III

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La última probabilidad de ser reina
El dominico en desgracia llegó en seguida, completamente agitado al saber que lo llamaba privadamente un personaje tan importante.
-Hermano -le dijo el de Artois- vos conocéis bien a madame Margarita, puesto que la confesáis. ¿Cuál es el lado más débil de su naturaleza?
-La carne, monseñor -respondió el capellán bajando modestamente los ojos.
-¡Vaya novedad! Pero... ¿hay en ella algún sentimiento que se pueda pulsar para hacerle comprender ciertas cosas tanto en su propio interés como en el del reino?
-No sé, monseñor. No veo nada que pueda hacerla doble..., salvo el punto que os he dicho. Esta princesa tiene el alma dura como una espada, y ni siquiera la prisión le ha embotado el filo. ¡Ah! ¡Podéis creerme que no es una penitente fácil!
Con las manos embutidas en las mangas y con la frente inclinada, procuraba mostrarse a la vez piadoso y hábil. Hacía algún tiempo que no se había cortado el pelo, y su cráneo en medio de la corona de cabellos se cubría con una pelusilla oscura. Su blanco hábito estaba tachonado de manchas de vino mal lavadas.
El de Artois quedó pensativo un instante, rascándose la mejilla porque la tonsura del capellán le hacía pensar en su barba, que empezaba a crecer.
-Y sobre el punto que me habéis indicado -prosiguió- ¿qué ha encontrado aquí para satisfacer..., su debilidad, puesto que así nombráis a esta clase de vigor?
-A mi parecer, nada, monseñor.
-¿Bersumée? ¿No le habrá hecho alguna visita un poco larga?
-No, monseñor. Puedo responder de ello.
-¿Y... vos?
-¡Oh! ¡Monseñor!
-¡Vamos, vamos! -dijo el de Artois-. No sería la primera vez que ocurriera una cosa así; más de uno de vuestros cofrades, cuando cuelga el hábito, se siente tan hombre como los demás. Por mi parte no veo nada malo en ello, e incluso si he de seros franco, lo vería más bien como motivo de alabanza. ¿Y con su prima? ¿No se consuelan un poco las dos damas entre sí?
-¡Oh! ¡Monseñor! -dijo el capellán, fingiendo cada vez mayor espanto-. Eso es pedirme un secreto de confesión.
El de Artois le asestó en el hombro un golpecito amistoso.
-Vamos, vamos, señor capellán, no os chanceéís -exclamó-. Si se os ha colocado para atender esta prisión, no es para que guardéis los secretos, sino para que los repitáis... a quien debe oírlos. -Ni doña Blanca, ni doña Margarita se han acusado ante mí de ser culpables de nada
semejante, ni siquiera en sueños, -dijo el capellán bajando los ojos.
-Lo que no prueba que sean inocentes, sino que son prudentes. ¿Sabéis escribir?
-Ciertamente, monseñor.
-¡Vaya! -dijo el de Artois con aire de asombro-. No todos los frailes son, pues, tan soberanamente ignorantes como se dice... Entonces, señor capellán, id a buscar pergamino, plumas y todos los materiales necesarios para escribir y esperad en el piso bajo de la torre de las princesas, preparado para subir cuando yo os llame.
El capellán se inclinó. Parecía tener algo que añadir, pero el de Artois ya se había vuelto a poner su gran capa escarlata y salía. El capellán corrió tras él.
-¡Monseñor! ¡Monseñor! -le dijo con voz llena de obsequiosidad-. ¿Haríais la gran merced, si no os ofende el haceros tal demanda, haríais la inmensa...?
-¿Qué merced? ¿Qué merced?
-Pues bien, monseñor, decíd al hermano Renaud, el Gran Inquisidor, si llegáis a verlo, que sigo siendo su muy obediente hijo, y que no me olvide por demasiado tiempo en esta fortaleza, donde presto mi servicio lo mejor que puedo, ya que Dios me ha puesto en él. Pero creo poseer algunos méritos, monseñor, como vos lo habéis podido ver, y desearía que se les encontrara otro empleo. -Pensaré en ello, hermano, pensaré en ello -respondió el de Artois, que de sobra sabía que
no haría nada.
En la estancia de Margarita, las dos princesas terminaban su tocado. Se habían lavado durante largo tiempo ante el fuego, dilatando este placer reencontrado. Sus cortos cabellos se hallaban aún perlados de gotitas, y acababan de ponerse las largas camisas blancas tiesas de engrudo, demasiado anchas, y cerradas en el cuello por una cinta corrediza. Cuando se abrió la puerta, las dos mujeres iniciaron un movimiento pudoroso.
-¡Oh, queridas primas -dijo Roberto-, no os inquietéis! Permaneced así. Yo soy de la familia; y además esas camisas que os habéis puesto os tapan mejor que las ropas en que os mostrabais hace poco. Tenéis justamente un aire de monjitas. Pero vuestro aspecto es ahora más agradable y los colores comienzan a volveros a la cara. ¡Confesad que vuestra suerte ha cambiado bastante desde que he llegado!
-¡Oh, sí, gracias, primo! -exclamó Blanca.
La estancia también estaba transformada. Habían llevado allí una cama, dos cofres que servían de bancos, una silla con respaldo, y una mesa sobre un entarimado en la que ya estaban dispuestos las escudillas, los cubiletes y el vino de Bersumée. Un cirio ardía sobre la mesa, pues aunque la campanita de la capilla estaba a punto de tocar el mediodía, la luz de aquel día nevoso no alumbraba el interior del torreón. En la chimenea, llameaban grandes leños, cuya humedad se escapaba por las puntas canturreando su alegre chisporroteo.
Inmediatamente después de Roberto, entraron el sargento Lalaine, el arquero GrosGuillaume y otro soldado, que subían un potaje espeso y humeante, un voluminoso pan recién cocido redondo como una torta, un pastel de cinco libras de corteza dorada, una liebre asada, un pato confitado y algunas peras bergamotas, que Bersumée, amenazando con arrasar la frutería, había conseguido arrancar a un frutero de Andelys.
-¡Cómo! -exclamó el de Artois-. ¿Es esto todo lo que nos traéis, habiéndoos pedido buena comida? -Es un milagro, monseñor, que se haya podido encontrar esto, en estos tiempos de hambre
-respondió Lalaine.
-Tiempos de hambre para los miserables, tal vez, pues son tan holgazanes que quisieran que la tierra fructificara sin trabajarla, pero no para las gentes de bien -respondió el de Artois-. ¡Jamás me he visto ante una minuta tan mezquina desde que mamaba!
Las prisioneras miraban con ojos de hambrientas fierecillas las vituallas ostentosas que el de Artois aparentaba menospreciar. Blanca estaba a punto de llorar. Y los tres soldados también contemplaban la mesa, con miradas de codicia.
Gros-Guillaume, que no había engordado más que con centeno cocido, se acercó prudentemente a cortar el pan, pues servía de ordinario la mesa del comandante.
-¡No! -gritó el de Artois-, no toques mi pan con tus sucias patas! Nosotros mismos nos serviremos. ¡Marchaos, fuera de aquí antes de que me irrite!
Una vez que desaparecieron los arqueros, dijo haciéndose el gracioso.
-¡Va!, voy a habituarme un poco a la vida de prisión. Pues, ¿quién sabe...? Invitó a Margarita a sentarse en la silla con respaldo.
-Blanca y yo nos sentaremos en este banco -dijo.
Escanció el vino y, levantando su cubilete hacia Margarita, brindó:
-¡Viva la reina!
-No os burléis de mí, primo -dijo Margarita de Borgoña-. Es faltar a la caridad.
-No me burlo: entended mis palabras en su verdadero sentido. Todavía sois reina hoy dia..., y yo os deseo que viváis, sencillamente.
Se hizo el silencio porque se pusieron a comer. Cualquiera que no fuera Roberto se hubiera conmovido al ver a aquellas dos mujeres arrojarse como mendigas sobre la comida. Ni intentaban siquiera fingir compostura, y tragaban el potaje y mordían el pastel sin tomarse tiempo apenas para respirar. El de Artois había pinchado la liebre con la punta de su daga y volvía a calentarla al amor
de las brasas de la chimenea.
Mientras hacía esto, continuaba observando a sus primas, y una carcajada pujaba por salir de su garganta. «De colocarles las escudillas en el suelo, se habrían puesto a lamerlas a cuatro patas.» Apuraban el vino del capitán como si quisieran compensar de golpe siete meses de agua de cisterna, y el color les subía a las mejillas. «Van a ponerse enfermas -pensaba el de Artois-, y terminarán esta hermosa jornada vomitando hasta las tripas.»
Él comía también por toda una escuadra. Su prodigioso apetito, que le venía de familia, no era una leyenda; cada uno de sus bocados se hubiera tenido que partir en cuatro para presentarlo a un hombre normal. Devoraba el pato confitado como suele comerse los tordos, masticando los huesos. El, modesto, se excusó de no hacer otro tanto con la liebre.
-Los huesos de la liebre -aclaró- se rompen en bisel y desgarran las entrañas.
Cuando al fin todos parecieron satisfechos, de Artois, hizo una señal a Blanca, invitándola a retirarse. Ella se levantó sin hacerse rogar, aun cuando las piernas flojeaban un poco. La cabeza le daba vueltas y tenía necesidad de encontrar un lecho. Roberto tuvo entonces el único pensamiento de humanidad:
«Si se expone así al frío, va a reventar», se dijo.
-¿Han calentado también vuestra estancia? -preguntó.
-Sí, gracias, primo -respondió Blanca-. Nuestra vida ha cambiado por completo gracias a vos. ¡Ah! os amo, primo mio..., verdaderamente os quiero de todo corazón... Le diréis a Carlos, no es eso... vos le diréis a él que le amo... que me perdone porque yo le amo.
Amaba a todo el mundo en aquel momento. Estaba lindamente borracha, y sólo faltaba que se tendiera en la escalera. «Si no estuviera aquí más que para divertirme -pensó el de Artois-, ésa apenas se me resistiría. Dadle suficiente vino a una princesa y no tardaréis en verla convertida en una bellaca. Pero la otra también me parece que está a punto.»
Arrojó otro gran tronco al fuego, y llenó el cubilete de Margarita, y el suyo.
-Y bien, prima -dijo-, ¿habéis reflexionado?
Margarita parecía ablandada tanto por el calor como por el vino.
-He reflexionado, Roberto, he reflexionado. Y creo que voy a rehusar -respondió aproximando su silla al fuego.
-Vamos, prima, ¡no habláis con sensatez! -exclamó el de Artois.
-Pues si, pues sí; creo que voy a rehusar -repitió ella Suavemente. El gigante hizo un movimiento de impaciencia.
-Margarita, escuchadme. Tenéis todas las ventajas si aceptáis ahora. Luis es un hombre impaciente por naturaleza, presto a ceder cualquier cosa, con tal de tener al instante lo que desea. Nunca más podréis sacar de él tan buen partido. Consentid en declarar lo que se os pide. No hay necesidad de llevar vuestro asunto ante la Santa Sede; puede ser juzgado por el tribunal episcopal de París. Antes de tres meses, habréis recuperado vuestra plena libertad.
-¿Si no...?
Margarita permanecía inclinada sobre el fuego, con las manos tendidas hacia las llamas, y cabeceaba levemente. El cordoncillo que cerraba el cuello de su camisa se había desatado, y ofrecía, profusamente, el pecho a las miradas de su primo. «La perra tiene todavía hermosos senos», pensaba el de Artois, «y no parece avara para enseñarlos».
-¿Si no...? -repitió ella.
-Si no, vuestro matrimonio será anulado de todos modos, querida, pues siempre se encuentra un motivo para conceder la anulación a un rey. En cuanto haya Papa...
-¡Ah!, ¿así que no hay Papa todavía? -exclamó Margarita.
El de Artois se mordió los labios; había cometido una falta. No había podido soñar que Margarita, aún recluida en aquella prisión, ignorara lo que todo el mundo sabía: que después de la muerte de Clemente V, el cónclave todavía no había logrado elegir nuevo Pontífice. Acababa de descubrir una buena arma a su adversario, la cual a juzgar por la vivacidad de su reacción no estaba tan abatida como quería aparentar.
Pero cometido el yerro, procuró volverlo en su provecho representando el juego de la falsa franqueza, en el que era maestro.
-¡Pues es ahí donde tenéis vuestra oportunidad! -exclamó él-. Y eso es justamente lo que yo quería haceros comprender. Cuando esos pillos de cardenales, que se han dedicado a comerciar con sus promesas como si estuvieran en la feria, hayan vendido sus votos hasta ponerse de acuerdo, Luis no tendrá ninguna necesidad de vos. Lo único que habréis conseguido es que os odie un poco más y que os tenga encerrada aquí para siempre.
-Os comprendo bien; pero también comprendo que mientras no haya Papa, no se puede hacer nada sin mí.
-Es una tontería que os obstinéis.
Se acercó a su lado, le rodeó el cuello con su pesada pata y empezó a acariciarle el hombro, bajo la camisa.
El contacto de aquella manaza musculosa parecía turbar a Margarita.
-¿Por qué tenéis -dijo ella dulcemente- tanto interés en que acepte?
El se inclinó hasta rozarle los negros rizos con sus labios. Olía a cuero y a sudor de caballo, olía a cansancio y a barro; olía, a caza y a manjares fuertes. Margarita se sintió envuelta en un espeso olor a macho.
-Os quiero, Margarita. Siempre os he querido, vos lo sabéis. Y ahora nuestros intereses van unidos. Es preciso que recobréis vuestra libertad. Y en cuanto a mi, quiero satisfacer a Luis, a fin de que él me favorezca. Ya veis que debemos ser aliados.
Al mismo tiempo había hundido su mano dentro del corpiño de Margarita, sin que ella le ofreciera resistencia. Por el contrario, apoyaba su cabeza en la maciza muñeca de su primo y parecía abandonarse.
-¿No es una lástima -prosiguió Roberto- que un cuerpo tan hermoso, tan dulce y tan bien formado se vea privado de los goces naturales?... Aceptad, Margarita, y os llevaré conmigo lejos de esta prisión hoy mismo; os conduciré, primero a algún convento lo suficientemente suave, a donde podré ir a veros a menudo y velar por vos... ¿Al fin y al cabo qué os importa declarar que vuestra hija no es de Luis, puesto que nunca la habéis querido?
Ella alzó los ojos.
-El que yo no quiera a mi hija, ¿no prueba precisamente que es de mi marido?
Permaneció soñadora un momento, con la mirada distraída. Los troncos se desplomaron en el hogar, iluminando la estancia con un gran chorro de chispas. Y Margarita se puso a reír súbitamente.
-¿De qué os reis? -le preguntó Roberto.
-El techo, -respondió-. Acabo de ver que se parece al de la Torre de Nesle.
El de Artois se irguió, estupefacto. No podía librarse de una cierta admiración ante tanto cinismo mezclado con tanta truhanería. «Al menos, es una hembra» pensó.
Ella lo miraba, imponente ante la chimenea, plantado sobre sus piernas sólidas como troncos de árbol. Las llamas hacían brillar sus botas rojas y centellear la plata de su cinturón. Ella se levantó y él la atrajo hacia sí.
-¡Ah! prima mía -dijo-. Si os hubierais casado conmigo... o si me hubierais elegido por amante en lugar de ese crío de escudero, las cosas no habrían ocurrido lo mismo para vos... y hubiéramos sido muy dichosos.
-Puede ser -murmuró ella.
La tenía asida por la cintura, y le parecía que dentro de un instante ella ya no sería capaz de pensar.
-No es demasiado tarde, Margarita -murmuró.
-Quizá no... -respondió ella con voz ahogada, consentidora.
-Entonces librémonos lo antes posible de este despacho que se ha de escribir, para luego no ocuparnos más que de amarnos. Hagamos subir al capellán que espera abajo...
Ella se desprendió de un salto, con los ojos centelleantes de cólera.
-¿Espera abajo de verdad? ¡Ah! primo, ¿me habéis creído tan estúpida para dejarme engañar por vuestros arrumacos? Acabáis de hacer conmigo lo que las rameras hacen de ordinario con los hombres: excitarles los sentidos para someterlos mejor a sus caprichos. Pero os olvidáis de que en ese oficio, las mujeres son más fuertes, y vos no sois más que un aprendiz. Lo desafiaba, nerviosa, erguida, y volvió a anudar el cuello de su camisa. Él trató de convencerla de que se equivocaba, que no quería más que su bien y que estaba sinceramente enamorado de ella...
Margarita lo escuchaba con aire burlón. El la abrazó de nuevo, y, aunque ahora se defendía, la llevó hacia el lecho.
-¡No, no firmaré! -gritó ella-. Violadme si queréis, pues sois demasiado fuerte para que os pueda resistir; pero se lo diré al capellán, a Bersumée, y le haré saber a Marigny lo buen embajador que sois, y cómo habéis abusado de mi. Roberto la dejó furioso.
-Jamás, oídlo bien, me haréis confesar que mi hija no es de Luis, porque si Luis llega a morir, lo que deseo con todo mi corazón, mi hija será reina de Francia, y entonces tendrán que contar conmigo, como reina madre.
El de Artois quedó turbado un instante. «Piensa con lógica, la muy zorra», se dijo, «y la suerte puede darle la razón...» Estaba aturdido.
-Pocas probabilidades tenéis de eso -replicó finalmente.
-No tengo otra: me la guardo.
-Como queráis, prima -dijo, ganando la puerta.
Su fracaso le llenó de rabia el corazón, bajó la escalera y encontró al fraile, transido de frío bajo sus oscuros cabellos, batiendo los pies, y con un puñado de plumas de oca en la mano.
-Sois un buen asno, hermanito -le gritó- y ¡no sé dónde diablos encontráis la debilidad en vuestras penitentes!
Después voceó:
-¡Escuderos! ¡A los caballos!
Apareció Bersumée, cubierto todavía con el casco de hierro.
-Monseñor, ¿deseáis visitar el castillo?
-No, gracias. Con lo que he visto tengo suficiente.
-¿Las órdenes, monseñor?
-¿Qué órdenes? Obedece las que has recibido.
Le trajeron al de Artois su gran caballo normando, y Lormet le presentaba ya el estribo.
-¿Y el dinero de la comida, monseñor? -preguntó aún Bersumée.
-¡Háztelo pagar por messire de Marigny! ¡Pronto, bajad el puente!
El de Artois montó de un salto y partió rápidamente al galope. Seguido de toda su escolta, franqueó el cuerpo de guardia. Bersumée, pendientes los brazos, entornados los ojos, veía descender la cabalgata hacia el Sena entre un gran chapoteo de barro.

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora