estaba lleno de rencor, pero no se atrevía a manifestarlo.
-¡Está bien! Vamos a Orange -decidió Bouville irritado-. ¿Cuánto dista? ¿Seis leguas también? ¡Vamos por las seis leguas! A montar, muchachos.
Pero apenas Bouville y Guccio enfilaron la ruta de Orange, los pasaron nuevamente dos jinetes a rienda suelta, y esta vez, no pudieron dudar ya de que la cabalgada era por ellos.
Bouville, acometido de repente de un humor combativo, quiso lanzarse tras los dos jinetes; pero Guccio se opuso firmemente.
-Llevamos demasiada carga, señor Hugo, para que podamos alcanzarlos; sus caballos son de refresco, los nuestros están cansados, y sobre todo, no quiero dejar mi cofre a la zaga.
-Es cierto -respondió Bouville-, mi jaca es mala, siento que se hunde bajo mi peso y me gustaría cambiarla.
En Orange se enteraron, sin asombro, de que los Monsignori no estaban allí; de todos modos, Bouville se encolerizó cuando oyó decir que más bien debían buscarlos en Aviñón.
-¡Pero ayer pasamos por Aviñón -gritó Bouville al clérigo que intentaba ofrecerle una buena información-, y todo estaba tan vacío como mi mano! ¿Y monseñor Duéze? ¿Dónde está monseñor Duéze? El clérigo respondió que siendo monseñor Duéze obispo de Aviñón, lo procedente era
preguntar en el obispado. Era inútil discutir. El preboste de Orange, por una desdichada coincidencia, había sido trasladado precisamente aquel día, y el empleado que lo reemplazaba no tenía en manera alguna instrucciones para ocuparse del alojamiento de los recién llegados. Estos debieron pasar de nuevo la noche en una posada muy sucia y fría, al lado de un campo de ruinas invadido por las hierbas y donde rugía el viento. Sentado frente a Bouville, derrengado por la fatiga, Guccio comenzó a pensar que le sería preciso encargarse de la expedición si quería regresar a París, con éxito o sin él. Un hombre de la escolta había resultado con una pierna rota por una coz, y habría que dejarlo allí; dos caballos de carga tenían heridas en la cruz y se hacía urgente herrar de nuevo los caballos. A Bouville le destilaba la nariz que era una pena. Mostró tan poca energía durante toda la jornada del día siguiente, parecía tan desesperado al volver a ver los muros de Aviñón, que apenas puso obstáculos para que Guccio lo sustituyera.
-Jamás me atreveré a presentarme delante del rey -gemía-. Pero, decidme, ¿cuál es el medio de conseguir un Papa, cuando todo lo que lleva sotana desaparece al aproximarnos? Nunca más me podré sentar en el Consejo, nunca más. Esta sola misión, desmerece toda mi vida.
Se enredaba en tontos cuidados. ¿Iba bien colocado el retrato de doña Clemencia? ¿No se había deteriorado por el viaje?
-Dejadme a mí, señor Hugo -le respondió Guccio con autoridad-. Lo primero es encontraros alojamiento cómodo; me parece que lo estáis necesitando mucho.
Guccio se fue al encuentro del capitán de la ciudad. Y tan ajustado estuvo en el tono que debiera haber empleado Bouville desde el principio, tan alto hizo sonar, con su fuerte acento italiano, los títulos de su jefe y los que a sí mismo se otorgaba; puso tanta naturalidad al expresar sus exigencias que en menos de una hora hizo desocupar un palacio y consiguió un cómodo alojamiento. Guccio instaló a su gente y acostó a Bouville en un lecho bien caliente; después cuando el gordo de su señor, que se escudaba hipócritamente en su resfriado para no tomar ninguna decisión, estuvo acostado, Guccio le dijo:
-No me gusta nada este olor a trampa que flota en torno a nosotros, y de momento no tengo otro cuidado que el de poner al abrigo nuestro oro. Aquí hay un agente de los Bardi y a él es a quien le voy a confiar mi depósito. Después de esto me sentiré más desahogado para ir a buscaros a vuestros condenados cardenales.
-¡Mis cardenales, mis cardenales! -gruñó Bauville-. ¡Esos no son mis cardenales! Estoy más apesadumbrado que vos por las malas pasadas que me están jugando. Hablaremos de eso cuando haya dormido un poco, si queréis, pues me siento completamente aterido. ¿Estáis por lo menos bien seguro de vuestro Lombardo? ¿Podemos tener confianza en el? Al fin y al cabo ese dinero pertenece al rey de Francia... Guccio alzó entonces la voz:
-¡Señor Hugo, tened en cuenta que estoy, como vos podéis ver, tan preocupado por ese dinero como si precisamente perteneciera a alguno de mi familia!
Se dirigió sin perder tiempo a la banca en el barrio de SainteAgricole. El agente de los Bardi
-que era primo del jefe de esta poderosa compañía- recibió a Guccio con la cordialidad debida al sobrino de un cofrade importante, y él mismo fue a encerrar el oro en su caja fuerte. Se extendió la oportuna escritura, y después, el Lombardo condujo al salón a su visitante, para que le relatara sus dificultades. Un hombre delgado, ligeramente encorvado, que permanecía delante de la chimenea, se volvió hacia los que entraban.
-Guccio, che piacere! -exclamó-. Come estai? *
-Ma... caro Boccaccio! per Baccho! che fortuna!
* -¡Guccio, qué alegría! ¿Cómo estás?
-Querido Boccaccio. ¡Por Baco! ¡Qué suerte!
Siempre son las mismas personas las que se encuentran en el camino porque, de hecho, siempre son las mismas las que viajan. No tenía nada de asombroso el que el signor Boccaccio se encontrara allí, puesto que era viajante principal de la compañía de los Bardi. Pero las amistades nacidas casualmente en los caminos, entre gentes que viajan mucho, son más rápidas, más entusiastas y frecuentemente más sólidas que las de los sedentarios.
Boccaccio y Guccio se habían conocido un año antes, camino de Londres; en París se habían visto varias veces y se hablaban como amigos de toda la vida. Su alegría se expresaba en invectivas toscanas adornadas con palabras gruesas. Un oyente desconocedor de las costumbres florentinas no habría comprendido que dos compañeros tan alegres se trataran mutuamente de bastardos, podridos y sodomitas.
Mientras el Lombardo de Aviñón les hacía servir vino con especias, Guccio relató su viaje, las aventuras que había pasado los últimos días, persiguiendo cardenales, y describió el lastimoso estado del grueso messire de Bouville.
Pronto Boccaccio no se pudo aguantar la risa.
-La caccia al cardinalí, la caccia al cardinali! Vi hanno so per ji cido, i Monsignori! **
-¡La caza de los cardenales, la caza de los cardenales! ¡Bien os han tomado el pelo esos Monseñores!
Después, ya en serio, dio a Guccio algunas explicaciones.
-No te extrañe que se escondan los cardenales. La experiencia les ha enseñado a ser prudentes, y todo el que viene de la corte de Francia, o se anuncia como tal, les hace salir huyendo. El verano pasado, Beltrán de Got y Guillermo de Budos, hijos del difunto Papa, llegaron aquí enviados por tu buen amigo Marigny, pretextando conducir a Cahors el cuerpo de su padre. Traían consigo nada menos que quinientos hombres armados. ¡Una bagatela para conducir un cadáver! Tenían la misión de hacer elegir un Papa francés, y por cierto que no emplearon la dulzura como argumento. Una mañana, todas las casas de sus Eminencias fueron saqueadas, mientras sitiaban el convento de Carpentras donde tenía lugar el cónclave; y los cardenales, por una brecha del muro, hubieron de salir corriendo a campo traviesa para salvar la piel. A no ser por aquella brecha que les deparó la Providencia, lo hubieran pasado mal. Algunos corrieron su buena legua, con la sotana a la rodilla. Otros se escondieron en las granjas. Aún no lo han olvidado.
-Añadid a esto -dijo el primo Bardi- que se acaba de reforzar la guarnición de Villeneuve, y que los cardenales esperan a cada momento ver a los arqueros pasar el puente. Os han visto ir a Villeneuve y volver, eso basta... ¿Y sabéis quiénes son esos jinetes que os han adelantado varias veces? Gentes de Marigny, el arzobispo, sin duda. Pululan, en este momento, de un sitio para otro. No llego a comprender con precisión el trabajo que hacen, pero con seguridad es distinto del vuestro. -No obtendréis nada, Bouville y tú -prosiguió Boccaccio-, presentándoos de parte del rey de
Francia, y os arriesgáis a tragar alguna noche un potaje sazonado de manera que no os despertéis más. Por ahora no hay otra recomendación válida cerca de los cardenales..., cerca de algunos cardenales..., que la que procede del rey de Nápoles. Según me has dicho, llegáis de allá.
-Directamente -respondió Guccio- e incluso nos acompañan las bendiciones de la vieja reina María para que veamos al cardenal Duèze.
-¡Ah! ¡Por qué no has empezado por ahí! Lo conocemos. Es cliente nuestro desde hace veinte años. Curioso hombre, además, este monseñor; parece bien situado, en Carpentras, para ser elegido Papa.
-Entonces, ¿por qué no lo dejan elegir? Es francés.
-Sí, es francés de nacimiento; pero fue canciller de Nápoles, por esto no lo quiere Marigny. Puedo hacer que lo veas cuando quieras, mañana mismo.
-¿Tú sabes, pues, dónde encontrarlo?
-No se ha movido de aquí -dijo Boccaccio riéndose-. Vuelve a tu casa, y te llevaré noticias antes de esta noche. Y si disponéis de un poco de dinero para él se facilitarán las cosas: siempre anda corto, y a nosotros nos debe bastante.
Tres horas más tarde, el signor Boccaccio golpeaba la puerta del palacio donde estaba instalado Bouville. Era portador de informaciones bastante buenas. El cardenal Duèze iría al día siguiente, a eso de las nueve, a dar un paseo reparador, a un lugar situado al norte de Aviñón, en un paraje llamado le Pontet, a causa de un pequeño puente que había allí. El cardenal no tendría inconveniente en encontrarse, como por casualidad, con el señor de Bouville, si éste pasaba por aquellos parajes, a condición de que no fuera acompañado de más de seis hombres. Las escoltas debían quedar a una parte y a la otra de un gran campo, mientras que Duèze y Bouville permanecerían en medio, lejos de toda mirada y de toda escucha. El cardenal de curia tenía predilección por el misterio.
-Guccio, hijo mío, sois mi salvación. Siempre os estaré agradecido -dijo Bouville, cuya salud había mejorado un poco al recobrar la esperanza.
Así pues, a la mañana siguiente, Bouville, acompañado de Guccio, del signor Boccaccio y de cuatro escuderos, se llegó al Pontet. Había una niebla que borraba los contornos y amortiguaba los sonidos, y el paraje estaba desierto como a pedir de boca. El señor de Bouville se había puesto tres capas. Hubo que esperar un buen rato.
Al fin, un pequeño grupo de jinetes surgió de la niebla, rodeando a un hombre joven que iba en una mula blanca, y que bajó ágilmente de su montura. Llevaba un manto negro bajo el que se adivinaban las vestiduras encarnadas, y se cubría la cabeza con un gorro con orejeras forrado de blanca piel de abrigo. Avanzó con paso vivo, casi brincando, por la hierba empapada, y entonces se vio que este joven era el cardenal Duéze, y que Su Adolescencia tenía setenta años. Solamente el rostro, de mejillas chupadas y de sienes hundidas, con blancas cejas sobre la piel seca, delataba su edad; pero los ojos tenían la vivacidad atenta de la juventud.
También Bouville se puso en marcha y se reunió con el cardenal al lado de un pequeño muro. Los dos hombres permanecieron un instante observándose, mutuamente desconcertados por su apariencia, que en modo alguno respondía a lo que ellos se habían imaginado. Bouville, con su innato respeto hacia la Iglesia, esperaba ver a un prelado lleno de majestad, lleno de unción, y no este duende brincando en la niebla. El cardenal de curia, que creía que le habían enviado un capitán de guerra del tipo de Nogaret o de Beltrán de Got, observaba a · aquel hombre gordo cubierto como una cebolla que se sonaba ruidosamente.
· Fue el cardenal quien atacó. Su voz sorprendía siempre, la primera vez que se oía. Velada como un tambor fúnebre, a la vez viva, rápida y ahogada, no parecía salir de él, sino de algún otro que se hubiera encontrado en aquellos parajes y al que se buscaba instintivamente.
-Venís, pues, señor de Bouville, de parte del rey Roberto de Nápoles, que me honra con su cristiana confianza. El rey de Nápoles... el rey de Nápoles -repitió-. Está muy bien. Pero también sois enviado del rey de Francia. Vos erais gran chambelán del rey Felipe, que no me quiso demasiado..., aunque en verdad, no acierto a ver el motivo, pues le fui fiel en el concilio de Vienne, para hacer suprimir a los Templarios.
Bouville comprendió que la entrevista iba a tomar un aire político, y se sintió, asentados los pies sobre un campo de Provenza, como si lo interpelaran en el Consejo privado. Bendijo a su memoria que le proporcionó esta respuesta:
-Me parece, monseñor, que os opusisteis a que se condenara como hereje al papa Bonifacio, y eso el rey Felipe no lo olvidó jamás.
-En verdad, messire, aquello era pedirme demasiado. Los reyes no se dan cuenta de lo que exigen. Cuando uno pertenece al colegio del que se reclutan los papas, le repugna crear tales precedentes. Un rey, cuando sube al trono, no hace proclamar que su padre era falso, adúltero y ladrón, aunque, frecuentemente, sea verdad. Bonifacio murió loco, nosotros lo sabemos, rechazando, por ello, los sacramentos y profiriendo horribles blasfemias; pero había perdido la razón porque fue abofeteado en su mismo trono. ¿Pero qué ganaría la Iglesia con ello?
-Entonces es que tienen algo muy grave que..., es decir, pedir a quien sea elegido. ¿Qué servicio esperan?
-Sucede, monseñor, que el rey tiene necesidad de anular su matrimonio -dijo Bouville.
-¿Para volverse a casar con Clemencia de Hungría? -dijo el cardenal.
-¿Conocéis, pues, el proyecto?
-¿No habéis permanecido tres largas semanas en Nápoles, y no lleváis un retrato de madame Clemencia?
-Estáis bien informado, monseñor.
El cardenal no respondió y se puso a mirar el cielo como si viera pasar ángeles por él.
-Anular -murmuró con su voz velada que se disolvía en la niebla-. Verdaderamente siempre se puede anular. ¿Estaban las puertas de la iglesia bien abiertas el día de la boda? Asististeis a ella... y no os acordáis, ¿no es eso? Puede ser que otros recuerden que habían sido cerradas por descuido... ¡ Vuestro rey es pariente muy próximo de su esposa! Tal vez se omitió pedir la dispensa. Por ese motivo se podría descasar a todos los príncipes de Europa; son primos por los cuatro costados, y no hay más que ver los productos de tales uniones para darse cuenta: éste cojea, ése es sordo y aquél otro es impotente. Si de vez en cuando no se colara entre ellos el fruto de algún pecado o de un casamiento morganático, pronto se les vería extinguirse de escrófula y de debilidad.
-La familia de Francia -respondió Bouville molesto- es muy sana, y nuestros príncipes de la sangre son robustos como carreteros.
-Sí, sí... pero cuando la enfermedad no se apodera de su cuerpo, les ataca a la cabeza. Y además sus hijos mueren con frecuencia en edad temprana... No, de verdad, no me seduce ser Papa. -Pero si llegáis a serlo, monseñor -dijo Bouville procurando reanudar el hilo-, ¿os parecería
posible la anulación... antes del verano?
-Anular es menos difícil -dijo amargamente Jacobo Duèze- que recuperar los votos que me han hecho perder.
La conversación giraba en un círculo. Bouville, que percibía a sus hombres al extremo del campo batiendo los pies para calentarse, sentía con todo su corazón no poder llamar a Guccio, o bien, a aquel signor Boccaccio que parecía tan hábil. Comenzaba a levantarse la niebla que dejaba adivinar pálidamente la presencia del sol. No hacía viento. Bouville agradeció esta tregua, pero se hallaba cansado de estar de pie y sus tres capas comenzaban a pesarle. Se sentó maquinalmente en el pequeño muro, hecho de piedras lisas sobrepuestas, y preguntó:
-En fin, monseñor, ¿en qué situación está el cónclave?
-¿El cónclave? ¡Pero si no hay cónclave! El cardenal d'Albano...
-¿Os referís a messire Arnaldo d'Auch, que vino a París el año pasado... como legado del Papa para condenar al Gran Maestre del Temple?
-El mismo. Siendo cardenal camarlengo, es él quien debe reunirnos; pero se las compone para no hacerlo desde que el señor de Marigny, cuya hechura es, se lo ha prohibido.
-Pero si, por fin...
En aquel momento, Bouville se dio cuenta de que estaba sentado, mientras el prelado seguía de pie, y se levantó rápidamente excusándose.
-No, no -acomodaos -dijo Duèze, forzándole a sentarse de nuevo. Y él mismo, con ágil movimiento, fue a sentarse a su lado en elpequeño muro.
-Si el cónclave se reuniera al fin -prosiguió Bouville- ¿a qué se llegaría?
-A nada. Eso es muy sencillo de comprender.
Naturalmente, muy sencillo para Duèze, que, como todo candidato a una elección, repasaba cada día el cálculo de sus votos; menos sencillo para Bouville que tuvo alguna dificultad en comprender lo que el cardenal le dijo a continuación, siempre con la misma voz de confesionario.
-El Papa debe ser elegido por los dos tercios de los votantes. Estamos presentes veintitrés; quince franceses y ocho italianos. De estos ocho, cinco son para el cardenal Caetani, el sobrino de Bonifacio... irreductibles. ¡Jamás los conseguirémos? Quieren vengar a Bonifacio, odian a la corona de Francia y a todos los que, directamente o por medio del Papa, mi verdadero bienhechor, la han podido servir.
-¿Y los otros tres?
-Odian a Caetani; se trata de los dos Colonna y de Orssini. Rivalidades ancestrales. No teniendo ninguno de estos tres suficiente poder para aspirar al solio, me son favorables en la medida en que yo constituyo un obstáculo para Caetani, a menos que... alguien les prometa llevar de nuevo la Santa Sede a Roma, lo que podría ponerles un instante de acuerdo, aunque luego se asesinaran entre sí.
-¿Y los quince franceses?
-¡Ah! Si los franceses votaran unidos, no tardaríais en tener Papa. Al principio, seis me eran afectos, pues el rey de Nápoles, por mediación mía, había sido generoso con ellos.
-Con seis franceses -contó Bauville- y tres italianos, tenemos nueve.
-Desde luego, señor... Tenemos nueve, pero necesitamos dieciséis para que salga la cuenta. Considerad que los otros nueve franceses tampoco constituyen número suficiente para obtener el Papa que quisiera conseguir Marigny.
-Así, pues, sería preciso que obtuvierais siete votos mas. ¿Creéis que algunos pueden conseguirse por dinero? Yo puedo proporcionaros algunos fondos. ¿Cuanto necesitaríais por cardenal? Bouville creyó haber llevado el asunto con mucha habilidad; pero, para su sorpresa, Duèze
no dio muestras de entusiasmo con la propuesta.
-No creo -respondió- que los cardenales franceses que nos faltan sean sensibles a ese argumento. Y no es que la honradez constituya su mayor virtud, ni que vivan con austeridad; pero el miedo que le tienen al señor de Marigny los coloca por el momento por encima de los bienes materiales. Los italianos son más ávidos, pero el odio les hace de conciencia.
-¿Según eso -dijo Bouville-, todo depende de Marigny y del poder que conserva sobre esos nueve cardenales franceses?
-En estos momentos, así es, monseñor... Mañana puede depender de otra cosa. ¿Cuánto oro vais a poder dejarme? Bouville arqueó las cejas.
-¡Pero acabáis de decirme, monseñor, que ese oro no puede servirnos de nada!
-Me habéis comprendido mal, messire. Ese oro no puede ayudarme a conquistar nuevos partidarios, pero me es necesario para conservar los que tengo, a quienes, mientras no sea elegido, no puedo conceder beneficios. Buen negocio haremos si, cuando me hayáis conseguido los votos que me faltan, he perdido entre tanto los que tengo ahora.
-¿De cuánto necesitáis disponer?
-Si el rey de Francia es lo bastante rico para proporcionarme seis mil libras, yo me encargo de emplearlas de manera beneficiosa.
En este instante, Bouville tuvo de nuevo necesidad de sonarse. El otro creyó que era una estratagema y temió haber formulado una cifra demasiado alta. Este fue el único punto a su favor que obtuvo Bouville en toda la entrevista.
-Incluso con cinco mil -susurró Duèze- podría hacer frente... durante cierto tiempo.
Sabía de antemano que este oro no saldría de su bolsa, o sólo el necesario para amortizar sus deudas.
-Ese oro -dijo Bouville- os será entregado por los Bardi.
-Que lo guarden en depósito -respondió el cardenal-. Tengo cuenta en esa casa. Lo iré tomando según sea necesario.
Después de esto, se mostró súbitamente ansioso por volver a montar su cabalgadura, aseguró a Bouville que no dejaría de rogar por él, y que tendría gran placer en volver a verlo.
Dio a besar su anillo al grueso señor, y luego se volvió, brincando por la hierba, como había venido. «Curioso Papa tendremos: se ocupa de cosas de alquimia tanto como de asuntos de
Iglesia», pensaba Bouville viéndolo alejarse. « ¿Estará hecho para el estado que ha elegido?»
Por lo demás, Bouville no se hallaba demasiado descontento de sí mismo. ¿Se le había encargado que viera a los cardenales? Había conseguido acercarse a uno... ¿Encontrar un Papa? Este Duèze no parecía desear más que serlo... ¿Distribuir el oro? Estaba hecho.
Cuando estuvo de nuevo con Guccio y le contó, satisfecho, del resultado de su entrevista, el sobrino de Tolomei exclamó:
-Entonces, señor Hugo, lo único que habéis conseguido es comprar a precio carísimo al único cardenal que ya estaba de nuestra parte.
Y el oro que los Bardi de Nápoles habían prestado, por cuenta de Tolomei, al rey de Francia, volvió a los Bardi de Aviñón para reembolsarles lo que habían prestado al candidato del rey de Nápoles.

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora