IV

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El pie de San Luis

Maese Tolomei fue introducido en el gabinete y el de Artois se apresuró a acogerlo con los brazos abiertos.
-Querido banquero, tengo grandes deudas con vos y siempre os he prometido que os pagaría en el momento en que la fortuna me sonriera. Pues bien; ha llegado ese momento.
-Feliz noticia, monseñor -respondió Spinello Tolomei, inclinándose.
-Ante todo, -prosiguió el de Artois- quiero comenzar por pagaros la deuda de gratitud que tengo contraída con vos procurándoos un cliente real.
Tolomei se inclinó de nuevo, y más profundamente, ante Carlos de Valois diciendo:
-¿Quién no conoce a monseñor, al menos de vista o de oídas? Dejó grandes recuerdos en Siena. Los mismos que en florencia, sólo que, siendo mAs pequeña, ¡no había sacado mAs que
diecisiete mil florines para «pacificarla».
-Yo también guardo buen recuerdo de vuestra ciudad, -dijo Valois.
-Mi ciudad, monseñor, es ahora París.
Atezado, de mofletes colgantes, con el ojo izquierdo cerrado por la malicia, Tolomei esperaba que lo invitaran a sentarse, lo que hizo monseñor de Valois, indicándole un asiento. Porque maese Tolomei merecía algunas atenciones. Después de morir el viejo Boccanegra, Tolomei había sido elegido recientemente por sus cofrades, mercaderes y banqueros italianos de París, "capitán general" de sus compañías. Este cargo, por el que tenía el control o conocimiento de casi la totalidad de las operaciones bancarias del país, le confería un poder secreto, pero primordial. Tolomei era una especie de condestable del crédito.
-No ignoráis, amigo banquero -dijo el de Artois-, el gran cambio que ha sucedido estos días. Messire de Marigny, que, según creo, no es mis amigo vuestro que nuestro, se cuentra en muy mala situación...
-Algo sabía... -murmuró Tolomei.
-Así, al ver a monseñor de Valois en la necesidad de recurrir a un hombre de finanzas, le he aconsejado dirigirse a vos, cuya habilidad y adhesión a nuestra casa me es tan conocida.
Tolomei agradeció con una pequeña sonrisa de cortesía. Con un ojo cerrado, observaba a los dos grandes barones, y pensaba: «Aunque fueran a ofrecerme la administración del Tesoro; no me harían tantos cumplidos.»
-¿Qué puedo hacer para serviros, monseñor? -preguntó volviéndose hacia Valois.
-¡Ah! Pues... lo que puede hacer un banquero, maese Tolomei -respondió el tío del rey con aquella hermosa arrogancia que adoptaba cuando iba a pedir dinero.
-Comprendo, monseñor. ¿Tenéis algunos fondos que colocar en buenas mercaderías que doblen el precio en los próximos seis meses? ¿O bien deseáis participar en el comercio de navegación, que es altamente lucrativo en estos momentos, ya que es preciso traer por mar muchas cosas que escasean? Esos son los servicios que yo podría prestaros.
-No, no se trata de eso; -respondió vivamente Valois.
-Lo siento, monseñor, lo siento por vos. Las mayores ganancias se hacen en tiempo de escasez. -Lo que deseo por el momento, es que me procuréis un poco de dinero fresco... para el
Tesoro. Tolomei puso cara de desolación.
-¡Ay, monseñor! A pesar de todos mis buenos deseos por serviros, eso es lo único que no puedo hacer. En estos últimos tiempos, nos han sangrado mucho a mis amigos y a mí. Para la guerra de flandes, hicimos al Tesoro un gran empréstito que no nos reporta nada.
-Eso fue cosa de Marigny.
-Cierto, monseñor, pero el dinero era cosa nuestra. De este hecho, nuestros cofres tienen las cerraduras un poco enmohecidas. ¿Cuanto necesitáis?
-Diez mil libras.
De esta cifra, Valois había calculado cinco mil para la embajada de Bouville, mil para Roberto de Artois, y el resto para hacer frente a sus necesidades más apremiantes. El banquero se echó las manos a la cabeza.
-¡Santa Madonna! ¿Pero dónde las voy a encontrar? -exclamó.
Aquello no era más que el prólogo de costumbre y el de Artois ya había prevenido a Valois. Así que éste adoptó el tono autoritario con que impresionaba a sus interlocutores.
-¡Vamos, vamos, maese Tolomei! -exclamó-. Dejemos esas astutas maneras y no divaguemos. Os he mandado venir para que cumpláis con vuestro oficio como siempre lo habéis ejercido, con provecho, creo yo.
-Mi oficio, monseñor -respondió tranquilamente Tolomei-, es prestar; no dar. Ahora bien, desde hace tiempo no he hecho más que dar, sin que se me haya devuelto nada. Yo no fabrico moneda ni he encontrado la piedra filosofal.
-¿No queréis, pues, ayudarme a desembarazarme de Marigny? ¡Os interesa, me parece!
-Monseñor, pagar tributo al enemigo cuando es poderoso, y pagar de nuevo para que no vuelva a serlo, es una doble operación que, como vos mismo reconoceréis, trae poco provecho. Al menos sería preciso saber lo que va a suceder y si hay posibilidad de desquitarse.
Entonces Carlos de Valois lanzó como una andanada la gran homilía que recitaba a todo el que llegaba hasta él desde hacía ocho días. Por poco que se le ayudara, iba a hacer suprimir todas las «novedades» introducidas por Marigny y sus jurisconsultos burgueses: iba a restaurar la autoridad de los nobles, y a restablecer la prosperidad en el reino, volviendo al viejo derecho feudal que había engrandecido a la nación francesa. ¡El orden! Como todos los embrollones políticos, no tenía otra palabra en la boca, y no le daba otro contenido que las leyes, los recuerdos o las ilusiones del pasado.
-Antes de mucho tiempo -exclamó- habremos vuelto a las buenas costumbres de mi abuelo San Luis. os lo aseguro.
Y, diciendo esto, mostró, colocado en una especie de altar, un relicario que tenía la forma de un pie humano y que tenía un hueso del talón de su abuelo; el pie era de plata; y las uñas, de oro. Porque los restos del santo rey habían sido repartidos; cada miembro de la familia y cada
capilla real deseaba poseer una partícula de los mismos. La parte superior del cráneo se conservaba dentro de un hermoso busto de orfebrería en la Sainte-Chapelle; la condesa Mahaut de Artois, en su castillo de Hesdin, poseía algunos cabellos, así como un fragmento de mandíbula; y se habían repartido tantos despojos, falanges y esquirlas que no se comprendía qué pudiera quedar en la tumba de Saint-Denis. Si es que había sido depositado allí el verdadero cuerpo. Porque corría insistentemente por Africa una leyenda, según la cual, el cuerpo del rey franco había sido enterrado cerca de Túnez, mientras su ejército no se llevó a Francia más que un ataúd vacío o cargado con otro cadáver.
Tolomeí fue a besar devotamente el pie de plata; luego, preguntó:
-¿Por qué os hacen falta diez mil libras, monseñor?
Forzoso le fue al de Valois explicar en parte sus proyectos inmediatos. El sienés escuchaba, moviendo la cabeza, y decía, como si tomara nota mentalmente:
-Messire de Bouville, a Nápoles... Sí, sí, comerciamos mucho con Nápoles a través de nuestros primos los Bardi... Casar al rey... Sí, sí, os oigo, monseñor... Reunir el cónclave... ¡Ay! monseñor, un cónclave es más caro que un palacio, ¡y los fundamentos son menos sólidos! ... Sí, monseñor, sí os escucho.
Cuando, por fin, Tolomei oyó todo lo que deseaba saber, el capitán de los Lombardos declaró: -Todo eso está muy bien pensado, monseñor, y os deseo éxito con todo mi corazón; pero
nada me asegura que caséis al rey, ni que consigáis un Papa, ni siquiera, aunque eso suceda, que yo recupere mi oro, suponiendo que esté en condiciones de proporcionároslo.
Valois miró con irritación al de Artois. «¿Qué clase de individuo me habéis traído aquí?», parecía decirle. «No habré hablado tanto para no obtener nada.»
-Vamos, banquero -exclamó el de Artois, levantándose-, ¿qué interés pedís? ¿Qué prendas? ¿Qué beneficios o ventajas?
-Ninguna, monseñor, ninguna prenda -protestó el sienés-, con vos, como bien sabéis, ni con monseñor de Valois cuya protección me es querida en demasía. Busco simplemente... busco el modo de poder ayudaros.
Después, volviéndose de nuevo hacia el pie de plata, añadió suavemente.
-Monseñor de Valois acaba de decir que quiere restaurar las buenas costumbres de monseñor San Luis. ¿Pero qué entiende por eso? ¿Se van a restablecer todas las costumbres?
-Desde luego -respondió Valois sin acabar de comprender a dónde quería llegar a parar.
-¿Se va a restablecer, por ejemplo, el derecho que tenían los nobles de acuñar moneda en sus tierras? Si se vuelve a esa costumbre, entonces sería más fácil para mí ayudaros.
Valois y el de Artois se miraron. El banquero había apuntado directo a la medida más importante de las que proyectaba Valois, y la que guardaba más secreta, porque era la más perjudicial al Tesoro y podía ser la más protestada.
En efecto, la unificación de la moneda que circulaba en el reino, así como el monopolio real de emitirla, eran instituciones de Felipe el Hermoso. Antes, los grandes señores fabricaban o hacían fabricar, en competencia con la moneda real, sus propias piezas de oro y de plata, que tenían curso legal en sus feudos; y este privilegio constituía para ellos un gran manantial de beneficios. E igualmente sacaban provecho los que, como los banqueros lombardos, proporcionaban el metal en bruto y hacían su juego sobre las tasas que variaban de una región a otra. Carlos de Valois ya contaba con esa «buena costumbre» para rehacer su fortuna.
-¿Queréis decir también, monseñor -prosiguió Tolomei, que continuaba observando al relicario como si lo estuviera tasando-, que vais a restablecer el derecho de guerra privada?
Era ésta otra prerrogativa feudal que el Rey de Hierro había abolido a fin de impedir que los grandes vasallos hicieran levas a su capricho y ensangrentaran el reino para dirimir sus desavenencias, ostentar su vanagloria, o ahuyentar su aburrimiento.
-¡Ah! Si así fuera de nuevo -exclamó Roberto de Artois-, no tardaría en recuperar mi condado de mi tía Mahaut.
-Si tenéis necesidad de equipar vuestras tropas -dijo Tolomei-, puedo obtener los mejores precios de los armeros toscanos.
-Maese Tolomei, acabáis de expresar con toda precisión las cosas que quiero llevar a cabo
-exclamó Valois pavoneándose- y por eso os pido que confiéis en mí.
Los financieros no son menos imaginativos que los conquistadores, y denota conocerlos mal quien cree que se mueven por el cebo del lucro. Sus cálculos encubren frecuentemente abstractos sueños de poder.
El capitán general de los Lombardos, soñaba también; de diferente manera que el conde de Valois, pero soñaba: se veía ya abasteciendo de oro en bruto a los grandes varones del reino, y alentando sus querellas para así poder traficar en armas. Ahora bien, quien tiene el oro y las armas tiene el verdadero poder. Maese Tolomei soñaba ya con pensamientos de reino...
-¿Entonces -preguntó Carlos de Valois-, estáis decidido ahora a proporcionarme la suma que os he pedido?
-Tal vez, monseñor, tal vez. Es decir, que no puedo dárosla por mi mismo, pero puedo encontrárosla en Italia, lo que os viene bien puesto que es allí precisamente a donde se dirige vuestra embajada. No creo que esto sea un inconveniente para vos.
-Ciertamente que no, -se vio obligado a contestar Valois.
Pero el arreglo distaba mucho de satisfacerle, pues le hacía difícil, si no imposible, sacar del préstamo para sus propias necesidades. Viendo que Valois se ensombrecía, Tolomei apretó más el dogal. -Vos ofreceréis la garantía del Tesoro; pero todo el mundo sabe, o al menos nosotros, que
el Tesoro está vacío, y los rumores de eso llegarán pronto a los despachos de la banca. Tendré que garantizarlo yo mismo lo que haré de muy buena gana por el deseo que tengo de serviros. Naturalmente, monseñor, será preciso que uno de los míos, portador de la carta de crédito, acompañe a vuestro enviado a fin de hacerse cargo del dinero y de ser responsable de él. Monseñor de Valois frunció el entrecejo todavía más.
-¡Ay, monseñor! -agregó Tolomei-. Es que no voy a realizar yo solo este negocio; las compañías de Italia son aún más desconfiadas que nosotros, y me veo en la necesidad de darles la seguridad más absoluta de que no serán burladas.
Verdaderamente, quería tener en la expedición un emisario, que por cuenta de él, espiara al embajador, controlara el empleo del dinero, y lo tuviera informado sobre los proyectos de alianza, de la disposición de los cardenales, y trabajara, bajo mano, en el sentido que le ordenara. Maese Spinello Tolomei reinaba ya un poco.
Roberto de Artois le había dicho a Valois que el sienés exigiría garantías; pero no habían pensado que la garantía sería un mordisco en el poder. Forzoso le fue al tío del rey, para satisfacer a éste, pasar por las condiciones del banquero.
-Pero ¿a quién podéis ofrecerme, que no haga mal papel al lado del señor de Bouville? preguntó Valois.
-He de pensarlo, monseñor, he de pensarlo. Apenas tengo gente en este momento. Mis dos mejores viajantes están en camino. ¿Cuándo, pues tiene que partir messire de Bouville?
-Mañana, si es posible, o pasado mañana.
-¿Y aquel muchacho -dijo el de Artois- que fue por mí a Inglaterra...?
-¿Mi sobrino Guccio? -dijo Tolomei.
-Ese mismo, vuestro sobrino. ¿Está todavía con vos?... Pues bien, ¿por qué no lo enviáis? Es fino, ágil de espíritu y de buena presencia. Ayudará a nuestro amigo Bouville, que no debe de hablar apenas la lengua de Italia, a desenvolverse por los caminos. Os aseguro -dijo el de Artois a Valois-, que ese muchacho sería una buena adquisición.
-Voy a notar mucho su falta aquí -dijo el banquero-, pero a pesar de todo, monseñor, os lo cedo. Siempre obtenéis de milo que queréis. Inmediatamente se despidió. Cuando maese Tolomei hubo salido del gabinete, Roberto de Artois se desperezó a sus anchas, y dijo:
-Bien, Carlos, ¿me había equivocado?
Como todo prestatario después de una operación de esta naturaleza, Valois estaba contento y descontento a la vez, y se fijó una actitud que no mostrara demasiado alivio ni demasiado despecho. Acercándose al pie de San Luis, dijo:
-Ya ves, primo; es eso, la vista de esta santa reliquia, lo que ha decidido a nuestro hombre. ¡Vaya, aún no se ha perdido en Francia todo el respeto por las cosas nobles, lo que me dice que este reino puede enderezarse!
-Un milagro -dijo el gigante, guiñando el ojo.
Pidieron los mantos y las escoltas y fueron a dar al rey la buena nueva de la partida de la embajada.
Al mismo tiempo, Tolomei comunicaba a su sobrino que tenía que ponerse en camino dentro de dos días y le daba instrucciones. El joven no mostró gran entusiasmo.
-Come sei strano, figlio mio! * -se quejó Tolomei La suerte te depara un buen viaje que no te cuesta un denario pues a fin de cuentas es el Tesoro el que pagará. Vas a conocer Nápoles, la corte de los Angevinos, a codearte con príncipes y, si eres hábil, a ganarte amigos. Y quizá vas a asistir a los preliminares de un cónclave. ¿Hay algo más apasionante que un cónclave? Ambiciones, presiones, dinero, rivalidades... y en algunos hasta fe. Todos los intereses del mundo juegan en el asunto. Vas a ver todo eso y tú pones cara larga como si te anunciara una desgracia. En tu lugar y a tus años yo hubiera saltado de alegría, y estaría ya preparando el baúl. Para poner esa cara, debe de haber entremedio una niña a la que sientes dejar. ¿No será, por casualidad, la joven de Cressay?
* -¡Qué raro eres, hijo mío!
La tez color de oliva del joven Guccio se oscureció un poco, que era su modo de ruborizarse.
-Ma! Ella te esperará si te ama -prosiguió el banquero- Las mujeres están hechas para esperar. Siempre se las encuentra. Y si tienes miedo de que te olvide, aprovéchate entonces de las que encuentres en tu camino. Una sola cosa no volverás a encontrar: la juventud, y la fuerza para correr mundo.

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora